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El colapso catalán y la operación Valls
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José Antonio Zarzalejos

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El colapso catalán y la operación Valls

La convergencia de independentistas en las instituciones autonómicas y de populistas en Barcelona ha dado como resultado, de una parte, la parálisis institucional, y de otra, la inseguridad

Foto: Enfrentamiento entre taxistas y guardias civiles en Barcelona durante la manifestación contra la regulación de los vehículos VTC. (Reuters)
Enfrentamiento entre taxistas y guardias civiles en Barcelona durante la manifestación contra la regulación de los vehículos VTC. (Reuters)

La primera preocupación de los barceloneses es el deterioro de la seguridad en la Ciudad Condal. Ese es el resultado, relativamente sorprendente, del barómetro municipal de la ciudad publicado el pasado 3 de enero. La inquietud de los ciudadanos de Barcelona por su seguridad es muy superior a la que genera la incertidumbre del proceso soberanista. Y desde el viernes, con un gremio (el del taxi) en pie de “guerra” (sic) a propósito de la competencia de los VTC, la capital de Cataluña se encuentra colapsada y con buena parte de su población intimidada. Aunque en Madrid también cuecen habas, no lo hacen a calderadas como en la urbe regida por una cada día más cuestionada Ada Colau.

La lectura de la columna de Enric Sierra publicada ayer en 'La Vanguardia' bajo el sugerente título de "Protéjase" resulta escalofriante. Da cuenta de que en dos poblaciones catalanas se ha recuperado la figura del sereno, lo que sería “un claro síntoma del colapso del modelo de seguridad de Catalunya”. Sierra denuncia que los alcaldes están hartos de las evasivas de la Generalitat, que no tiene respuesta policial adecuada a los más de 2.000 robos que sufren cada mes las familias en sus viviendas.

Hay ayuntamientos como el de Sitges que han contratado seguridad privada para vigilar a los manteros, y se están colocando cámaras de vigilancia. Hasta se han constituido patrullas vecinales, al tiempo que “las empresas de alarmas han hecho su agosto”. Sierra subraya que entre la ciudadanía se ha instalado “una sensación de desamparo y con ella la necesidad imperiosa de autoprotección”. Y cierra su durísimo testimonio con la opinión de que Cataluña podría decir que es un país “importador de cacos y maleantes”.

En este contexto en el que se apela a la autoprotección, está entrando a caño libre el discurso de orden y de sentido común de Valls

La Generalitat —en su doble manifestación de Gobierno de la comunidad y de Parlamento autonómico— está paralizada. Joaquim Torra parece haber asumido la labor de demolición de las instituciones catalanas para que en el futuro puedan ser sustituidas por las de la república de Waterloo. El imperio de las convenciones y de lo políticamente correcto —la aversión a cualquier ejercicio de autoridad— está llevando Cataluña a una situación en la que el desgobierno de Barcelona se erige en referente, con la pésima gestión de Colau y su equipo. Los narcopisos, los manteros, los asaltos a viviendas y la delincuencia urbana (hurtos y agresiones) son expresiones comunes en una Barcelona que hasta hace muy poco tiempo era una marca de relevancia y reputación internacionales. Lamentablemente, comienza a dejar de serlo y la industria turística lo padece.

La convergencia de independentistas en las instituciones autonómicas y de populistas en el Ayuntamiento de Barcelona ha dado como resultado, de una parte, la parálisis institucional, y de otra, la inseguridad y la ineficiencia. Los taxistas de Barcelona han importado los chalecos amarillos de los franceses cabreados, coincidiendo con la otra invasión amarilla —la de la reivindicación de la libertad de los políticos presos— del espacio público en las ciudades y pueblos catalanes.

La sombra amarilla se cierne ahora por partida doble sobre Cataluña y comienza a emerger un nuevo discurso que, por el momento, formula Valls

En este contexto en el que se apela a la autoprotección, está entrando a caño libre el discurso de orden y de sentido común de Manuel Valls, candidato a la alcaldía de Barcelona al frente de una plataforma apoyada por Ciudadanos y con vocación transversal. La semana pasada, el ex primer ministro francés, catalán de Barcelona, paseó su discurso en Madrid. Estuvo en La Sexta con Ana Pastor y en la SER con Pepa Bueno. Y a ambas las contestó en términos rotundos: Barcelona debe recuperar los valores que la han caracterizado —orden, seguridad, diversidad, integración y europeísmo—, distanciándose del populismo y del separatismo. Ambos están colapsando Cataluña y su capital. Y baste un ejemplo: surge de nuevo la preocupación por el Mobile World Congress, que comienza el próximo 25 de febrero en Barcelona.

La sombra amarilla se cierne ahora por partida doble sobre Cataluña y comienza a emerger un nuevo discurso que, por el momento, formula Manuel Valls, mientras los demás candidatos (Josep Bou, del PP; Ernest Maragall, de ERC; Jaume Collboni, del PSC…) no emiten ni una sola idea, ni siquiera un menguado propósito. Quizá la disminución del separatismo y del populismo comience cuando esa impresión de desgobierno e inseguridad, de ineficiencia e incompetencia en la gestión pública, se socialice todavía más de lo que ya está y cuando la población de Cataluña vincule el amarillo de los lazos y los chalecos con una convivencia indeseable. Puede ser entonces, y a no tardar, el momento de la adhesión electoral a los valores —plenamente democráticos— del orden cívico que proclama Manuel Valls.

La primera preocupación de los barceloneses es el deterioro de la seguridad en la Ciudad Condal. Ese es el resultado, relativamente sorprendente, del barómetro municipal de la ciudad publicado el pasado 3 de enero. La inquietud de los ciudadanos de Barcelona por su seguridad es muy superior a la que genera la incertidumbre del proceso soberanista. Y desde el viernes, con un gremio (el del taxi) en pie de “guerra” (sic) a propósito de la competencia de los VTC, la capital de Cataluña se encuentra colapsada y con buena parte de su población intimidada. Aunque en Madrid también cuecen habas, no lo hacen a calderadas como en la urbe regida por una cada día más cuestionada Ada Colau.

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