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Sánchez y el desprecio a la ciudadanía (la metáfora de la Gran Muralla)
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José Antonio Zarzalejos

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Sánchez y el desprecio a la ciudadanía (la metáfora de la Gran Muralla)

La ajenidad con la que Sánchez percibe los episodios de corrupción que le conciernen nos remite a un desprecio absoluto hacia los ciudadanos a los que ha reducido a vasallos, a súbditos

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Tingshu Wang)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Tingshu Wang)
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La exigencia de responsabilidad política sea por culpa in eligendo, sea por culpa invigilando, no es solo una demanda que deban reclamar los ciudadanos. Es, sobre todo, un reto que deben exigirse a sí mismos los dirigentes electos y los cargos públicos en un sistema de democracia liberal. Consiste, básicamente, en apartarse de la gestión pública cuando mantenerse en ella rebaja la dignidad de la función que se ejerce y que debe producirse fuera de toda sospecha. Por eso, la responsabilidad política no es posterior, ni siquiera simultánea a la criminal o penal. Es previa, es anterior. Por una razón sencilla: porque la depuración de las conductas, sean o no delictivas, debe producirse sin que el cargo público tenga posibilidad de obstruir su esclarecimiento o prevalerse con las facultades que ostenta. Esa ha sido la lógica encomiable de la consejera asturiana de Industria, Belarmina García, tras el accidente el 31 de marzo en la mina de Cerredo en el que fallecieron cinco trabajadores y que ahora está sometido a investigación judicial.

Nuestros impuestos, como diezmos feudales

Pedro Sánchez debería dimitir, disolviendo las Cortes Generales, ante la anomalía moral, ética y democrática en la que se desenvuelve su gestión como presidente del Gobierno. Le conciernen directamente cuatro causas penales que en cualquier democracia digna de tal nombre hubieran procurado una convulsión decisiva. Su mujer -por más que en alardes de servilismo haya medios que dedican páginas enteras a exculparla, al tiempo que imputan de prevaricación al juez que la investiga- está inmersa en un conjunto de indicios de naturaleza penal que, en el mejor de los casos para ella, quedarían rebajados a conductas indecentes de prevalimiento de su posición. Su hermano, sujeto a otra investigación penal, acumula igualmente indicios de beneficiarse impúdicamente de su apellido para obtener un puesto laboral en el que solo sabemos que ha practicado el absentismo. El que fuera su hombre de confianza, número tres del PSOE, exministro y ahora también diputado, José Luis Ábalos, se nos está revelando de manera fundada e irreversible como un personaje perfectamente inmoral y, sobre todo, exponente de la más cínica hipocresía al haber sido el relator de la moción de censura (2018) a Mariano Rajoy convirtiéndose él en protagonista repugnante de todas las miserias que denunció contra el entonces presidente del Gobierno. Por fin, el fiscal general del Estado -caso inédito- sigue siéndolo pese a estar investigado por el Tribunal Supremo por un presunto -cada día menos presunto- delito de revelación de secretos.

La ajenidad con la que Pedro Sánchez (y sus ministros, como Bolaños ayer en su comparecencia judicial) parece percibir estos episodios remite, no solo a una patológica distorsión ética, sino, en particular, a un desprecio absoluto hacia los ciudadanos a los que ha reducido a vasallos, a súbditos. De tal manera que, en rigor, estamos perdiendo la ciudadanía como condición que nos exige el cumplimiento de los deberes pero que nos habilita en el desarrollo de nuestros derechos. Sánchez, con su actitud, nos transforma en meros contribuyentes ante cuya mirada, quizá perpleja, se consuma una procesión de desafueros a costa, precisamente, de nuestro esfuerzo tributario que se maneja, antes, pero también ahora, como una especie de diezmo feudal. La resistencia en resignar el poder y devolver la palabra a los electores representa, al fin, una forma de despotismo coralmente aplaudido por las mesnadas de indignos que suponen que la impunidad de su jefe es la suya propia y que será perpetua. Quizás han ido demasiado lejos y, volados los puentes, no pueden regresar de su condición lacaya.

El muro como "trampa y jaula"

Sánchez prometió levantar un muro. Y lo ha edificado sobre la falsedad, el prevalimiento, la privatización del Estado y la colonización de sus instituciones y la traición a sus propios compromisos. Está ocurriendo en España lo que Ryszard Kapuscinski relató en su libro Viajes de Heródoto (Editorial Anagrama. 2024, páginas 72 y 73) sobre la Gran Muralla china. Escribía: "la primera reacción ante cualquier amago de problema era (…) levantar una muralla. Encerrarse, separarse. Pues todo lo que llegaba del exterior (…) no podía ser otra cosa que un peligro, el anuncio de una desgracia, un augurio del mal, vaya, la mismísima encarnación del mal". Y sigue: "Pero la muralla no sirve solo para defenderse. Al tiempo que protege de la amenaza que acecha desde el exterior permite controlar lo que sucede en el interior (…) controlamos quien entra y quien sale, hacemos preguntas, comprobamos la validez de los salvoconductos, apuntamos nombres y apellidos, escrutamos los rostros, observamos, lo grabamos todo en la memoria. Así que la muralla es, a la vez, escudo y trampa, mampara y jaula".

Foto: Pedro Sánchez visita una empresa de hidrogeno verde. (EFE) Opinión
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El periodista polaco, un maestro del oficio, extrajo de la Gran Muralla china una metáfora deslumbrante de lo que ocurre en sociedades de nuestro tiempo. Los chinos la construyeron durante dos mil años y son todavía tributarios de su endogamia. Los párrafos transcritos del gran viajero se proyectan sobre la España de hoy con un verismo escalofriante. El muro (también el que construyeron los soviéticos en Berlín) es casi siempre un recurso dialéctico susceptible de materializarse en políticas de exclusión. Como las de Sánchez en nuestro país. Nos está depredando la ciudadanía; nos falta al respeto como un autócrata consumado y nos ha segregado de la autenticidad del ejercicio de la democracia.

La exigencia de responsabilidad política sea por culpa in eligendo, sea por culpa invigilando, no es solo una demanda que deban reclamar los ciudadanos. Es, sobre todo, un reto que deben exigirse a sí mismos los dirigentes electos y los cargos públicos en un sistema de democracia liberal. Consiste, básicamente, en apartarse de la gestión pública cuando mantenerse en ella rebaja la dignidad de la función que se ejerce y que debe producirse fuera de toda sospecha. Por eso, la responsabilidad política no es posterior, ni siquiera simultánea a la criminal o penal. Es previa, es anterior. Por una razón sencilla: porque la depuración de las conductas, sean o no delictivas, debe producirse sin que el cargo público tenga posibilidad de obstruir su esclarecimiento o prevalerse con las facultades que ostenta. Esa ha sido la lógica encomiable de la consejera asturiana de Industria, Belarmina García, tras el accidente el 31 de marzo en la mina de Cerredo en el que fallecieron cinco trabajadores y que ahora está sometido a investigación judicial.

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