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Derrocar al Gobierno y echar a Rajoy
Resuena ahora el "¡Rajoy no!" como en 1909 retumbó el "¡Maura no!". Pero echar al presidente y a su Gobierno no es la solución del problema catalán
En la España de 1909, desde Barcelona, retumbó la exigencia de “¡Maura no!”. Al entonces jefe del Gobierno se le atribuyó la responsabilidad de una represión descontrolada en la Semana Trágica acaecida en la Ciudad Condal. El país necesitaba un chivo expiatorio de la crisis y encontró en Antonio Maura y Montaner al perfecto culpable. Maura presentó su renuncia a Alfonso XIII pensando que no la aceptaría. El monarca, sin embargo, le tomó la palabra, cesó a Maura y entregó el Gobierno a Segismundo Moret. Aunque Antonio Maura continuó en la política española, lo hizo ya con su reputación mermada. Luego, la historiografía sobre aquellos acontecimientos ha dejado al que fuera máximo responsable del Gobierno en mejor lugar de lo que lo hicieron sus contemporáneos, pero el “¡Maura no!” ha pasado a ser un clásico del reduccionismo hispano en la atribución de responsabilidades que, en realidad, deberían ser socializadas.
Ahora podría estar ocurriendo algo muy similar. El 1-O ha pasado de ser la jornada de un referéndum de autodeterminación de Cataluña a otra de “movilización”, de gran protesta política contra el Gobierno del PP y su presidente Mariano Rajoy. Resuena otra vez el “¡Rajoy no”! maurista de 1909. Y aunque el jefe del Gobierno no está exento de responsabilidades en la dimensión adquirida por la crisis de Cataluña, resultaría elemental y erróneo suponer que con echar a Rajoy y derrocar a su Gobierno todo queda solucionado. Sin embargo, el mínimo común denominador más amplio de todas las fuerzas que convergen en el día de mañana en Cataluña, mucho más que el referéndum, mucho más que la inviable independencia, es el rechazo a la derecha política que Rajoy y el PP representan. Y, una vez se supere este hito, a esa demanda de desalojo del poder de la derecha se unirán fuerzas políticas y sociales que hasta el momento se han alineado con el Ejecutivo en defensa del Estado de Derecho.
Aunque el jefe del Gobierno no está exento de responsabilidades, resultaría erróneo suponer que con echar a Rajoy todo queda solucionado
Es conveniente recordar, sí, que el PP, siendo Rajoy su presidente, recogió firmas contra el Estatuto catalán de 2006. También que fue ese partido el que interpuso el recurso de inconstitucionalidad que fue fallado cuatro años después, habiendo ya sido refrendado por los catalanes. Pero otros datos no pueden olvidarse. El primero de todos: fue Maragall (PSC) quien impulsó el nuevo Estatuto con el que se comprometió frívolamente Rodríguez Zapatero. Fue el PSOE –recuérdese a Alfonso Guerra– quien lo “cepilló” en el Congreso y en el Senado y fue un Tribunal Constitucional con mayoría progresista el que dictó una sentencia controvertida. No está de más apuntar que el autor intelectual –no ponente, pero sí decisivo– de aquella resolución fue el magistrado Manuel Aragón Reyes, propuesto para el cargo por el Gobierno de Rodríguez Zapatero en un Constitucional presidido por la también progresista María Emilia Casas.
También hay que refrescar algunos datos del Estatuto en Cataluña. Para empezar: la CiU del momento se incorporó al consenso estatutario de manera opaca, después de un tejemaneje de Rodríguez Zapatero y Artur Mas en la Moncloa. ERC votó en contra del proyecto en el Congreso de los Diputados y cuando se refrendó en Cataluña la participación fue del 49,4% del censo, diez puntos menos que en 1979 cuando el primer Estatuto catalán de la democracia fue más ampliamente respaldado con una participación de 59,5%. Y no hay que olvidar que el PP fue excluido, y aislado, del debate de la nueva norma.
