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La esposa del presidente y el Tribunal del Jurado
Cunde una alarmante sensación de que el sistema constitucional no puede responder ante la conducta de un presidente del Gobierno que carece de los escrúpulos más básicos para evitar su grave erosión y deterioro
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Cuando el constituyente previó en el artículo 125 de la Carta Magna el restablecimiento del jurado como instrumento de participación de la ciudadanía en la Administración de Justicia y cuando el legislador desarrolló este mandato mediante la ley orgánica de 1995, no pudieron imaginar que en el banquillo se sentase la esposa del presidente del Gobierno. Tampoco llegaron a suponer que el fiscal general del Estado fuese juzgado por un presunto delito de revelación de secretos por el Tribunal Supremo.
Y no pudieron concebir esas hipótesis porque, quizá con candorosa ingenuidad, creyeron que el más elemental funcionamiento de la democracia comportaría un constante ejercicio de responsabilidad política según la cual la esposa del presidente del Gobierno dejaría de serlo -por renuncia de su marido- antes de verse en ese trance, lo mismo que el fiscal general tampoco se permitiría comparecer ante una sala de enjuiciamiento ostentando tal cargo.
Pero Pedro Sánchez ha volado los fundamentos de la deontología democrática y se mantiene en la presidencia del Gobierno desafiando circunstancias tan excepcionales en un sistema democrático como el procesamiento de su hermano por presuntos delitos de corrupción -en fase inmediata de juicio oral- y la imputación de su mujer que, a reserva de los recursos pertinentes, sería sometida al veredicto de un jurado de nueve ciudadanos. Añadan a estas circunstancias, la inédita posición procesal del fiscal general. La consecuencia es que cunde una alarmante sensación de que el sistema constitucional no puede responder ante la conducta de un presidente del Gobierno que carece de los escrúpulos más básicos para evitar su grave erosión y deterioro.
La tesitura política y constitucional en España es crítica y ninguna norma, ninguna prevención legal, la hubiera evitado porque la previsibilidad del legislador no alcanza a intuir comportamientos tan delirantes como los de Pedro Sánchez o Álvaro García Ortiz. La ausencia de un código ético gubernamental, como el que existe en muchos países de nuestro entorno, quizá sea la única carencia de la que podemos lamentarnos colectivamente. Que no dispongamos de un conjunto de criterios deontológicos de aplicación al presidente del Gobierno y a todos los ministros está permitiendo que se produzcan crisis como las que vivimos.
Queda aún recorrido procesal al caso de Begoña Gómez. Pero la posibilidad de que su conducta sea sometida al veredicto de un jurado popular provoca una enorme distorsión. Porque su condición matrimonial con el presidente del Gobierno introduce una variable imprevista que aboca al proceso a un debate social, jurídico y político de unas dimensiones sísmicas. Nadie podrá creer que, sea condenada o absuelta si es juzgada, la sentencia no estará viciada de sectarismo.
El jurado en España tiene una larga tradición de controversia política y jurídica. El constitucionalismo ‘progresista’ español lo incorporó desde el siglo XIX. Durante la II República (artículo 103 de la Constitución de 1931) estuvo también vigente, pero igualmente con polémica y el debate constitucional de 1978 lo introdujo con reticencias, hasta el punto de que no se desarrolló por ley orgánica hasta diecisiete años después, al final de la última legislatura de Felipe González, en 1995.
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Pudo optarse por el modelo de escabinado (composición mixta de jueces profesionales y ciudadanos legos en derecho) que es el vigente en Portugal, Italia, Austria, Francia, Alemania y otros países. Sin embargo, se impuso el criterio de que nueve jurados se limitasen -y no es poco- a determinar si los hechos que se le imputan a un acusado están probados (mayoría: 7 de 9) o no (mayoría: 5 de 9) y por lo tanto si el veredicto es de culpabilidad o de inculpabilidad. La sentencia la dicta luego un magistrado-presidente que es el que cuida de que el proceso se ajuste a la ley y aporta en la resolución la argumentación jurídica para un fallo motivado si es condenatorio.
Al parecer, miembros del Gobierno, dirigentes del PSOE y de sus socios parlamentarios se muestran sorprendidos y hasta consternados. Extraña reacción porque la ley orgánica del Tribunal del Jurado es clara: los delitos de malversación y de tráfico de influencias están contemplados, con otros, como susceptibles de ser sometidos al veredicto popular. Por otra parte, ha sido la izquierda mucho más que el liberalismo conservador, el que ha reivindicado el jurado como una expresión de la soberanía popular en la Administración de la Justicia.
Por pura lógica empírica, una situación anómala como la del presidente del Gobierno sería impensable en cualquier democracia. Pero Sánchez desde que accedió al poder mediante una moción de censura apoyada por los partidos decididamente adversarios, incluso enemigos militantes, de la Constitución de 1978, se ha mantenido en la presidencia del Gobierno a golpe de piqueta, descargados una y otra vez sobre los principios que la inspiran. La indignidad de que Begoña Gómez se pueda sentar en el banquillo como esposa del titular del poder ejecutivo, es una contradicción tan radical con el modelo democrático liberal que nos condena a la perplejidad y a la desesperanza.
Cuando el constituyente previó en el artículo 125 de la Carta Magna el restablecimiento del jurado como instrumento de participación de la ciudadanía en la Administración de Justicia y cuando el legislador desarrolló este mandato mediante la ley orgánica de 1995, no pudieron imaginar que en el banquillo se sentase la esposa del presidente del Gobierno. Tampoco llegaron a suponer que el fiscal general del Estado fuese juzgado por un presunto delito de revelación de secretos por el Tribunal Supremo.