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Crónica de la alarma del presidente del Gobierno
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José Antonio Zarzalejos

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Crónica de la alarma del presidente del Gobierno

Descoordinación, unilateralidad autonómica, impacto negativo del plan financiero de choque, desplome de la confianza, progresión del Covid-19 y la rapidez portuguesa alarmaron a Sánchez

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su comparecencia de este viernes. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su comparecencia de este viernes. (EFE)

Cuando nuestro compañero Juanma Romero preguntó el jueves a Pedro Sánchez, por vía telemática, si iba a declarar el estado de alarma, el socialista respondió circunvalando el tema: ni sí, ni no. En aquel momento era más bien que no porque a Sánchez, encapsulado en un ambiente ideológico sofocante, le parecía que hacer uso de la Ley Orgánica de 1 de julio de 1981 que prevé esa situación —y la de excepción y sitio— desarrollando el artículo 116 de la Constitución, albergaba dos inconvenientes: 1) La Administración General del Estado absorbía las competencias sanitarias de las comunidades autónomas, lo que podría indisponer a sus socios catalanes y vascos y 2) Peligraba su supuesta pulcritud democrática por la contundencia de la medida, la misma que le llevó a callar respecto de la insensata autorización de la concentración del 8-M y del mitin de Vox ese mismo día.

Pero cuando comprobó que su "plan de choque", presentado el jueves, no impactó positivamente en el empresariado mediano y pequeño, que Torra y Urkullu declaraban al mejor estilo cantonalista sus particulares estados de alarma, y que la comunidad de Madrid se adelantaba a las medidas de su propio Ejecutivo en la prevención para contener el Covid-19, y tras reparar que Portugal, sin un solo fallecimiento, ya había implementado la medida, se decidió, con precipitación, a anunciar el estado de alarma. La idea no pudo ser peor: en vez de una declaración institucional, tuvo que convocar de urgencia un Consejo de Ministros extraordinario y comunicar de inmediato la decisión. Al ofrecer un paréntesis, el viernes por tarde, los madrileños enfilaron a miles y miles las carreteras de Andalucía y Valencia en un éxodo que, con seguridad, extenderá el contagio del coronavirus.

Al mismo tiempo, en Presidencia ya se sabía la noche del jueves que la confianza social se estaba desplomando. Según una encuesta de Metroscopia (cerrada el viernes por la noche) la preocupación de los ciudadanos por el contagio había pasado en un día del 56% al 63%; la confianza en el Gobierno se había deteriorado en el mismo período del 54% al 49%; las dudas sobre la capacidad del sistema nacional de salud también habían aumentado y el temor a un impacto económico fortísimo se disparaba hasta el 94%. Con este cuadro de incertidumbre social, las medidas unilaterales de las comunidades autónomas, las referencias italiana y portuguesa y el varapalo de la Agencia Europea para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC) por la manifestación en Madrid el pasado domingo, los argumentos eran irrefutables para adoptar una decisión que era exigible desde que se produjo en España el primer brote del Covid-19.

En otras palabras, el presidente del Gobierno declaró la alarma porque, por primera vez, estaba realmente alarmado, no tanto por la peligrosidad de la pandemia cuyas consecuencias conocía obviamente, sino de su ralentización y de su Gabinete en la adopción de medidas que desde Italia estaban urgiendo a que se tomasen en España para no tener que repetir la amarga experiencia que allí se vive. Italia es el Wuhan europeo, pero España puede tomarle el relevo si, como adelantó Sánchez, llegamos pronto a los 10.000 infectados con un tasa de mortalidad significativa en el rango de edades vulnerables o en el de ciudadanos con patologías previas.

Durante esta crisis —y por mucho que no sea el momento de realizar balances críticos— se han observado las costuras poco sólidas de una estructura orgánica y funcional del Gobierno y de la Moncloa que ha operado sin la eficacia precisa, tanto por sus duplicidades como su fragmentación. Es de suponer que será una autoridad única la que tome las riendas de la crisis y se eviten los roces que han protagonizado hasta hace pocos días varios miembros del Gobierno y, en relación con el coronavirus, los ministerios de Sanidad y Trabajo. En la misma línea, la colaboración de las comunidades autónomas debe ser reforzada —especialmente entre las vecinas— al modo federal, esto es, de manera horizontal, sin necesidad de que la cooperación se imponga jerárquicamente.

Hay que felicitarse de que Pedro Sánchez, hierático, frío, distante y con un molesto aire de suficiencia en sus comparecencias, se mostrase este viernes algo más empático y emocional al dirigirse a los ancianos, a los jóvenes y a los afectados por la enfermedad, reconociendo, como los líderes más importantes de Europa, la entidad del reto al que nos enfrentamos y que él no ha disminuido pero que tampoco ha sido capaz de verbalizar. En definitiva, bienvenida la alarma del presidente que ha servido para declararla en términos jurídicos si bien con una metodología tan deplorable que dio tiempo a que miles de portadores del Covid-19 hayan viajado masivamente este viernes a las costas levantinas y andaluzas. Mucha estructura en Moncloa, pero poca eficiencia, escasa rapidez.

Cuando nuestro compañero Juanma Romero preguntó el jueves a Pedro Sánchez, por vía telemática, si iba a declarar el estado de alarma, el socialista respondió circunvalando el tema: ni sí, ni no. En aquel momento era más bien que no porque a Sánchez, encapsulado en un ambiente ideológico sofocante, le parecía que hacer uso de la Ley Orgánica de 1 de julio de 1981 que prevé esa situación —y la de excepción y sitio— desarrollando el artículo 116 de la Constitución, albergaba dos inconvenientes: 1) La Administración General del Estado absorbía las competencias sanitarias de las comunidades autónomas, lo que podría indisponer a sus socios catalanes y vascos y 2) Peligraba su supuesta pulcritud democrática por la contundencia de la medida, la misma que le llevó a callar respecto de la insensata autorización de la concentración del 8-M y del mitin de Vox ese mismo día.

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