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La parálisis del Gobierno y de la Generalitat y el necesario estado de alarma
El principio de responsabilidad del Gobierno y de la Generalitat de Valencia consiste en adecuar los instrumentos de gestión de la catástrofe a sus dimensiones reales y ese objetivo exige el estado de alarma
Resulta difícilmente entendible que el Consejo de Ministros, ante la enorme magnitud de la catástrofe, que se cierne especialmente en Valencia, no haya tomado las medidas que le proporcionan la Constitución y las leyes y que ayudarían a paliar la horrenda situación que allí se está viviendo.
Para casos de “catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud” el Gobierno puede -y debe- declarar el estado de alarma circunscrito a la zona afectada. La ley orgánica 4/1981 habilita al presidente de la Comunidad Autónoma para reclamar la declaración del estado de alarma que deberá acordarse por el Consejo de Ministros mediante un real decreto que determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos que tendrá el estado de alarma, que no podrá exceder de 15 días, salvo prórroga expresa autorizada por el Congreso de los Diputados.
El efecto inmediato del estado de alarma es que todas las autoridades civiles de la Administración Pública del territorio afectado por la declaración, los integrantes de los Cuerpos y Fuerzas de Policía de la Comunidad Autónoma (en el caso de Valencia, no la hay) y de las Corporaciones Locales, y los demás funcionarios y trabajadores a su servicio, quedarán bajo las órdenes directas de la Autoridad competente (sic) en cuanto sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares, pudiendo imponerles servicios extraordinarios por su duración o por su naturaleza. Cabe la posibilidad legal de que la Autoridad competente recaiga en el presidente de la Comunidad Valenciana.
Al amparo de esta declaración gubernamental se puede limitar la circulación permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados; practicar requisas temporales de todo tipo de bienes; imponer prestaciones personales obligatorias, intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres (no domicilios privados), limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad y ordenar lo que proceda para el abastecimiento de los mercados, entre otros servicios.
Con una devastación de miles de kilómetros cuadrados, con unos daños materiales incalculables y unos destrozos de infraestructuras que no están permitiendo allegar las ayudas precisas, con un balance de víctimas consternador y otro no menor de desaparecidos, ¿qué más debe acaecer para que el Gobierno se reúna de forma extraordinaria y declare el estado de alarma?, ¿se siente el presidente valenciano y su Gobierno con capacidad de gestión y medios suficientes para encarar la situación catastrófica? ¿es tolerable que se estén produciendo actos de saqueo, difundiendo bulos en las redes sociales y también abusos por acaparamiento de artículos de consumo de primera necesidad?, ¿son conscientes las autoridades del shock emocional que embarga a buena parte de la ciudadanía por la contemplación de programaciones-rio de las televisiones y las radios sobre el desarrollo de una tragedia que no cesa?, ¿reparan en que no hay portavoces plenamente autorizados y coordinados que de forma pautada ofrezcan información plenamente fiable que asegure un progresivo ambiente de certidumbres que en estas horas no existe y que en ausencia de comunicación oficial germinan las falsas y peores teorías?
Si en algún momento desde hace décadas, además de durante la pandemia, estaría justificada la declaración del estado de alarma, es a propósito de la catástrofe en Valencia. Y, al margen ya de cualquier otra consideración, no queda más remedio que invocar el principio de responsabilidad del Gobierno de la nación y de la Generalitat de Valencia para adecuar los instrumentos de gestión de la catástrofe a sus dimensiones absolutamente extraordinarias. Porque si no hay una reacción inmediata a la tragedia más contundente y eficaz que la que se está produciendo, va a seguir la impugnación de la inacción de las autoridades, y el resultado será doblemente crítico: la desolación, pero también la pérdida de cualquier confianza hacia los gestores de las administraciones públicas en general y del Gobierno en particular. Lo que sucede no es un desastre convencional. Es una devastación que afecta al conjunto de la nación y por eso es una cuestión de Estado y como tal ha de ser tratada.
Resulta difícilmente entendible que el Consejo de Ministros, ante la enorme magnitud de la catástrofe, que se cierne especialmente en Valencia, no haya tomado las medidas que le proporcionan la Constitución y las leyes y que ayudarían a paliar la horrenda situación que allí se está viviendo.
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