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Trump, Valencia y las derivas destructivas de la democracia en España
La democracia española se mueve en los mismos estándares destructivos que han conducido a una revolución consumada en Europa el 9-J (Parlamento europeo) y en Estados Unidos el 5-N (elecciones presidenciales)
Un país que, como España, está gobernado por Pedro Sánchez, uno de los más conspicuos dirigentes europeos de sesgo autocrático, en la línea de otros varios, debería extraer serias lecciones de la victoria de Donald Trump. La primera y principal, sin duda, consiste en que las políticas de identidad que la izquierda ha sacralizado para llenar el vacío del desplome del socialismo real y su acompañamiento por las clases trabajadoras resultan tan desastrosas como advirtió Mark Lilla en su definitivo ensayo de 2018 titulado El regreso liberal.
Los liberales (léase, progresistas en la categorización norteamericana), según este autor, "se lanzaron hacia las políticas del movimiento de la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y de lo que nos une como nación" (página 19 de la edición de Taurus). En vez de reflexionar sobre esa crucial advertencia, los demócratas estadounidenses, cuyas élites universitarias han promocionado un exquisito progresismo de salón, agudizaron su discurso lunático subvirtiendo los valores de la ciudadanía común a la que antepusieron, y siguen en ello, la segmentación social con unos criterios arbitrarios.
Se ha creado una nueva ideología en la izquierda, tal y como explica el nada sospechoso Yascha Mounk, entrevistado para El Confidencial por Pablo Pombo. Este politólogo reconocido publicó el pasado mes de septiembre el ensayo La trampa identitaria. En la brillante introducción de su relato, tan recomendable, afirma que los progresistas "empezaron a suscribir de manera creciente una visión del futuro en la que la sociedad estaría para siempre profundamente definida por su división en distintos grupos identitarios. Si queremos asegurarnos de que cada comunidad étnica, religiosa o sexual disfrute de una parte proporcional de la renta y la riqueza —argumentaban—, tanto los actores privados como las instituciones públicas deben garantizar que la forma en que tratan a las personas dependa de los grupos a los que pertenecen. Había nacido una nueva ideología".
La izquierda española, como la norteamericana, ha abrazo con desaforada pasión las fracasadas políticas de identidad
Y así el "liberalismo cívico" —el que antepone la ciudadanía a cualquier otra condición— se ha ido disolviendo hasta desorientar a las grandes mayorías sociales que reclaman certidumbre en los valores de referencia tanto éticos como morales, además de seguridades en la gestión de lo público (es decir, eficacia), en la prosperidad económica y en la garantía de cobertura de sus necesidades vitales. La izquierda española de cuño tradicional, prácticamente la única, con la alemana, que sobrevive en la Europa de las democracias otrora liberales, ha abrazado con una pasión desaforada las políticas identitarias y montado sobre ellas un discurso de superioridad moral caducado y transido de una idea fuerza: el miedo a que alcancen el poder los "ultras" que, además de serlo, reúnen todas las calamidades morales posibles porque son machistas, misóginos, iletrados, negacionistas y consumen solo desinformación, incapaces de discernir lo veraz de lo falso.
En el miedo y en el cortejo de mandatos políticamente correctos se ha basado esa izquierda española para mentir a sus electores, transformando la mendacidad en 'cambios de opinión', para aliarse con los adversarios del sistema constitucional, para conjurarse en mantener dividida a la sociedad española (el "muro"), para colonizar las instituciones, hasta el Tribunal Constitucional (en la misma o mayor medida en que lo hizo Trump en el Supremo de EE UU), y para transformar el PSOE en una plataforma al servicio del poder del líder, Sánchez, tal y como se acostumbra a hacer en estos tiempos que Gideon Rachman considera, con acierto, "la era de los líderes autoritarios".
