Aznar no tuvo carisma, pero ganó en 1996 y, luego, en el 2000. Tampoco lo tenía Rajoy y obtuvo mayoría absoluta en 2011. De hecho, los carismas ahora son peligrosos: convierten a tipos vulgares (Sánchez, Trump) en narcisos destructivos
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Luis Tejido)
La cultura política de la derecha no incorpora la pulsión callejera como instrumento de presión. La historia juega a favor de la coalición de la izquierda y el asfalto. De ahí que, a pesar de la irrelevancia de lo institucional en el juego político nacional, se reproche a Núñez Feijóo no haber optado por la presentación en el Congreso de una moción de censura constructiva, aunque fuera para perderla. Ocurre que el envilecimiento al que el Gobierno y sus socios, Vox y, en algunos episodios, el propio Partido Popular, han sometido a las instituciones hace incomprensible en términos de opinión pública ese debate de exigencia parlamentaria de responsabilidad política. Y, por el contrario, es más inteligible, y con efectos no muy diferentes, una gran concentración como la de hoy en Madrid. A fin de cuentas, Sánchez tiene un conflicto con la calle que se ha convertido en territorio hostil para él. Desde Paiporta, no puede ni asomarse sin que le abucheen.
España es una Democracia menguante sintagma que da título a la obra colectiva de Manuel Aragón, Francesc de Carreras, Juan Díez Nicolás, Tomás-Ramón Fernández, José Luis García Delgado, Emilio Lamo de Espinosa, Araceli Mangas, Francisco Sosa Warner y Gabriel Tortella, editado por el Colegio Libre de Eméritos en 2022. Todos los riesgos y amenazas que corría nuestro sistema constitucional, anunciados por estos académicos, se han consumado. El fracaso de la política; el deterioro de las esencias de un sistema parlamentario -adjetivo que connota a nuestra monarquía y que legitima al presidente del Gobierno mediante su investidura por el Congreso-, la transformación en armatrostes de los partidos políticos, la ofensiva contra la independencia judicial y la instrumentación del ministerio fiscal, el desafuero autonómico y la errática política exterior, son las consecuencias de la desbocada crisis de representación que se produjo en las elecciones de 2015.
Una crisis que ha culminado con la incorporación a la dirección del Estado de sus enemigos acérrimos de la mano de un PSOE que ha engañado arteramente a la sociedad española haciendo pasar su simple y puro afán de poder por la pamplina de que estaba tratando de sumar a la institucionalidad a las fuerzas políticas de extrema izquierda y separatistas que siempre la han combatido. La realidad es que esos socios se han valido de Sánchez para destrozar el Estado hasta su médula. Y, lo peor, Sánchez lo sabía y ha ejecutado el propósito.
Este escenario de devastación es objetivable en sucesos traicioneros de la izquierda tan notables como la amnistía que se juró no conceder, y antes los indultos a los sediciosos, el concierto económico a Cataluña, que se aseguró como imposible, la supeditación de la política exterior a los intereses de los partidos secesionistas, los pactos de investidura negociados con un prófugo de la justicia, refugiado en el extranjero, el blanqueamiento de la organización política legataria de la banda terrorista ETA y, en fin, la corrupción rampante que reitera, corrige y aumenta la del propio PSOE en los años noventa y la del PP que utilizaron Sánchez, Ábalos y Cerdán para descabalgar a Rajoy. Estas circunstancias han sumido en la perplejidad, primero, y en la parálisis, después, a la derecha que nunca supuso que el PSOE y Sánchez pudieran llegar tan lejos.
Entre la izquierda, que ha desterrado cualquier fidelidad a los principios de la transición, y la derecha, que sigue explicablemente nostálgica de aquel tiempo, se estaba produciendo un desacoplamiento casi absoluto. Aquella está desmontando el sistema y esta sigue creyendo que aguanta. Pues, no, no aguanta. De hecho, el desafío más inmediato será elaborar una reforma constitucional profunda que suprima todos los mecanismos de perversión institucional que contemplamos, siendo el primero de todos ellos eliminar de la Carta Magna conceptos jurídicos indeterminados y contradicciones. E introducir mecanismos automáticos que resguarden el sistema parlamentario, previsiones para que las instituciones no sean colonizadas y reposición de las defensas, penales y políticas, de las que se ha ido desarmando el Estado con el propósito de contentar a los que quieren dinamitarlo.
