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El anómalo caso de García Ortiz, un fiscal general en la picota
Un fiscal general del Estado que a las tres semanas de tomar posesión del cargo se ha enfangado en una crisis deontológica, profesional y política como la que se ha desatado esta semana presentaría su dimisión en cualquier país democrático
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, está profesional y políticamente calcinado. Ha demostrado que carece de las aptitudes más básicas para gestionar el ministerio fiscal, que su estatuto orgánico (Ley 50/1981 de 30 de diciembre) define como el órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el poder judicial, y "ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad" (artículo 2).
Haciendo uso de sus facultades, García Ortiz pudo dictar en su momento un decreto (artículo 26 del estatuto orgánico) por el que asignaba el informe de la Fiscalía sobre la admisión de la exposición razonada elevada a la Sala Segunda del Supremo por el magistrado Manuel García-Castellón, acerca de los indicios para investigar a Carles Puigdemont por presuntos delitos de terrorismo, a un fiscal de Sala. En vez de actuar de esa manera, dejó que el escrito se formalizase por reparto a un fiscal del Supremo, no de Sala y que aspira a serlo, Álvaro Redondo, conocidamente conservador, que en cuatro días (del 26 al 30 de enero) cambió de criterio.
El primer informe (fuera o no borrador) era favorable a que la Sala Segunda nombrase un instructor e investigase los indicios delictivos contra Carles Puigdemont, en tanto que el segundo llegaba a la conclusión contraria. Entre las dos fechas medió o una reflexión personal de Álvaro Redondo que dice poco de su consistencia técnica o una conversación persuasiva de contenido ignoto con el fiscal general del Estado, en absoluto partidario de investigar al expresidente de la Generalitat, en sintonía con el criterio del presidente del Gobierno, que el lunes declaró en La Sexta, enfáticamente, alzándose en juez y parte, que no era verosímil que los acontecimientos bajo la consideración del magistrado García-Castellón presentasen características terroristas.
Por otro lado, la Fiscalía General del Estado negó inicialmente y con temeridad la existencia de los dos escritos contradictorios y negó también que su autor hubiese informado del primero a Álvaro García Ortiz. La pregunta es inmediata: ¿por qué entonces visitó el fiscal Redondo a su superior jerárquico en momentos tan cruciales? La sospecha de intervención del fiscal general del Estado es espesa. E innecesaria, porque podía haber tirado de galones e imponer por decreto un dictamen que, tras la junta de fiscales de la Sala Segunda celebrado ayer, elaborará la teniente fiscal del Supremo y segunda en el mando del ministerio fiscal, María Ángeles Sánchez-Conde.
Han de advertirse tres extremos de la cuestión: 1) el fiscal general del Estado tiene la última palabra respecto del criterio de la Fiscalía acerca de la investigación a Carles Puigdemont porque el mayoritario de los fiscales de la sección reunida ayer no lo vincula y es seguro que el Gobierno le reclamará oficiosamente que no flaquee para no excitar los ánimos de los secesionistas bajo el mando del prófugo, 2) para la Sala de admisión del Supremo —integrada por cinco magistrados— no es vinculante el criterio de la Fiscalía, sea favorable o no a investigar al expresidente de la Generalitat y 3) será de importancia definitiva la propuesta que haga el ponente, el magistrado de la Sala Segunda Juan Ramón Berdugo, que deberá estudiar, además de la exposición razonada del juez García-Castellón, el informe definitivo de la Fiscalía.
La posición en la que queda Álvaro García Ortiz es prácticamente imposible. Porque si, finalmente, se impone el criterio de los fiscales del Supremo y así lo recoge en el escrito final María Ángeles Sánchez-Conde, será la primera vez en mucho tiempo que en un cuerpo tan jerárquico como el ministerio fiscal los fiscales se imponen al general del Estado. Y si desafía a la amplia mayoría de fiscales que consideran que Carles Puigdemont debe ser investigado, Álvaro García Ortiz habrá perdido —si eso fuera ya posible— la autoridad moral en el ejercicio de la jerarquía que ostenta.
