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El 'hombre-masa' en Mestalla (cristianos, moros y judíos)
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José Antonio Zarzalejos

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El 'hombre-masa' en Mestalla (cristianos, moros y judíos)

No podemos ser racistas porque los españoles somos un cruce de godos, visigodos, judíos y musulmanes. Somos mestizos. Pero cuando se producen las orteguianas 'aglomeraciones' sale lo peor

Foto: Vinícius Júnior durante el partido ante el Valencia en Mestalla. (EFE/Kai Forsterling)
Vinícius Júnior durante el partido ante el Valencia en Mestalla. (EFE/Kai Forsterling)
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Las expresiones y comportamientos racistas e injuriosos de ciertos colectivos de aficionados al fútbol, en España y fuera de ella, responden a la lógica de las actitudes de los llamados hombre-masa que con tanta perspicacia definió José Ortega y Gasset en su gran ensayo La rebelión de las masas publicado en 1930 y que conserva íntegramente su vigencia. Por alguna razón, el filósofo madrileño tituló el primer capítulo de su obra (páginas 375 y siguientes del IV tomo de sus obras completas, editadas por Taurus) El hecho de las aglomeraciones, las masas que por definición ni deben ni pueden dirigir su propia existencia. Porque el hombre-masa carece de una identidad propia y se mimetiza en los sentimientos más reptantes del colectivo que, en el anonimato, se deja llevar por los peores instintos.

El fútbol es uno de los pocos reductos de las aglomeraciones a las que se refería Ortega y que son opuestas a las minorías egregias. Los hooligans y los tifosi —británicos aquellos e italianos estos— son dos corrientes consistentes con manifestaciones vandálicas en los estadios y fuera de ellos. Eclosionaron en el final del siglo pasado, pero dejaron una cultura bárbara que no cabe, por inaceptable, en otras áreas de la convivencia pero que goza de una extraña permisividad y hasta comprensión en latitudes democráticas. Se entiende que la fogosidad emocional del tifo (hinchada) o del hooligan (militante pendenciero de un club de fútbol) es explicable. A fin de cuentas, como se mantiene en la sociología menor que justifica esta patología, los estadios de fútbol son la manera actual de sustituir el circo de la Roma imperial y es un aliviadero de tensiones sociales. Todo eso es una mierda argumental que dirigentes de la cosa e intereses inconfesables se encargan de alimentar con propósitos muy diversos pero todos ellos deleznables.

Los españoles somos un cruce de godos, visigodos, judíos y musulmanes, con una fuerte romanización hasta el siglo VII

En la aglomeración orteguiana el individuo se diluye en el conjunto y pierde su identidad en favor de un anonimato colectivo que desemboca en una imitación a los caudillitos de graderío. Incorporarse al grito, el denuesto y la injuria con una cierta garantía de impunidad invita a la vandalización del partido de turno. Y eso estimula los malos instintos ante el diferente, tanto porque lo es en sus rasgos físicos, como porque, además, juega en el bando contrario. Así se explica, aquí y en Sebastopol, que episodios como el de Mestalla y el caso Vinícius sean comunes en otros campos de España y de la inmensa mayoría de los países en los que el fútbol se ha convertido más que en una afición, en una confesión y en un buen negocio para algunos.

Que este fenómeno del hombre-masa haya que manejarlo con terapias adecuadas —sancionándolo, pero, sobre todo, evitando las oportunidades para que se desenvuelva a sus anchas e impunemente— no ofrece ni la menor duda. Que en este tipo de sucesos se observan intereses torticeros, tampoco es discutible, así que la policía debe introducirse a fondo a través de sus servicios de información (infiltrarse, vamos) en esos movimientos que deberían ser desmantelados como las bandas de delincuentes. No solo estamos, pues, ante una expresión social puntual pero patológica, sino también criminógena y, en ocasiones, criminal.

El problema es general y en España no se distingue por presentar un diagnóstico más grave que en otros países. Lo que sucede es que si algo no es la sociedad española —y la excepción futbolera confirma la regla— es racista. Los españoles somos un cruce de godos, visigodos, judíos y musulmanes, con una fuerte romanización hasta el siglo VII. Andalucía y otras regiones cuentan con algunos crisoles emocionantes de las tres culturas y observar documentos de Maimón Maimónides, cordobés, en el Museo Nacional de Israel en Jerusalén, confirma que somos un pueblo mestizo.

El artículo 14 de la Constitución es el santo y seña de que hemos decidido no incurrir en los demonios de la supremacía racial o religiosa

La polémica de gran altura, e irresuelta, entre dos grandes historiadores —Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz— lo acredita. Según Castro (1885-1972) y a tenor de su obra más importante (España en su historia. Judíos, moros y cristianos) los españoles somos unos tipos cruzados y nos hemos construido a partir del año 711 con la invasión musulmana. Claudio Sánchez Albornoz (1893-1983), autor de España: Un enigma histórico, sostenía lo contrario, esto es, que el español de hoy viene de una puridad anterior al 711 y es la consecuencia de la romanización y que peleó con denuedo ante la dilución multicultural y multirracial posterior.

Esta diatriba apasionante desde el punto de vista académico lo que delata es que España ha sido (sigue siendo) un pasillo entre Europa y África y que, como descansillo de la trayectoria al norte y al sur, ha cuajado en la diversidad, así que mal podemos ser racistas con la generalización con la que algunos lo proclaman. No, no lo somos como sociedad y los que lo son no suman más aquí que en otros países, empezando por el de Vinícius, Brasil, en donde la población negra (55%) tiene que ser defendida de la blanca, razón por la que existe un ministerio de Igualdad Racial Federativa, específico para que no se produzca esta discriminación. El artículo 14 de la Constitución de 1978, es el santo y seña de que los españoles hemos decidido no incurrir en los demonios de la supremacía racial, o religiosa o cultural.

Si dejásemos en estos términos —sin politizarlos de forma banderiza, sino como problema común— el suceso de Mestalla y otras alevosías de similar factura, quizás podamos entender que las aglomeraciones de los hombres-masa son siempre peligrosas por su primitivismo y más aún cuando imitan a esos líderes de grada que incendian las pulsiones tribales de las que se siguen agresiones verbales y físicas. Se ha consentido demasiado —y utilizado— la pérdida de la racionalidad y de la ciudadanía ahogada en la masa aborregada.

Las expresiones y comportamientos racistas e injuriosos de ciertos colectivos de aficionados al fútbol, en España y fuera de ella, responden a la lógica de las actitudes de los llamados hombre-masa que con tanta perspicacia definió José Ortega y Gasset en su gran ensayo La rebelión de las masas publicado en 1930 y que conserva íntegramente su vigencia. Por alguna razón, el filósofo madrileño tituló el primer capítulo de su obra (páginas 375 y siguientes del IV tomo de sus obras completas, editadas por Taurus) El hecho de las aglomeraciones, las masas que por definición ni deben ni pueden dirigir su propia existencia. Porque el hombre-masa carece de una identidad propia y se mimetiza en los sentimientos más reptantes del colectivo que, en el anonimato, se deja llevar por los peores instintos.

Vinicius Junior Racismo
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