Esta convulsión, para relajarse, requiere de un chivo expiatorio y ese va a ser Rajoy. Puigdemont dispone de una ventaja: él ya se ha entregado a su suerte
Estos datos de contexto permiten suponer que la posible solución a la crisis catalana no se logrará con prescindir de Rajoy y de su Gobierno. El problema es mucho más de fondo y, como declaró Pedro Sánchez en 'La Vanguardia' del pasado domingo, esto que ocurre “no va de echar a Rajoy sino de democracia”. Exactamente esa es la cuestión. El desdén para con lo que ocurría en Cataluña por parte del Ejecutivo de Rajoy ha incrementado la crisis. El presidente no ha llegado a reparar en que en un determinado momento el nacionalismo independentista, la izquierda populista y, eventualmente, el propio PSOE, podrían tener la tentación –y la tienen– de descargar la íntegra responsabilidad de esta crisis sobre las espaldas del Ejecutivo. Eso va ser lo que suceda en las próximas fechas, en la confianza de que los socialistas –también pretendido trofeo para muchos como víctima propiciatoria de la crisis– no se instalen en ese sectarismo y traten de atacar las causas del problema y localizar soluciones de largo recorrido. Ayer Iceta parecía tenerlo claro en la entrevista con este periódico: “No hay atajos para sustituir a Rajoy”.
La responsabilidad mayor y el disparate más grave los han protagonizado –como en 1931, como en 1934– el independentismo catalán
Esta convulsión, para relajarse, requiere de un chivo expiatorio y ese va a ser Rajoy. Puigdemont dispone de una ventaja sobre el presidente del Gobierno: él ya se ha entregado a su suerte, está amortizado y resulta un interlocutor imposible. Y con él, otros de su entorno –también Oriol Junqueras por más que en muchos ámbitos se pretenda protegerle– que le han secundado, jaleado y utilizado como ariete contra el sistema constitucional. En rigor, difícilmente la clase dirigente independentista y el actual Gobierno podrán ser interlocutores para un nuevo pacto. Mucho más si, tras la jornada de mañana, la Generalitat comete la insensatez de formalizar una declaración de independencia.
Tiene que haber un ajuste de cuentas político por lo que está ocurriendo en España. Pero sin olvidar que la responsabilidad mayor y el disparate más grave los han protagonizado –como en 1931, como en 1934– el independentismo catalán. Y la izquierda, según advierten intelectuales referentes de ese espectro ideológico, no debería volver a equivocarse y condenar sumariamente a la derecha española –y a Mariano Rajoy– indultando sectariamente la culpa extraordinaria que ha contraído el nacionalismo catalán, muy especialmente aquel que fue coautor de la Constitución de 1978 y que acompañó al PSOE y al PP durante un cuarto de siglo en la gobernación de España. No regresemos como tanto nos gusta al simplista “¡Maura no”! de principios de siglo pasado.
En la España de 1909, desde Barcelona, retumbó la exigencia de “¡Maura no!”. Al entonces jefe del Gobierno se le atribuyó la responsabilidad de una represión descontrolada en la Semana Trágica acaecida en la Ciudad Condal. El país necesitaba un chivo expiatorio de la crisis y encontró en Antonio Maura y Montaner al perfecto culpable. Maura presentó su renuncia a Alfonso XIII pensando que no la aceptaría. El monarca, sin embargo, le tomó la palabra, cesó a Maura y entregó el Gobierno a Segismundo Moret. Aunque Antonio Maura continuó en la política española, lo hizo ya con su reputación mermada. Luego, la historiografía sobre aquellos acontecimientos ha dejado al que fuera máximo responsable del Gobierno en mejor lugar de lo que lo hicieron sus contemporáneos, pero el “¡Maura no!” ha pasado a ser un clásico del reduccionismo hispano en la atribución de responsabilidades que, en realidad, deberían ser socializadas.