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La peor y más bochornosa campaña de la democracia
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José Antonio Zarzalejos

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La peor y más bochornosa campaña de la democracia

Los que hemos vivido todas las campañas electorales desde 1979 —esta, la decimoquinta— es muy posible que no recordemos una como la que ya boquea. Además de bronca, ha sido confusa y basada en la desigual torpeza ética de los candidatos

Foto: Pedro Sánchez, durante el acto en San Sebastián por el cual se ausentó de la cumbre UE-Celac en Bruselas. (EFE/Juan Herrero)
Pedro Sánchez, durante el acto en San Sebastián por el cual se ausentó de la cumbre UE-Celac en Bruselas. (EFE/Juan Herrero)
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Refugiarse en los indecisos es un recurso analítico que, en realidad, encubre la duda sobre la certeza de los resultados y ampara la prudencia de los predictores. Es más posible que, en 72 horas, la mayoría de los electores vote por evitar que Pedro Sánchez pueda gobernar para darle a Feijóo la posibilidad de hacerlo. Veremos si con holgura o sin ella. Veremos si solo o en compañía de otros. Ocurre con frecuencia que los fines de época en la historia se consuman más con un fracaso que con un éxito.

Se ha impuesto el marco mental que establece que el secretario general del PSOE forma parte del problema de España y no de la solución. Y que, por lo tanto, es prioritario que el candidato del PSOE fracase y, como consecuencia, que el del PP triunfe. El domingo, que nadie se engañe, se dirime mucho más desahuciar al primero de la Moncloa que alquilársela al segundo. Por eso la batalla electoral está siendo insomne, omnívora, y en la que tantos y tantas están perdiendo lo que nunca debe extraviarse: la autoestima y la vergüenza. En definitiva, la reputación.

La peor campaña de la democracia

Los que hemos vivido todas las campañas electorales desde 1979 —esta ya la decimoquinta— es muy posible que no recordemos una como la que está boqueando. Además de bronca, ha sido confusa y basada en la desigual torpeza ética de los dos candidatos. Descontada la del socialista, que ha reivindicado sus mentiras describiéndolas como cambios de opinión y, así, empeorándolas, los deslices del popular, tildados caritativamente de inexactitudes, han creado un caldo de cultivo para que varios medios, extrañamente comprometidos con la suerte de una de las opciones en disputa antes que con su deontología profesional, se hayan enfangado en un cruce de invectivas en defensa y ataque de los contendientes como si algunos de sus profesionales formasen parte de la guarnición de zapadores de Ferraz o de Génova.

Son necesarios el rigor en los datos, el respeto a los ciudadanos y una disposición personal a la rectificación en caso de error o de omisión

La verdad y la mentira son relativas, no categorías absolutas, pero para acercarse a la primera y tratar de evitar la segunda son necesarios el rigor en los datos, el respeto a los ciudadanos y una disposición personal a la rectificación en caso de error o de omisión. Especialmente cuando unos y otros plantean en el terreno de la probidad la argumentación clave para la reclamación del voto de los ciudadanos. Si pésima ha sido la campaña del PSOE y de su candidato, dada su indefendible gestión, mala ha sido la del PP y del suyo, combatiendo con creatividad arbitraria de la realidad (incremento de las pensiones y archivo judicial de la causa Pegasus) las rectificaciones del oponente.

Cierto que el terreno lo ha embarrado una gestión gubernamental embridada por los peores compañeros de viaje para la estabilidad del Estado y de sus instituciones, pero, por eso mismo, la oportunidad del PP de volar alto se ha desaprovechado por un exceso de ansiedad ante el evidente derrumbe de la izquierda. A mayor abundamiento, el tirón de los extremos —Vox y Sumar— ha sido tan condicionante de la centralidad de los discursos que la papeleta de cientos de miles de electores, quizá de millones, se decantará por el mal menor en vez de por un proyecto sugestivo y prometedor para los próximos años.

Liberar a Sánchez de Sánchez

No obstante, para el propio presidente del Gobierno su fracaso sería reparador (Sánchez se libera de Sánchez), porque en la hipótesis de que pudiese intentar una investidura tratando de repetir la mayoría de la anterior legislatura — no tiene otra alternativa—, el precio que le exigirían sus potenciales aliados sería desastroso para la nación, porque conllevaría la precarización de la unidad territorial de España, que es el esencial fundamento constitucional, y alteraría la estabilidad política y la seguridad jurídica. El coste de su eventual apoyo lo anunciaron en comandita Junqueras, Otegi y Rufián el pasado lunes en Barcelona.

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Es muy posible que, incluso para Sánchez, la contrapartida fuese tan leonina que la hiciese rechazable, pero visto lo visto (mesa de diálogo, indultos, despenalización de la sedición, relación con el abertzalismo radical), nadie pondría la mano en el fuego por la entereza del todavía jefe del Gobierno ante la tentación de seguir en el poder. Flaquearía y, por eso, de lo que va el 23-J es de apartarle de cualquier tentación promiscua con los separatistas y la izquierda populista.