El fracaso de semejante constructo está ahí en Europa y en Estados Unidos: Donald Trump es su epítome, pero lo complementan las derechas radicales que han florecido primaveralmente en el Viejo Continente. En Francia, en Italia, en los países nórdicos, mientras en Alemania se quiebra el Gobierno de coalición entre socialdemócratas, liberales y verdes y en el Reino Unido el partido conservador elige a una nueva líder de raza negra (Kemi Badenoch) que milita en postulados en sintonía con las propuestas denominadas 'duras' respecto de la emigración, el gasto público improductivo y las políticas de identidad.
La cosecha que han logrado estos progresismos se ha expresado en dos hitos: el giro de la Unión Europea hacia las nuevas derechas en las elecciones a su Parlamento el pasado 9 de junio y la elección de Trump el día 5 de noviembre. Aunque en rigor, la convergencia de ambos procesos electorales no indica una mera alternativa convencional de fuerzas políticas, sino una revolución en el entendimiento de las democracias. Incluso plantean la duda existencial de si la democracia entendida con los criterios convencionales occidentales sigue siendo un paradigma deseable universalmente.
En China, en la India o en Rusia, la democracia es tan relativa y prescindible para sus modelos de vida que sus sociedades en sus respectivas historias apenas la han experimentado y no parece que existan movimientos sociales internos disidentes tan sólidos como para tumbar, ni siquiera inquietar, a Xin Jin Ping, a Modi o a Putin. La inmensa mayoría del género humano vive bajo sistemas políticos autoritarios, en tanto que los que lo hacemos en los deteriorados democráticos no disponemos de estadistas que sean defensores auténticos de sus principios.
Persistir en el análisis según el cual el 'mal' ha vencido al 'bien' sigue siendo un ramalazo soberbio de moralina de la izquierda fracasada
Europa, como se ha insistido reiteradamente, es una suerte de "parque temático" que vive en una crisis demográfica y en el disenso de valores compartidos. Incluso, si como en Estados Unidos sucedía, la economía presenta un aspecto saludable, el planteamiento del debate entre cuestiones identitarias (feminismo y aborto, ecología, políticas de género) y otras transversales (inflación, inmigración, modelo cultural-familiar, entre otras) ha sido claramente favorable a Trump y desastroso para Harris. Persistir, sin embargo, en un análisis elemental y visceral de esta revolución de 2024, según el cual el 'mal' ha vencido al 'bien' sigue respondiendo al ramalazo soberbio de moralina de determinada izquierda fracasada.
Pero la lección de la revolución que se ha producido entre junio y noviembre de este año ("Bienvenidos al mundo de Trump", título de la portada del último número de The Economist) no concierne solo a la izquierda. Lo hace también a la derecha liberal, conservadora y democristiana —es decir, a la convencional— que ha renunciado a la fortaleza ideológica con la que salió a disputar el poder tras la Segunda Guerra Mundial, ha aceptado el marco de referencias éticas y cívicas de la izquierda progresista sin discutirlas con energía y convicción y no tiene idea de cómo ha de relacionarse con los partidos que ya la han sustituido en Francia o en Italia, por citar los dos ejemplos más notables del desfallecimiento: el gaullismo republicano y la democracia cristiana. Ocurre lo mismo en España entre el PP y Vox y, quizá, en Cataluña —un microcosmos político que adelanta tendencias— con Alianza Catalana. Ha perdido esa derecha, como se está comprobando en la catástrofe de Valencia, hasta su supuesta capacidad de gestión, insoportablemente frívola y, por lo tanto, inmoral en este episodio trágico.
