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La necesaria renuncia de las infantas
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José Antonio Zarzalejos

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La necesaria renuncia de las infantas

No terminará este año sin que Felipe VI pueda culminar la catarsis en la Corona, lo que implicará también la renuncia por las infantas de sus derechos dinásticos

Foto: Las infantas Elena y Cristina. (EFE)
Las infantas Elena y Cristina. (EFE)
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No hace falta abundar en las razones que explican que la vacunación en Abu Dabi de las infantas, Elena y Cristina de Borbón, desvelada por José María Olmo en este diario, fue una irresponsabilidad basada en un juicio ético y cívico erróneo de las hermanas del Rey. La supuesta explicación posterior de por qué accedieron a ser inmunizadas empeora su conducta porque la aspiración –lógica– de disponer de un pasaporte sanitario para poder visitar a su padre es la de millones de españoles que quisieran hacer lo propio con los suyos y para poder lograrlo esperan, como lo hace el rey Felipe, la Reina y sus hijas, a que les llegue el turno conforme a las franjas de edad y circunstancias de vulnerabilidad que han establecido las autoridades sanitarias.

Salvo alguna disculpa extravagante, el comportamiento de las infantas ha sido criticado con mayor o menor acritud pero con un énfasis parecido. Por lo general, se entiende esta actitud de Elena y Cristina de Borbón y Grecia como la imposibilidad de recuperar para la ejemplaridad no solo al Rey emérito –la percepción sobre él puede paliarse pero no ya arreglarse–, sino también a sus dos hijas que, cada una de ellas de distinta manera y en diferente intensidad, han demostrado no estar cualificadas para asumir la responsabilidad que les corresponde, no ya como miembros de la familia del Rey, sino como personas que por mandato del artículo 57 de la Constitución se sitúan en el orden de sucesión a la Corona.

Esta es la cuestión. Las dos no forman parte de la familia real desde la proclamación ante las Cortes Generales de su hermano, Felipe VI, como rey de España. Pero son titulares de derechos dinásticos y esta circunstancia les debiera haber comprometido desde que tuvieron uso de razón a mantener unas actitudes, públicas y privadas, de máxima dignidad. En el caso de la infanta Cristina, son la altivez y la soberbia las que parecen impedirle renunciar a ese puesto –simbólico dadas las circunstancias pero de naturaleza constitucional– en el turno de sucesión. Lo dejó demostrado cabalmente durante los avatares del caso Nòos. En lo que hace a la infanta Elena, su desavisado ir y venir, su falta de discreción y sus escasas dotes para mantener a sus hijos –también en el orden sucesorio– al margen de polémicas poco edificantes la remiten a la ciudadanía común como el lugar más propio para su manera de ser y de estar en la sociedad española.

Las infantas no se llevan con Felipe VI. Porque ni entienden ni soportan las exigencias de que el jefe del Estado se impone e impone a su entorno, ni comprenden que sus decisiones respecto a su padre las requieren la decencia de la institución monárquica y el respeto a la sociedad española. Todo el que ellas no profesan a la ciudadanía desde hace ya muchos años. Las infantas, al parecer, quieren disfrutar del apellido y de la posición social que ostentarlo les granjea, pero sin asumir ningún peaje por ello. Y, sin embargo, deben hacerlo. Un peaje muy sencillo, muy elemental: si quieren ser ciudadanas de a pie, que lo sean, pero que renuncien a los derechos dinásticos y se desvinculen así de la Corona a todos los efectos.

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La sucesión está asegurada en la Princesa de Asturias y, eventualmente, en su hermana la infanta Sofía, así que ellas estorban en la labor de saneamiento que está llevando a efecto don Felipe. No debiera hacer falta que su hermano les requiriese esa renuncia. Tendría que salir de ellas la iniciativa para que sus comportamientos dejen de importunar al Rey y de indignar a los ciudadanos. ¿Es mucho pedir a las infantas, en estos momentos tan cruciales, que reparen sus trayectorias con una renuncia a los derechos dinásticos? No lo parece. Y si ellas no están por la labor –que no lo están– sería el propio Rey el que, muy comprensiblemente, se lo demandase sin perjuicio de que en una monarquía parlamentaria, el presidente del Gobierno pudiera, con la reserva adecuada pero con la contundencia necesaria, exigirles también esa renuncia.

El apartamiento de las infantas de la institución de la Corona mediante su renuncia a los derechos dinásticos es cuestión de tiempo. Pero ha de producirse antes de que termine este año que será el de la catarsis que está impulsando Felipe VI, con la colaboración de la presidencia del Gobierno, para así garantizar la integridad indefinida de la forma monárquica parlamentaria del Estado español, conforme establece el artículo 1.3 de la Constitución. Ni los desafortunados últimos años de Juan Carlos I ni las pulsiones descaradamente irresponsables de las infantas deberían frustrar los esfuerzos del Rey. Que vivan en paz ambas, que hagan lo que quieran, pero que no estén presentes en el orden sucesorio. La visibilidad de la monarquía tiene dos referentes: el Rey y la Princesa de Asturias, la heredera. En la familia real y en la familia del Rey todo lo demás es acompañamiento que si no es digno debe ser rápidamente apartado. Las monarquías crecen y permanecen como los árboles antañones: con la poda.

No hace falta abundar en las razones que explican que la vacunación en Abu Dabi de las infantas, Elena y Cristina de Borbón, desvelada por José María Olmo en este diario, fue una irresponsabilidad basada en un juicio ético y cívico erróneo de las hermanas del Rey. La supuesta explicación posterior de por qué accedieron a ser inmunizadas empeora su conducta porque la aspiración –lógica– de disponer de un pasaporte sanitario para poder visitar a su padre es la de millones de españoles que quisieran hacer lo propio con los suyos y para poder lograrlo esperan, como lo hace el rey Felipe, la Reina y sus hijas, a que les llegue el turno conforme a las franjas de edad y circunstancias de vulnerabilidad que han establecido las autoridades sanitarias.

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