El problema para el fiscal general es que llueve sobre mojado. Ha sido declarado no idóneo para el cargo por el Consejo General del Poder Judicial (de lo que no hay precedentes), la Sala Tercera del Supremo ha concluido que en el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de Sala de lo Militar incurrió en desviación de poder (utilizar facultades para fines distintos de los queridos por el ordenamiento jurídico), se ha enfrentado al Senado negándose a emitir informe no vinculante sobre la proposición de ley de amnistía que le solicitó la Cámara Alta, y, entre otros episodios críticos más, ha rehusado cumplir el estatuto orgánico (artículo 2 y 3) que regula sus competencias y funciones y no ha denunciado los ataques a la independencia de los jueces y tribunales (insultados en el Congreso de los Diputados) ni ha defendido la integridad de la función jurisdiccional.
Por si fuera poco, en el informe de la Unión Europea sobre el Estado de derecho en España (julio de 2023), se incluye, lo mismo que años anteriores, una recomendación para “reforzar el estatuto del fiscal general, en particular en lo que respecta a la disociación temporal de los mandatos del fiscal general del Estado y del Gobierno, teniendo en cuenta las normas europeas sobre independencia y autonomía del ministerio fiscal”. Precisamente mañana, jueves, un grupo de trabajo de 14 europarlamentarios va a examinar si el Estado español atiende o no las recomendaciones para garantizar la debida separación de poderes y la auténtica autonomía del ministerio fiscal. En nuestro país, el fiscal general del Estado lo nombra el Consejo de Ministros (formalmente el Rey), la designación se somete a trámites no vinculantes de idoneidad —la Comisión de Justicia del Congreso y el Consejo General del Poder Judicial— y cesa cuando lo hace el Ejecutivo y por causas tasadas, entre ellas, la renuncia al cargo (artículo 31 del estatuto orgánico).
El presidente del Gobierno se jactó en noviembre de 2019 en una entrevista en RNE de que la Fiscalía dependía del Gobierno, lo que desmintió en El Confidencial Álvaro García Ortiz el 2 de abril del pasado año (“La Fiscalía depende del fiscal general del Estado, no del Gobierno”). Los hechos, sin embargo, le están desmintiendo porque su alineamiento con el Gabinete de Sánchez resulta obvio y, en la misma medida, el enfrentamiento con una amplia mayoría de los fiscales de Sala del Supremo —el generalato de la carrera— que entiende como “sectaria” e “incompetente” su gestión. De lo que podría deducirse, con escaso margen de duda, que García Ortiz tratará por todos los medios de buscar una tercera vía en el informe que debe elaborar Sánchez-Conde, fiscal de su estricta confianza. Pero sea cual fuere el final de este episodio, resulta indiscutible que la amnistía en la que se ha empeñado Pedro Sánchez para pagar su investidura está destruyendo la institucionalización constitucional, atacando la independencia judicial con sus propias declaraciones y utilizando al ministerio fiscal para fines de partido.
Un fiscal general del Estado que a las tres semanas de tomar posesión del cargo —lo hizo ante el pleno del Supremo el 24 de enero pasado— se ha enfangado en una crisis deontológica, profesional y política como la que se ha desatado esta semana presentaría su dimisión en cualquier país democrático. No será así en el nuestro, porque el perfilado de la autocracia es cada día más intenso. Álvaro García Ortiz es, por eso, colaborador necesario de Sánchez y, a la vez, víctima de su ambición. Está ya en la picota, irreversiblemente.
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, está profesional y políticamente calcinado. Ha demostrado que carece de las aptitudes más básicas para gestionar el ministerio fiscal, que su estatuto orgánico (Ley 50/1981 de 30 de diciembre) define como el órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el poder judicial, y "ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad" (artículo 2).
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