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La peligrosa ebriedad de la derecha
El reto para el PP es aumentar su presencia en Vitoria y Barcelona y superar al PSOE el 9 de junio, plantándose en Bruselas con más de un tercio de los 61 escaños que corresponden a España. Galicia ha sido indicativa, pero no prescriptiva
Las elecciones gallegas han sido indicativas, pero no prescriptivas. Indican que el PP es un partido arraigado en Galicia, que su electorado es de una extraordinaria fidelidad, que allí la Xunta, presidida por los populares durante tantos años, ha desarrollado gestiones que han satisfecho las expectativas de una mayoría, incluidas las políticas identitarias (lingüísticas y culturales) y que la organización de la formación ha consolidado una red de adhesiones, tanto rurales como urbanas, casi indestructible. La apuesta por liderazgos consistentes —desde Manuel Fraga a Alberto Núñez Feijóo— ha sido, también, clave para lograr una intensa empatía del PP con la idiosincrasia gallega.
El 18-F fue, igualmente, indicativo de que el PSOE de Sánchez se ha descalabrado porque su estrategia estructural no pasa por la vocación mayoritaria del socialismo sino por la abdicación en favor de sus socios nacionalistas e independentistas de los territorios en los que estos disponen de condiciones actuales e históricas para medrar. De modo que el Gobierno de España adquiere con el PSOE actual una distinta dimensión: sacrifica al partido allí donde, después de hacerlo, se le paga en poder estatal para que desde Madrid se ahonde en un nuevo modelo claramente confederal. El BNG se ha convertido en el interlocutor de la bilateralidad de Sánchez con Galicia. Más grave resulta aún para Yolanda Díaz y su constructo denominado Sumar. Impugnando el significado de su marca, esta agrupación de organizaciones amalgamada por el comunismo posmoderno, resta efectivos electorales porque resulta especialmente anacrónica, vacía y solo útil para labores subalternas a mayor gloria del liderazgo de Sánchez.
Las elecciones gallegas, sin embargo, no son prescriptivas, o, en otras palabras, no son determinantes de una tendencia general consolidada. Por varias razones. La primera porque el voto allí es dual como en las otras dos comunidades autónomas históricas (léase el post scriptum de este texto, una nota documentada al respecto del sociólogo Ignacio Urquizu); la segunda, porque Galicia es al PP lo que Baviera a los socialcristianos alemanes, un feudo inexpugnable por la emulsión del partido con el territorio (de ahí que hubiese sido catastrófico para el PP y Feijóo no haber logrado la mayoría absoluta), y la tercera, porque nunca aquella comunidad ha establecido una normatividad en la conducta colectiva electoral de los españoles. Por ese carácter indicativo —importante, pero no prescriptivo—, la derecha democrática, sus dirigentes y los apoyos de distinta naturaleza alineados con ese sector ideológico han de medir correctamente el alcance general de los resultados del pasado domingo. Mecerse en la confianza de que ha comenzado el principio del fin de Sánchez es de un optimismo excesivo.
Si en el 18-F el PP hubiese perdido la mayoría absoluta —un temor que no se desvaneció hasta las 21 horas del domingo pasado— el desastre sería ahora absoluto porque los que niegan la interpretación extrapolable del dictamen de las urnas, argumentarían que la tendría. Para Sánchez, en todo caso, el revés gallego es solo relativo porque sigue siendo asumible en su Excel personal de permanencia en el poder. Él sabe que su presencia en la Moncloa es imprescindible para sus socios parlamentarios a los que retribuye, y seguirá haciéndolo, de la manera más dispendiosa. La crisis de constitucionalidad que reflejan la amnistía y los pactos de investidura, son los hitos destituyentes a los que se ha comprometido el secretario general de un PSOE irreconocible. Impondrá la primera y tratará de cumplir, trampeando, los segundos.
El PP también despojó del poder autonómico y local al PSOE el 28 de mayo del pasado año. Las horas de euforia en la derecha —tan parecidas a las de estos días— quedaron abruptamente suspendidas por la maniobra arriesgada de Sánchez de convocar elecciones generales para el 23 de julio. Un PP que, a pesar de la revalidación de su poder en Galicia, no dispone aún de una dirección plenamente solvente se atrevió a perder los comicios legislativos del verano pasado cometiendo todos los errores posibles e, incluso, los imposibles. También lo hizo en la campaña gallega, aunque el indulto de los electores fue convincente. Pero echar las campanas al vuelo, entrar en una especie de estado de ebriedad, llenarse de balón, vuelve a ser un error de interpretación y de planteamiento.
Galicia es indicativa, el País Vasco, también (el PSE allí seguirá siendo tercera fuerza, aunque la onda sísmica de Galicia le proyecta como perdedor en tanto que incrementa la cotización de Bildu, amigado con el BNG), pero las europeas de junio y las autonómicas catalanas sí que son prescriptivas, determinantes. País Vasco y Cataluña son las plazas de lidia más difícil para el PP y las europeas, con circunscripción nacional, las más favorables. El reto para la derecha democrática es aumentar su presencia en Vitoria y Barcelona y superar rotundamente al PSOE el 9 de junio, plantándose en Bruselas con bastante más de un tercio de los 61 escaños que corresponden a España.