Yolanda y Santiago, el anacronismo radical

Por lo demás, el fracaso es también liberador para el populismo a la izquierda del PSOE. Yolanda Díaz —que ya en los últimos compases de la campaña se ha quitado la careta y ha recurrido a las herramientas menos estilosas contra Feijóo y el PP, ella que pretende representar el falso glamur progresista— ha montado un artefacto que es tan precario, tan artificial e inconsistente que colapsaría a las primeras de cambio si fuese uno de los mimbres de la cesta de una nueva coalición.

La gallega ya sabe, y su crispación lo demuestra, que, con 15 ingredientes, y además territoriales e identitarios, la cohesión de Sumar durará lo que un caramelo a la puerta de un colegio. Un fracaso, si no fuera una debacle, la mantendría en la política de la estética que a ella le gusta, que consiste en emboscarse en la carantoña y en esa sonrisa constante, que es una mueca, para mullir su radicalismo. Se ajusta así al protocolo que dicta el manual del comunista de la tercera década del siglo XXI para tener algún sentido en la contemporaneidad cuando la nutrición ideológica viene del anacrónico Manifiesto de su referente: Karl Marx.

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El programa de Vox, en el otro extremo del espectro, es un compendio de dogmatismos, además de inviables jurídica y políticamente, instalados al margen de la realidad española. Conectan, eso sí, con las corrientes más integristas de las derechas radicales europeas, pero el nuestro es un país que se ha distinguido por ir con el paso cambiado respecto del que marcan las tendencias del continente. Nuestra historia reciente lo explica.

El partido de Abascal es reactivo a los estímulos de la desquiciada política del Gobierno de Sánchez y del protagonismo irritante de los republicanos catalanes y de los abertzales filoetarras de Bildu. Recoger el malestar y utilizarlo como ariete es una estrategia tan obvia como, seguramente, transitoria. Vox es un termómetro del estado febril de un sector social, pero no aporta soluciones para paliarlo, sino para elevar los grados de la temperatura ambiental. Si su concurso es necesario para formar un Gobierno alternativo al actual, el Partido Popular ha de establecer sacramentalmente sus líneas rojas y verificar la vigencia de sus principios no negociables.

Los separatistas: mejor ir de víctimas

Lo que más temen los secesionistas y nacionalistas vascos y catalanes es que un presidente del Gobierno les conceda lo que piden. Porque entonces tendrían que cumplir con su programa de máximos y les ocurriría en Cataluña y en el País Vasco lo que a sus homólogos en Quebec o en Escocia: que, a la hora de la verdad, los separatismos son divisivos para sus propias sociedades, que su hegemonía se mantiene en la resistencia y en la reclamación victimista y que fuera del ecosistema de la épica emotiva, fracasan. Cada vez que lo han intentado, han puesto en aprietos al Estado, pero, al final, el sistema les ha quebrado todas las tentativas. Aquí, en el Reino Unido y en Canadá. Tipos aventados como Puigdemont salen en la historia de ciento en viento.

Foto: Otegi, Junqueras y Rufián. (EFE/Javier Zorrilla)

ERC, Bildu y el PNV son perfectamente conscientes de que su propia existencia depende de practicar las políticas que saben: a la contra, porque si las hacen propositivas no tienen futuro. Para el cuarteto vasco-catalán (sumen a Junts), trae más cuenta la “efervescencia” nacionalista que ha anunciado Aitor Esteban ante un Gobierno de las derechas —una especie de advertencia chantajista— que una eventual posibilidad de hacer realidad sus sueños más húmedos. El independentismo en las periferias vasca y catalana es impostado, una coartada para subsistir y un despropósito inviable. Y lo saben.

La derecha, para hacer el ajuste

En el instinto colectivo, y como vienen curvas económicas, tal y como advirtió el sabio Manuel Pizarro en Punto Ciego, el pódcast publicado el pasado lunes, que ya acertó a prevenirnos de la crisis de 2008 ante un Solbes negacionista y un Zapatero obtuso, los electores siempre se han comportado de la misma manera: encomendándole a la derecha el ajuste. Los pueblos, como las personas, tienen un alma colectiva e instintos comunitarios y, entre ellos, el de supervivencia, así respecto de los principios (la unidad nacional, la monarquía parlamentaria) como respecto de las necesidades materiales.

