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El Rey y la amnistía
No le compete al Rey —y no lo hará— emitir juicio de valor sobre la amnistía, ni sobre su adecuación a la Constitución, ni sobre su oportunidad. Firmará la ley porque así se lo ordena la Constitución
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Abandonen toda expectativa los que supongan, esperen o impulsen, con insidia o con ingenuidad, una decisión imprevista del jefe del Estado. El Rey cumplirá la Constitución. Felipe VI firmará la ley orgánica de amnistía porque el artículo 62 de la Carta Magna establece las diez funciones que le corresponden, siendo la primera de todas ellas "sancionar y promulgar las leyes". Y eso hará sin dudas ni vacilaciones, porque ni unas ni otras las alberga el jefe del Estado cuando se trata de atenerse a los mandatos constitucionales.
No le compete al Rey —y no lo hará— emitir juicio de valor sobre esa norma, ni sobre su adecuación a la Constitución, ni sobre su oportunidad. Estampará su firma sobre el texto que aprueben las Cortes Generales. Felipe VI no asume en ese acto debido ninguna responsabilidad porque, como reza el artículo 64 de la Constitución, "los actos del Rey serán refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes", añadiendo ese precepto que "de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden".
La Corona es una institución supra partes que no está incardinada en ninguno de los tres poderes del Estado y que los aúna de manera representativa y simbólica. El estatuto de la jefatura del Estado se contiene en la Constitución en general y, singularmente, en su Título II. Así que no hay discusión posible. Y no la hay, pese a que determinados y no mayoritarios sectores hayan propalado la especie de que el Rey puede y debe negarse a sancionar y promulgar una ley de amnistía. No, no puede y, por lo tanto, no debe. Y no lo hará, porque siquiera suponerlo es tanto como juguetear con la perversa intención de que la Corona se alzaría frente al mandato constitucional, lo que acarrearía la completa deslegitimación del sistema constitucional y su conclusión traumática. Si la Constitución zozobra, como lo está haciendo tras el Pacto de Bruselas y los suscritos por el PSOE con ERC, PNV y EH Bildu, no será por el Rey, sino a pesar del Rey.
Los responsables (y desleales) de la ley de amnistía son el presidente del Gobierno en funciones, su grupo parlamentario y la dirección del PSOE, los miembros de la Mesa del Congreso que la calificarán y admitirán a trámite, los grupos parlamentarios que presentarán la proposición y los diputados que la voten. Al Tribunal Constitucional corresponde, si es impugnada, dictar sentencia; al Tribunal Supremo, aplicarla respecto de los delitos que la norma establezca, sin perjuicio de su facultad constitucional de elevar una cuestión sobre su adecuación a la Constitución ante el TC. A los jueces que estén instruyendo procedimientos sobre hechos beneficiados por la amnistía les compete también dictar autos de sobreseimiento, oídas las partes personadas, aunque previamente pueden también elevar cuestión de inconstitucionalidad y dejar en suspenso las diligencias en trámite. Y al Tribunal de Cuentas archivar cualquier causa derivada de los hechos que queden amparados en la amnistía, al igual que la policía judicial detendrá las investigaciones en curso sobre conductas presuntamente delictivas conectadas típica y temporalmente con los hechos que queden beneficiados por la amnistía.
Esta futura ley desaira al Rey, por supuesto, que se manifestó, refrendado por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, mediante el discurso institucional del 3 de octubre de 2017. Ocurre que la disertación del jefe del Estado no fue una resolución judicial, ni un acto parlamentario o normativo. No revistió la naturaleza de ninguna de las decisiones que serán revisadas y deslegitimadas por la ley de amnistía. El discurso del Rey no puede ser alterado porque es un hecho histórico, un episodio factual que representó, por una parte, el ejercicio de su poder de reserva en defensa de la Constitución y, por otra, el del derecho de comunicación o mensaje que asiste siempre al jefe del Estado. Se le contradice, incluso se le desautoriza, pero no se le deslegitima porque esa intervención no fue decisora en ámbito alguno.
Lo que el partido cuyo máximo líder —el socialista— ha propiciado y lo que la mayoría del Congreso de los Diputados votará, ni puede ni debe evitarlo la Corona, que carece de poderes ejecutivos y ha de atenerse al perímetro estricto del espacio de funciones y competencias que le reserva la Constitución. Sobre el Rey no recae obligación de naturaleza alguna acerca de la decisión de las Cortes Generales, ni, ulteriormente, sobre las que adopten el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo y demás órganos jurisdiccionales, así como el Tribunal de Cuentas.
Cierto es que la amnistía no es inocua para nadie, ni lo es para la jefatura del Estado. Pero en el balance de daños institucionales, esa decisión normativa querida por Pedro Sánchez y el PSOE, el Rey es la instancia que está aludida de forma indirecta porque la amnistía tiene efectos jurídicos muy amplios, pero no sobre las circunstancias históricas. O, en otras palabras: la amnistía transforma la naturaleza ilegal de determinados comportamientos, pero no borra lo que sucedió ni cuál fue la respuesta que en aquel momento y en aquellas circunstancias el Rey consideró adecuado y pertinente manifestar. Por lo demás, resulta muy claro y terminante que la monarquía parlamentaria representa los valores compartidos de los ciudadanos, como se acreditó el pasado día 31 de octubre en el Congreso. La adhesión incondicional a la Constitución de 1978 implica cumplir con sus mandatos de manera disciplinada, aun en el supuesto, como el que concurre ahora, de que otras instancias no lo hagan e, incluso, atenten contra su letra y contra su espíritu. Serán ellos los culpables de lo que suceda, pero nunca el Rey.
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Abandonen toda expectativa los que supongan, esperen o impulsen, con insidia o con ingenuidad, una decisión imprevista del jefe del Estado. El Rey cumplirá la Constitución. Felipe VI firmará la ley orgánica de amnistía porque el artículo 62 de la Carta Magna establece las diez funciones que le corresponden, siendo la primera de todas ellas "sancionar y promulgar las leyes". Y eso hará sin dudas ni vacilaciones, porque ni unas ni otras las alberga el jefe del Estado cuando se trata de atenerse a los mandatos constitucionales.