La estratagema de Pedro Sánchez tras el descalabro de la izquierda en Galicia —pero no de su proyecto personal— consiste, precisamente, en que la derecha democrática entre gozosamente en una convicción falible de victoria futura, en que proyecte hiperbólicamente los resultados del 18-F hasta límites imprudentes y en que se emborrache de esperanza para luego propinarle un correctivo, no con el PSOE, que está en despiece, sino con el puzle independentista y antisistema con el que se ha aliado. El momento, por lo tanto, es para, tras una sobria celebración, revisar todo lo que no funciona en Génova. Es necesario un análisis DAFO (acrónimo de las dificultades, amenazas, fortalezas y oportunidades) que el PP no ha realizado seriamente desde la creencia de que la mayoría absoluta en Andalucía en junio de 2022 iniciaba el ciclo terminal de Pedro Sánchez.
Galicia ha sido un estímulo, el mirador de una posibilidad de vuelco y el aleteo de un presentimiento. Pero la hybris —la ebriedad del poder o la certeza de alcanzarlo— hay que cedérsela generosamente a Pedro Sánchez y no abrazarla jamás. La filosofía griega recomendaba: 1) nada en exceso y 2) conócete a ti mismo, especialmente en las propias debilidades, para evitar que una media bofetada tumbe un proyecto que ha de alearse en los metales más duros.
PS. Nota de Ignacio Urquizu, sociólogo, para Metroscopia, de 20 de febrero de 2024 sobre “El voto dual en las comunidades autónomas históricas”:
El voto dual siempre ha afectado más al PSOE que al PP en las comunidades autónomas históricas. Consiste en apoyar más al PSOE en las elecciones generales que en las autonómicas. El siguiente gráfico resume el voto dual desde los 80 en Cataluña, Galicia y País Vasco. Abro hilo👇 pic.twitter.com/vqevS50ryI
— Ignacio Urquizu (@iurquizu) February 20, 2024
Desde el comienzo de la democracia, el Partido Socialista siempre ha obtenido mejores resultados electorales en las elecciones generales que en las autonómicas posteriores en los tres territorios históricos (Cataluña, Galicia y País Vasco). Solo hay dos excepciones: Galicia en 1981 y Cataluña en 2021. Esto es lo que se conoce como voto dual. Así, hay un porcentaje relevante de electores que optarían por el PSOE cuando elige la papeleta federal, mientras que se decantan por la abstención o por el voto nacionalista en las elecciones autonómicas. En promedio, el voto dual ha sido del 9,4% en Cataluña, del 7,5% en Galicia y del 5,2% en el País Vasco (…) Entre 1980 y 2015, el voto dual ha seguido tendencias zigzagueantes, sin mostrar un patrón claro y respondiendo solo a la coyuntura del momento. Pero a partir de 2015 sí que observamos un patrón. En Cataluña, la marca autonómica del PSC es cada vez más fuerte que la del PSOE. En cambio, en el País Vasco y Galicia, las marcas autonómicas del PSOE se debilitan elección a elección en comparación con la marca federal. En las últimas elecciones gallegas, el voto dual fue el mayor de toda la democracia, siendo más del doble que el promedio de los últimos 40 años. Así, mientras que el 23 de julio del año pasado el PSOE logró el 30% de las papeletas, este pasado domingo el Partido Socialista de Galicia descendió 16 puntos porcentuales, hasta el 14%.
En unos meses habrá elecciones en el País Vasco. Si el PSE baja del 17%, como apuntan las encuestas, observaremos de nuevo el mayor voto dual de la democracia en este territorio. Es cierto que el PSE viene de unos datos muy bajos en 2016 y 2020, anteriores elecciones autonómicas. No obstante, el pasado 23 de julio, el PSOE alcanzó el 25,4% en el País Vasco, siendo la primera fuerza política.
En Cataluña, las elecciones autonómicas serán, como tarde, el año próximo. Si el PSC no supera el 25%, no solo romperá la tendencia ascendente de su voto dual desde 2015 (…), sino que además también se situará en uno de los mayores votos duales de la democracia.
Esta diferencia entre voto autonómico y voto en las generales sirve para contrastar la fortaleza de la marca PSOE en ambos niveles. Siempre el PSOE ha mostrado más fortaleza a nivel federal que a nivel autonómico en los territorios históricos. Lo que sucede es que, en los últimos tiempos, la debilidad territorial del PSOE en Galicia y País Vasco está en los máximos de la democracia, mientras que, por ahora, en Cataluña sucede todo lo contrario
Las elecciones gallegas han sido indicativas, pero no prescriptivas. Indican que el PP es un partido arraigado en Galicia, que su electorado es de una extraordinaria fidelidad, que allí la Xunta, presidida por los populares durante tantos años, ha desarrollado gestiones que han satisfecho las expectativas de una mayoría, incluidas las políticas identitarias (lingüísticas y culturales) y que la organización de la formación ha consolidado una red de adhesiones, tanto rurales como urbanas, casi indestructible. La apuesta por liderazgos consistentes —desde Manuel Fraga a Alberto Núñez Feijóo— ha sido, también, clave para lograr una intensa empatía del PP con la idiosincrasia gallega.
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