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Entre la indecencia y la delincuencia
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José Antonio Zarzalejos

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Entre la indecencia y la delincuencia

Ni Mazón puede seguir al frente de la Generalitat de Valencia, ni Ribera ser comisaria en la UE, aunque lo uno y lo otro suponga una crisis en el PP, en el PSOE y hasta en Bruselas

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, durante una reunión con responsables de la Aemet. (Europa Press/Pool/Moncloa/José Manuel Álvarez)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, durante una reunión con responsables de la Aemet. (Europa Press/Pool/Moncloa/José Manuel Álvarez)
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El concepto de la decencia en política - ¡qué paradoja! - lo introdujo en España durante la campaña electoral de 2015, el entonces candidato Pedro Sánchez. “El presidente del Gobierno de España -le espetó a Mariano Rajoy en un debate televisivo y ante la perplejidad del moderador, Manuel Campo Vidal- ha de ser una persona decente, y usted no lo es”. Casi nueve años después de aquel improperio, Pedro Sánchez -y no solo él- ha sumido a España en una crisis de decencia política que ha generado una mayoritaria sensación de desamparo (*).

Mientras diluvia otra vez sobre zonas del Mediterráneo abatidas ya por las aguas descontroladas el pasado 29 de octubre, el presidente del Gobierno perora (¡en Bakú a más de 5.500 kilómetros!) sobre el cambio climático al que atribuye una significación homicida (“el cambio climático mata”) la misma que, muy probablemente, por imprudencia temeraria, se le podría exigir a él, a varios de sus ministros, al presidente de la Generalitat valenciana y a algunas de sus consejeras ante los tribunales de Justicia. La línea entre la indecencia y el ilícito penal ha comenzado ya a difuminarse. Como escribió el mexicano Fernando Vallejo, en ocasiones “ya no distinguimos dónde está la decencia y dónde la delincuencia”. Esta es una de esas ocasiones.

Es indecente que el presidente del Gobierno no haya comparecido en la primera sesión de control del Congreso tras la catástrofe celebrada ayer. Un comportamiento coherente con su renuncia calculada a que el Gobierno, bien con la declaración de la emergencia nacional, bien del estado de alarma, se pusiese al frente de la gestión de la catástrofe. Coherente también con su confesado propósito de gobernar “con o sin el poder legislativo”, coherente con la colonización de las instituciones, y, sobre todo coherente con la manipulación de sus propios colaboradores -cómplices, desde luego- a los que utiliza a modo de sacos terreros para distanciarse de sus responsabilidades.

El propósito de aplazar la depuración de las responsabilidades busca, en realidad, la impunidad de los negligentes

Algunas de sus culpas son inmediatas y le comprometen personalmente (los comportamientos impresentables de su mujer que transitan entre lo incívico y lo penal), y otras políticas, como mantener la candidatura de Teresa Ribera a una vicepresidencia de la Unión Europea siendo ella la fallida responsable del aparato de predicción meteorológica y de la Confederación Hidrográfica del Júcar. No debe ser comisaria, aunque ello conlleve una crisis en la Unión Europea, en todo caso más reversible que la padecida en Valencia, con más de 200 víctimas mortales, la ruina de miles de familias y un daño inmensurable a la economía regional de Valencia y a la nacional de España. Es igualmente asombroso sostener en Interior al estafermo político de Fernando Grande-Marlaska. Y pasma que Carlos Mazón, que se explicará mañana ante las Cortes valencianas, no haya salido ya del Palau de la Generalitat.

