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José Antonio Zarzalejos

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España como colonia

En España, el fervor destructivo es imperecedero y se manifiesta en el fracaso de su articulación territorial en todas las constituciones desde 1812. El secesionismo supremacista no trata de destruir la nación, sino de colonizarla para sus intereses

Foto: Foto: Europa Press/Alejandro Martínez Vélez.
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La historia del constitucionalismo español no es reconfortante. Más aún, es desgraciada. Y puede serlo mucho más si son muchas, y lo son, y perseverantes las fuerzas políticas decididas a erosionar la Constitución de 1978 con la ayuda impagable del PSOE y del Gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez y de algunas contradicciones graves de la derecha democrática y de derivas peligrosas de la radical.

Tantas cuantas veces el líder socialista y la presidenta del Congreso (como ayer, en otro discurso fuera de registro institucional) aseguran cumplir la Carta Magna, más evidente se hace que la infringen en su letra y/o en su espíritu. No hace falta justificar esta opinión por el deterioro institucional en el que estamos sumidos y que es tan obvio. Bastaría remitirse a los acuerdos explícitos con ERC, Junts y PNV y al implícito con EH Bildu, para cerciorarse de que con una mano se promete la Constitución ante el Rey y con la otra se perpetra contra ella una suerte de deslealtad que ya no es siquiera sutil: nada menos que un diplomático extranjero hace de mediador entre el PSOE y Puigdemont en un país extracomunitario e históricamente tan evocador de estos menesteres como Suiza.

Un siglo y seis constituciones

Esta Constitución lleva el camino de todas las anteriores desde la de 1812: caducar sin reforma alguna. Los grandes textos constitucionales son duraderos y las nuevas generaciones se vinculan efectiva y emocionalmente con ellos en la medida en que van recogiendo modificaciones que se producen sobre un marco general permanente: la soberanía y unidad nacionales, las libertades y los derechos básicos, la separación de poderes, la unidad territorial y el autogobierno de nacionalidades y regiones y la monarquía parlamentaria. La clave para la sostenibilidad constitucional no es el revisionismo sino el reformismo.

Los grandes textos constitucionales son duraderos y las nuevas generaciones se vinculan con ellos según van recogiendo modificaciones

Nuestro gran atraso democrático arranca de una carencia histórica de disrupción política y social en el siglo XVIII como se produjo en Estados Unidos con su Constitución de 1787 y en Francia con su Revolución en 1789. Ya escribió el insigne historiador Miguel Artola (Los afrancesados) que nuestro país había “perdido” la centuria en la que se fraguó la modernidad política.

Aquí, la larga Constitución de 1812 (384 artículos) tuvo una vigencia breve, hasta solo 1814, y dos reposiciones (una con el pronunciamiento de Riego en 1820, que abarcó el llamado trienio liberal, y otra, muy fugazmente, en 1836). Tras ella, se urdió el Estatuto Real de 1834 que rigió el país un triste bienio. Luego, la Constitución de 1837, a la que siguió la de 1845. Después del destronamiento de Isabel II (1868), el general Prim impulsó la de 1869, que planteó, y obtuvo entre 1871 y 1873, una monarquía electa que en febrero de ese año acabó con la renuncia por sí y por sus herederos del rey Amadeo de Saboya.

Salir el rey italiano hacia Portugal y proclamarse de mala manera la I República fue todo un mismo despropósito, a tal punto que el nuevo régimen de vocación federal no llegó a disponer de una Constitución sino de un proyecto tan interesante como inútil. En 1876 se aprobó la Constitución de la Restauración borbónica, que se creyó duradera, pero la dictadura militar de Primo de Rivera entre 1923 y 1930 la remitió al mismo lugar que todas las anteriores: al fracaso. Vino luego la de la II República (1931) y las leyes fundamentales de la dictadura, espantosa Guerra Civil mediante.

La cuestión nacional, irredenta

Esta, la de 1978, con 45 años de vigencia, se pensó que era la buena, la definitiva. Lleva camino, sin embargo, de seguir la pauta de todas las precedentes: expirar sin reforma. La clase dirigente, intelectual y cívicamente depauperada, atribuye a la rigidez de estas normas básicas su decaimiento genético inevitable. Es una mentira histórica: en España no es que las constituciones sean imperfectas y disfuncionales. Esa ha sido la coartada reiterativa y taimada de los políticos mediocres que han asolado nuestro país. Torpes antaño, torpes hogaño.

La cuestión nacional estaba resuelta razonablemente en la Constitución de 1978. Ya no

La razón del disenso ha sido recurrente: la irredenta cuestión nacional. Toda articulación territorial ha concluido en reyerta, incluso si nos remontamos a fechas anteriores al nacimiento de los nacionalismos vasco y catalán, que son excrecencias emocionales e historicismos mitológicos germinados al calor del fracaso del proyecto nacional español de finales de 1800. En España, el fervor destructivo es imperecedero y se manifiesta de la misma manera: la introspección identitaria, la reclamación del privilegio como medida de la diferencia y el abuso categórico de los rasgos sociales acotados territorialmente que, siendo respetables, se convierten en factores absolutos y justificantes de la segregación.

La cuestión nacional estaba resuelta razonablemente en la Constitución de 1978. Ya no. Porque hemos entrado en la fase destituyente, que no pretende la reforma sino la derogación. España, en términos nacionales, se encuentra en estado post mortem, porque no es verosímil que haya un pacto reformista. Se ha amortizado sin recambio la otrora vitalidad estatutaria autonómica, despreciada ante el valor totémico de las supuestas naciones políticas catalana y vasca que depredan a un socialismo que vuelve a fallar de manera sistémica a la España constitucional, sin que la derecha haya aprendido de la historia que solo se obtienen resultados diferentes haciendo y practicando políticas distintas.

El 'rigor mortis' del cuerpo nacional es de la responsabilidad de Sánchez y de su PSOE

Para ser justos, el rigor mortis del cuerpo nacional es de la responsabilidad de Sánchez y del PSOE que lidera. Porque siendo incoherente reclamarse constitucionalista y negarse al mandato de renovar el órgano de gobierno de los jueces, mucho más grave y definitivo es reescribir la historia, amnistiar por razones mercantiles a los delincuentes y negociar el futuro de la nación en el extranjero y de modo clandestino.

Lo que quiere el separatismo

Los separatistas, que están instalados en un supremacismo autorreferencial, quieren un Estado confederal que, en rigor, no es otra cosa que un tratado internacional con reserva de la soberanía de las partes (Suiza abandonó la confederación para ir al Estado federal, aunque mantiene por tradición histórica la denominación de Confederación Helvética), pero se ensañan con la nación para colonizarla. No hay un propósito de destruirla por completo, sino de convertirla en el hinterland de los intereses de los nacionalismos vasco y catalán. Un propósito de sometimiento. Hay que reparar en que tanto PNV y Bildu como ERC y Junts mantienen afanes expansionistas (una especie de Anschluss germánico) sobre Navarra, aquellos, y sobre la Comunidad Valenciana y Baleares, estos. En otras palabras: España les resultaría útil como mercado en todas sus variantes. Es la cosificación mercantil de la nación española. En eso están.

La historia del constitucionalismo español no es reconfortante. Más aún, es desgraciada. Y puede serlo mucho más si son muchas, y lo son, y perseverantes las fuerzas políticas decididas a erosionar la Constitución de 1978 con la ayuda impagable del PSOE y del Gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez y de algunas contradicciones graves de la derecha democrática y de derivas peligrosas de la radical.

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