Núñez Feijóo, se dice, no ilusiona, le falta algo, necesita más garra…pero es que Núñez Feijóo, que podría carecer de esos atributos, está en la media de los líderes de la derecha territorializada en España y dirige, con matices, una nueva CEDA. Aznar no tuvo nunca carisma, pero resultó suficiente para, primero, en 1996 y, luego, en el 2000, instalar al PP en el poder. Rajoy, cuyo carisma era perfectamente descriptible, ganó en 2011 por mayoría absoluta. De hecho, los carismas de estos tiempos son peligrosos porque convierten a tipos éticamente vulgares (el caso de Sánchez o de Trump) en narcisos destructivos. Un dato es interesante a menos de un mes de la segura reelección del gallego como presidente de su partido: ha presentado más de 94.000 avales de otros tantos afiliados al corriente del pago de sus cuotas, lo que es una cifra abultada en estos tiempos. Bastaría que hoy estuvieran todos ellos en las calles de Madrid para que la convocatoria fuese un éxito.
La izquierda y todas las fuerzas sociales descomprometidas con el devenir estable del país han de percibir de manera nítida que el régimen bravucón de Sánchez, la proletarización del discurso político, la trampa como estrategia permanente y la connivencia con los que, confesadamente, quieren destruir el Estado, encuentran réplica debida. La historia del siglo XX español tuvo una cima cívica que fue la concordia de la transición plasmada en la Constitución de 1978, precedida de una amnistía que deslegitimó el régimen franquista, la legalización de todos los partidos políticos y la restauración de la Generalitat catalana. Antes de esa fecha que ahora se revisa con manifiesto rencor historiográfico, cayó la Restauración y cayó la II Republica ante la que se alzó, primero la izquierda en 1934, y luego la derecha en 1936. Tanto con la Constitución de 1876 como con la de 1931 se redactó el mismo epílogo: la falta de institucionalidad y el enfrentamiento irreductible entre bloques. Lo que ahora ocurre.
Este país no va a soportar que el régimen de Sánchez excluya a más de la mitad de los españoles, que se perviertan los valores de la convivencia (unidad nacional, monarquía parlamentaria, separación de poderes, libertades y derechos, independencia judicial), ni puede permitir que triunfe la esencia del populismo sanchista que consiste en mantener viva la llama del antagonismo (amigo, enemigo) que, como un ‘síndrome de 1933’ haga caer nuestra particular Constitución de Weimar, aquella que en 1919 demostró en Alemania que la democracia solo la pueden manejar los demócratas. Este tendría que ser el mensaje de Feijóo y de los miles de ciudadanos que secunden hoy la concentración de censura en Madrid.
La cultura política de la derecha no incorpora la pulsión callejera como instrumento de presión. La historia juega a favor de la coalición de la izquierda y el asfalto. De ahí que, a pesar de la irrelevancia de lo institucional en el juego político nacional, se reproche a Núñez Feijóo no haber optado por la presentación en el Congreso de una moción de censura constructiva, aunque fuera para perderla. Ocurre que el envilecimiento al que el Gobierno y sus socios, Vox y, en algunos episodios, el propio Partido Popular, han sometido a las instituciones hace incomprensible en términos de opinión pública ese debate de exigencia parlamentaria de responsabilidad política. Y, por el contrario, es más inteligible, y con efectos no muy diferentes, una gran concentración como la de hoy en Madrid. A fin de cuentas, Sánchez tiene un conflicto con la calle que se ha convertido en territorio hostil para él. Desde Paiporta, no puede ni asomarse sin que le abucheen.