Pero se está produciendo también una indecencia más sofisticada: los términos del discurso político fariseo de la izquierda y de la derecha, del PSOE y del PP. Se nos conmina a que dejemos la reclamación de la depuración de las responsabilidades “para después” porque lo importante “son las víctimas”. Apelan, incluso, al “patriotismo”. Buscan la impunidad, el efecto amnésico del tiempo. Tratan así de imponer hasta el guion de la conversación mediática con la intención de aplazar la rendición de cuentas pretendiendo que los que han sido indecentes en la gestión de la catástrofe continúen indemnes en la nueva etapa de la reconstrucción. Si antes fueron ineptos y negligentes, ¿por qué razón debería consentirse que permanezcan en sus puestos, e incluso, como en el caso de Teresa Ribera, alcancen cargos de más altura en la Unión Europea? De nuevo, el objetivo es callar a los medios que no ceden espacio, por el momento, al ‘efecto desaliento’ que practica el Gobierno, a veces secundado por una oposición inane, que disuade del ejercicio de las libertades públicas, entre ellas, y la más importante, la de prensa en toda su extensión.

Ni el presidente del Gobierno, ni el de la Generalitat pueden pisar la calle sin ser increpados e, incluso, agredidos

Como este episodio tan trágico ha demostrado que el Estado -la Administración General y la autonómica- en las manos de sus actuales responsables ha registrado un fallo sistémico, es necesario hacer un casus belli de la depuración de culpas. Ni el presidente del Gobierno, ni el de la Generalitat pueden pisar la calle sin ser increpados e, incluso, agredidos. Carecen ambos, y sus ministros y consejeros concernidos, de idoneidad para infundir la más mínima confianza en su solvencia, capacidad y moralidad para enfrentar un futuro inmediato repleto de dificultades. Se necesita una catarsis. Que la crisis de decencia sea conjurada con una implacable exigencia de responsabilidad. No sería nuevo, como recordaba el director de El Confidencial en su artículo titulado El 11-M de Sánchez. Una exigencia que desafíe los argumentos paliativos de la charlatanería política (y de algunos cooperadores periodísticos) según los cuales hemos de callar hasta que sean ellos los que nos concedan la palabra. Solo nos quedan, precisamente, la palabra…y las elecciones. Cuando suceden episodios como los del 29-O y nos atrapan con un Gobierno en deriva, sin mayoría parlamentaria, Sánchez, si no quiere pasar de la indecencia a la iniquidad, es decir, a la maldad, ha de poner fecha a unos nuevos comicios.

La lectura emocionante de Elogio de la desobediencia de Adam Michnik, cuyas páginas se devoran, constituye una verdadera brújula sobre el compromiso democrático del oficio periodístico ante cualquier poder desviado y apela a los intelectuales que, en España, con contadas y loables excepciones, se comportan como los que denunció en 1927 Julien Benda en La traición de los intelectuales, un ensayo a releer en este tiempo de indecencia política como ninguno otro anterior desde el inicio de la vigencia -ahora marchita- de la Constitución de 1978.

(*) Según la encuesta cerrada en la tarde de ayer por Metroscopia (muestra: 1000 entrevistas, 500 telefónicas y 500 online) la sensación de desamparo percibida por la población es mayoritaria. El 95% se siente protegido por su familia; el 87% por sus amigos; el 74% por la empresa en la que trabaja; el 74% también por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado; el 64% por la sanidad pública; el 51% por su ayuntamiento; el 38% por su gobierno autonómico y el 26% por el Gobierno de España. Además, el 73% cree que las ayudas a los damnificados por la catástrofe no acabarán llegando a los afectados con la rapidez y las cuantías necesarias.

El concepto de la decencia en política - ¡qué paradoja! - lo introdujo en España durante la campaña electoral de 2015, el entonces candidato Pedro Sánchez. “El presidente del Gobierno de España -le espetó a Mariano Rajoy en un debate televisivo y ante la perplejidad del moderador, Manuel Campo Vidal- ha de ser una persona decente, y usted no lo es”. Casi nueve años después de aquel improperio, Pedro Sánchez -y no solo él- ha sumido a España en una crisis de decencia política que ha generado una mayoritaria sensación de desamparo (*).

Carlos Mazón Teresa Ribera DANA
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