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La Unión Europea volverá por sus fueros: las reglas fiscales. O sea, ajuste del déficit, reducción de la deuda pública y cumplimiento estricto de las condiciones para la recepción del resto de los fondos extraordinarios para remontar los estragos de la pandemia. Esos objetivos, que España incumple palmariamente, van a ser exigencias a un posible Gobierno del PP al que los electores atribuyen históricamente una suerte de resiliencia ante las crisis de la que carece la izquierda. Y es que el reemplazo en el poder está prescrito por razones casi inconscientes, pero que actúan sobre el electorado como la ley de la gravedad. Feijóo tendrá que manejar la escasez tras los dispendios de Sánchez, algunos de ellos tan irrazonables como mal ejecutados. Corramos, en fin, un tupido velo (de momento) sobre el papelón del presidente del Gobierno como anfitrión de la cumbre UE-Celac en Bruselas. Se aseguró que la campaña no incidiría, para mal, en la presidencia de turno española del Consejo de Ministros de la Unión. Tampoco esa promesa se ha cumplido.

El error Zapatero

La irrupción de Zapatero en la campaña de Sánchez fue el peor de los síntomas para el PSOE. No ha tenido nunca el socialismo —Sánchez pertenece a otra estirpe de políticos— a un dirigente menos solvente, más banal y mayormente desprestigiado que el leonés. Se explica el porqué de su presencia mitinera: quiere reivindicarse de su fracaso sonoro al dejar la Moncloa por la puerta de atrás (aquel mayo de 2010 tan humillante, aquella reforma del artículo 135 de la Constitución por orden de la Unión Europea que le facilitó Rajoy en agosto de 2011) y mantener un cierto perfil de relevancia: que se hable de él, aunque sea mal.

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A veces, para sobrevivir hay que deambular como vocero de causa ajena, con intervenciones delirantes (¡qué digresión estupefaciente la suya en un mitin en el País Vasco aludiendo de forma inconexa al universo y la infinitud!) y, en ocasiones, haciendo buena la teoría del tonto útil, expresión de calado político que acuñó el leninismo. La Alianza de Civilizaciones, el Grupo de Puebla, el lobby internacional (¿Marruecos?), colaboradores de antaño (en medios de comunicación y en consultoría-lobby) que hogaño prestan servicios directa o indirectamente a la presidencia del Gobierno, explican los motivos de la sobreexposición de ZP en esta campaña que va a ser, seguramente, su peor broche político, porque hace tándem con Sánchez de modo tal que, al final, las urnas pueden cobrarse dos trayectorias por el precio de una. Y no se olvidará el peor adanismo formulado por este expresidente ignaro: que él y su Gobierno acabaron con ETA. Hace falta ser cerrilmente sectario para mantener tal afirmación.

Voto por correo y mesas electorales

Hay consenso amplio de que el fracaso de Sánchez, una hipótesis plausible, aunque siempre dependiente del recuento del domingo, sería liberador especialmente para él y su cortejo de apoyos. El progresismo ensordecedor, inquisitorial, impositivo, moralista, cancelador y políticamente correcto ha tenido su tiempo y el devenir de las sociedades se comporta como los tramos de un libro secular e inacabable: por capítulos. El que representa Sánchez (las épocas en la ciencia política y en el constitucionalismo siempre se cuelgan en la percha de un nombre y unos apellidos, aquí y en Sebastopol) se somete al veredicto popular en un tórrido y vacacional mes de julio en el que el secretario general del PSOE ha estresado despóticamente al Estado y a la sociedad.

El progresismo ensordecedor, inquisitorial, impositivo, moralista, cancelador y políticamente correcto ha tenido su tiempo: por capítulos

Y a Correos, que, pese a sus ímprobos esfuerzos, no ha podido con una encomienda precipitada y, a la postre, materialmente imposible. La responsabilidad es del presidente, no de Correos, sino del Gobierno. El cabreo ciudadano por la fecha electoral se plasma, además, en la carrera en pelo para eludir la membresía en las mesas electorales. Es difícil acumular tantos errores como lo ha hecho Sánchez avariciosamente desde el 3 de abril pasado, cuando se convocaron mediante real decreto suscrito por el Rey las elecciones municipales y autonómicas.

Hemos de ser cautos, sin embargo, porque los heraldos del tremendismo amagan con la posibilidad de bombas atómicas con munición escandalosa que, pese a los desmentidos antinucleares, podrían cambiar el curso de los acontecimientos. Es improbable, pero no inverosímil, en atención a la lección bíblica de Sansón: morir matando. Mientras tanto, la mayoría espera, casi con angustia, que concluya este espectáculo tan bochornoso.

Refugiarse en los indecisos es un recurso analítico que, en realidad, encubre la duda sobre la certeza de los resultados y ampara la prudencia de los predictores. Es más posible que, en 72 horas, la mayoría de los electores vote por evitar que Pedro Sánchez pueda gobernar para darle a Feijóo la posibilidad de hacerlo. Veremos si con holgura o sin ella. Veremos si solo o en compañía de otros. Ocurre con frecuencia que los fines de época en la historia se consuman más con un fracaso que con un éxito.

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