La elección del Trump impugna también a la derecha tradicional, vacía de ideología e ineficaz, como se ha comprobado en la DANA
Lección también para los medios de comunicación. Estaban en la diana de Trump, pero ¿no eran y son piezas para abatir en la cinegética política en no pocos países europeos atrapados por el populismo como en España? Podemos lamentar la desinformación y dictar un veredicto de culpabilidad sobre las redes sociales, pero la realidad es que la frágil honradez intelectual y la quebradiza deontología periodística (incluida la de los editores) han permitido que las presas mediáticas hayan sido tan vulnerables. Este fenómeno de resignación de los medios tiene que ver también con la inadaptación de la gestión política y legislativa a la realidad digital, sobre la que el derecho tiene enormes dificultades para encontrar modelos normativos viables y eficaces. Pero no lo olvidemos: si corre como reguero de pólvora la consigna de que el 'pueblo salva al pueblo' (*), también lo hace el desafecto, el abandono y el desprecio a los medios que se han banderizado.
Ignatieff advierte de que, con la gestión de la catástrofe de la DANA, España ha entrado una crisis de régimen
Las políticas del Gobierno de coalición de Sánchez, tras el 9-J y el 5-N, han pasado a convertirse en excéntricas. Y en ineficaz la oposición a ellas de la derecha. Donald Trump es un perfecto indeseable. Su dialéctica es detestable, injuriosa y zafia, pero los Estados Unidos presenta el rasgo idiosincrático de la brutalidad de modo que esas formas de proferir por el republicano son una variable inasumible por nosotros, pero, sin embargo, forman parte de un lamentable pero admitido espectáculo por los estadounidenses. Los electores, no obstante, ya sabían a quién votaban, ya conocían al personaje, ya le monitorizaron entre 2016 y 2020 y lo consideran una consecuencia de las políticas woke y no la causa de los desastres de los demócratas porque, en palabras de Michael Ignatieff, "Trump cosecha las consecuencias de 50 años de negligencia progresista liberal ante la desigualdad" y advierte que "es un terrible error criticar a [su] electorado".
Desde hace casi una década, la literatura sobre el crepúsculo de las democracias nos está previniendo de que su declinar se produce no por la agresión de actores externos, sino por una enfermedad autoinmune del propio sistema. Se trata de una destrucción desde dentro que está siendo consentida por demasiados centenares de millones de ciudadanos occidentales que ya no creen en ella, o no lo hacen con la convicción con la que sería necesaria. Eso va a pasar en España porque nuestro país se mueve en los mismos estándares o patrones políticos destructivos que explican la victoria de Donald Trump.
La gestión de las consecuencias de la DANA en Valencia quintaesencia todos los mecanismos averiados —muchos de naturaleza moral— de nuestro sistema democrático. La indignación de los vecinos y víctimas, contemplada de manera cruda el pasado domingo, constituye para España exactamente lo que el viernes declaró el ya citado Michael Ignatieff en La Vanguardia: "La noche en la que Trump gana […] España atraviesa por una crisis de régimen, por las inundaciones [de Valencia] y con razón. La gente está enfadada con el fracaso del Estado a todos los niveles para rescatar a sus ciudadanos…". Tiene razón.
(*) En la última entrega del estudio demoscópico Pulso de España elaborado por Metroscopia, la percepción de los ciudadanos, preguntados sobre qué estamentos e instituciones “han estado a la altura” en la tragedia de la DANA contestan así: La ciudadanía, el 95%; la Guardia Civil, el 76%; la UME, el 76%; el Ejército, 73%; la AEMET, el 60%; los medios de comunicación, el 54%; las grandes empresas, el 52%; Pedro Sánchez, el 21%; Carlos Mazón, el 13%; los partidos políticos, el 9%.
Un país que, como España, está gobernado por Pedro Sánchez, uno de los más conspicuos dirigentes europeos de sesgo autocrático, en la línea de otros varios, debería extraer serias lecciones de la victoria de Donald Trump. La primera y principal, sin duda, consiste en que las políticas de identidad que la izquierda ha sacralizado para llenar el vacío del desplome del socialismo real y su acompañamiento por las clases trabajadoras resultan tan desastrosas como advirtió Mark Lilla en su definitivo ensayo de 2018 titulado El regreso liberal.
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