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El paradigma de Isabel II: una reina entre la referencia y la decadencia
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José Antonio Zarzalejos

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El paradigma de Isabel II: una reina entre la referencia y la decadencia

La reina fallecida encarnó a la perfección el poder moderador que se tradujo en la teoría de la monarquía británica desde la era victoriana: ser consultada, exhortar y prevenir. Su muerte es un parteaguas histórico

Foto: La reina Isabel II, durante un acto de la Real Academia de Arte Dramático de Londres, en 1964. (Getty/Express/Terry Disney)
La reina Isabel II, durante un acto de la Real Academia de Arte Dramático de Londres, en 1964. (Getty/Express/Terry Disney)
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La muerte de la reina Isabel II cierra un extenso capítulo de la historia del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte —70 años— a lo largo del cual esta dama digna y consciente de su alta responsabilidad institucional administró la decadencia progresiva, lenta, pero implacable, de los restos del Imperio británico. Inmediatamente después del fallecimiento de su padre el 6 de febrero 1952 y de su coronación el 2 de junio de 1953, se enfrentó a una etapa histórica poscolonial en la que manejó con una extraordinaria dignidad la desagregación de naciones de la metrópolis. Que haya logrado mantenerse —simbólicamente— como jefa del Estado de grandes potencias como Canadá, Australia o Nueva Zelanda y haya encabezado la cada vez más mermada Mancomunidad de Naciones, habla a las claras de su sentido político institucional, de su patriotismo correctamente entendido y del servicio a su país, al que ha mantenido en la liturgia de las pasadas glorias.

[La vida de la monarca, en imágenes]

Su fallecimiento coincide con una profunda crisis de identidad de los británicos que, además de compartir las penurias económicas de los demás países europeos, registra una grave erosión de su sistema bipartidista y unas tensiones centrífugas que la reina, con el ejercicio integrador de su magistratura, ha sabido contener. El referéndum de independencia de Escocia (2014) y la eventual y amenazante segregación de Irlanda del Norte penden sobre la unidad de naciones que es el Reino Unido, al que Inglaterra, el territorio más rico, extenso y poblado, rescató desastrosamente para los peores tópicos aislacionistas con el referéndum del Brexit en 2016. Nada pudo hacer Isabel II por evitarlo y, lo más significativo, nadie ha podido publicar con marchamo de veracidad qué opinaba la soberana de esa regresión para el conjunto de la unidad europea.

Foto: La reina Isabel II, durante una ceremonia en 2014. (Getty/WPA Pool/Stefan Wermuth)
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Cabeza de la Iglesia anglicana de Inglaterra, más reina que madre, más soberana que esposa, Isabel II ha sido un dechado de serenidad que ha debido representar a un país que vive indigestado de tradiciones, muchas poco útiles, y que la ha venerado porque sintetizaba todo aquello que le ha ido faltando a la sociedad británica. En cierto modo, la reina ha sido el desiderátum de la ciudadanía británica, que se rinde siempre antes a la estética que a la ética, reconociendo en Isabel II a la síntesis perfecta entre la una y la otra.

Al situarse en el fiel de la balanza, ha sido el modelo de monarquía parlamentaria sin Constitución escrita. En ella y en el Parlamento de Westminster han residido la soberanía de las naciones británicas, que ahora encarnará su hijo Carlos, al que sin duda ha señalado como su sucesor —lo era por la primogenitura, pero cabían dudas— al conferir a su segunda esposa, la duquesa de Cornualles, la condición de reina consorte. No habrá saltos generacionales ni abdicaciones por razones de edad. Ni siquiera de salud, como ella ha acreditado hasta su expiración. Incluso en el final, Isabel II ha mantenido la disciplina dinástica: por ajado que se presente ante la opinión pública el príncipe de Gales, debe reinar para que lo haga después el deseado príncipe Williams. Harold Macmillan, primer ministro entre 1957 y 1963, escribió que la "tradición no significa que los vivos estén muertos, significa que los muertos viven". En esa ideación de la continuidad ha arraigado la monarquía de los Windsor.

La reina que no estaba llamada al trono —y que lo fue por la abdicación de su banal tío Eduardo VIII, que renunció en 1936 para casarse con la divorciada Wallis Simpson— ha tenido que comprobar cómo la familia real —sus hijos y sus nietos— ha sido fuente de problemas constantes hasta signar con el apelativo de "horribles" algunos años verdaderamente desastrosos: divorcios, muertes, acusaciones infamantes… Pero que ella ha sabido sortear con una actitud mucho más humilde y receptiva de lo que se pudiera sospechar y con la urdimbre de una suerte de vinculación cómplice con las capas populares británicas. Y haciendo un uso discreto de su considerable fortuna que, de forma pausada pero no renuente, ha ido sometiéndose a la Hacienda pública.

Foto: La reina Isabel II. (EFE/EPA/Andy Rain)

Isabel II se ha comportado como el muro de contención del derrumbe del Reino Unido, que se ha ralentizado por la estabilidad que la Corona ha dado al país, por el prestigio que ella y su gestión de la jefatura del Estado han proyectado en la comunidad internacional y por el escrupuloso respeto al carácter parlamentario de su condición soberana. La reina fallecida ha sabido encarnar ese modelo de monarca que el gran teórico de la Corona en aquel país, Walter Bagehot, plasmó en su obra maestra 'La Constitución inglesa' (1867) en la que definió lo que a un rey le correspondía: "Ser consultado, exhortar y prevenir". Isabel de Windsor lo ha hecho con 14 primeros ministros de distinto color político, convirtiéndose así en la referencia de monarquías parlamentarias como formas contemporáneas de Estado democrático.

La desaparición de Isabel II es un parteaguas histórico. Para su país, para Europa en su conjunto, para la comunidad de naciones que ella encabezaba y que, probablemente, tenderán a la dispersión desde la actual mancomunidad y para todas las monarquías constitucionales y parlamentarias occidentales que, de una forma u otra, han tomado préstamos de usos, actitudes y ejemplos del reinado de esta extraordinaria mujer.

Tan extraordinaria como la reina Victoria, su tatarabuela, primera emperatriz de la India, que se mantuvo en el trono, sucediendo también a su tío paterno, Guillermo IV, desde junio de 1837 hasta su fallecimiento en 1901. Aquella fue la 'época victoriana' —algo más de 63 años— y la que la acaba de terminar ha sido, sin duda, la que la historia enunciará como 'época isabelina'. Los fines de era invitan a la nostalgia propia de la orfandad cuando el deceso es el de una personalidad que formaba parte del paisaje simbólico y emocional de los británicos, pero también de todos los europeos.

La muerte de la reina Isabel II cierra un extenso capítulo de la historia del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte —70 años— a lo largo del cual esta dama digna y consciente de su alta responsabilidad institucional administró la decadencia progresiva, lenta, pero implacable, de los restos del Imperio británico. Inmediatamente después del fallecimiento de su padre el 6 de febrero 1952 y de su coronación el 2 de junio de 1953, se enfrentó a una etapa histórica poscolonial en la que manejó con una extraordinaria dignidad la desagregación de naciones de la metrópolis. Que haya logrado mantenerse —simbólicamente— como jefa del Estado de grandes potencias como Canadá, Australia o Nueva Zelanda y haya encabezado la cada vez más mermada Mancomunidad de Naciones, habla a las claras de su sentido político institucional, de su patriotismo correctamente entendido y del servicio a su país, al que ha mantenido en la liturgia de las pasadas glorias.

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