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Las tres claves geopolíticas que están definiendo el siglo XXI
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Jorge Dezcallar

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Las tres claves geopolíticas que están definiendo el siglo XXI

Entramos en una etapa en la que las reglas se aflojan, en la que parece que nos deslizamos hacia un sistema multipolar con varios centros de poder en tensión recíproca permanente

Foto: El tablero geopolítico está cambiando de forma acelerada. (iStock)
El tablero geopolítico está cambiando de forma acelerada. (iStock)

Vivimos una aceleración del tempo histórico. Julio César o Cleopatra están más cerca del momento actual que de la inauguración de la Gran Pirámide de Keops y si usted, lector, tiene 50 años, ha visto doblarse la población mundial durante su vida (3.500 millones en 1970 y algo más de 7.000 millones hoy). La humanidad ha pasado milenios navegando a vela pero solo ha necesitado 66 años desde que los hermanos Wright volaran unos pocos metros en 1903 hasta que Amstrong llegó a la luna en 1969. Los cambios son tan acelerados que nos resulta difícil adaptarnos a ellos y lo mismo ocurre en el mundo de las relaciones internacionales.

El orden geopolítico establecido por el Tratado de Viena que puso fin en 1815 a las turbulencias napoleónicas duró cien años hasta que saltó por los aires en Sarajevo en 1914 llevándose por delante los imperios prusiano, austríaco, ruso y otomano. El instaurado tras la Segunda Guerra Mundial apenas duró cincuenta años de Guerra Fría fría hasta la caída del Muro de Berlín en 1989 y la propia implosión soviética en 1991. Parecía que se inauguraba entonces lo que pomposamente se llamó "el fin de la Historia" (Fukuyama) con el triunfo de la democracia, la economía liberal y la hegemonía incontestada de los Estados Unidos como única superpotencia global. Los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York y contra el Pentágono mostraron la vulnerabilidad de los EEUU, al tiempo que la guerra de Iraq ponía de relieve los límites de su capacidad. Entramos así en un período complicado donde hay más seguridad global pero mayores incertidumbres, una etapa en la que las reglas se aflojan y parece que nos deslizamos hacia un sistema multipolar con varios centros de poder en tensión recíproca permanente.

Tres rasgos esenciales definen nuestra época desde el punto de vista de las relaciones internacionales: el repliegue de los EEUU, la decadencia de Europa y la emergencia de nuevos actores sobre la escena internacional con vocación de protagonismo. Todo ello sobre un trasfondo de crisis económica y de problemas globales (desigualdad y pobreza en el mundo, cambio climático, terrorismo, proliferación, etc) y otros más localizados como las crisis en Ucrania, Siria, Yemen, Libia, aparición del Estado Islámico, refugiados...

Los EEUU están hartos de ser los gendarmes del mundo y quieren más participación de otros países

El proceso de introspección americano no ofrece dudas. Un 83% de los norteamericanos, según Pew, están cansados de aventuras exteriores y quieren dedicar más dinero y atención a poner la casa en orden mientras la clase media se hunde. Obama ha sabido interpretar este estado de ánimo y ha llamado a este repliegue "strategic restraint". No es aislacionismo porque sus intereses globales ya no se lo permiten, pero deja claro que la época de Bush con intervenciones tipo Llanero Solitario se han acabado. Los EEUU se reservan el derecho de intervenir –solos o acompañados– donde sea cuando sientan amenazados sus intereses vitales, pero están hartos de ser los gendarmes del mundo y quieren más participación de otros países, lo que llaman "burden sharing", para que tomen la iniciativa en su proximidad geográfica mientras ellos dan apoyo o lideran desde atrás, como en Libia, que al mismo tiempo puso de relieve las carencias militares de Europa.

Pero no hay que engañarse, no estamos ante un caso de decadencia o en las puertas de un mundo postamericano (Nye, Zacharia, Brzezinski, Kennedy...) porque los EEUU siguen siendo la mayor economía mundial, su presupuesto militar es mayor que los de los diez países que le siguen ¡juntos! y el atractivo de su soft power (música, cine...) sigue siendo imbatible.

Mientras, Europa se debate en una cuádruple crisis institucional, social, económica e identitaria, con un continente progresivamente dominado por Alemania y en el que se aprecia una triple fractura entre los países del euro y los demás, entre el norte y el sur por razones económicas y, por si fuera poco, entre el Este y el Oeste, como evidencia la crisis de los refugiados de Siria. La UE sigue siendo una potencia mundial que con tan solo el 9% de la población (500 millones) tiene el 25% del PIB del mundo, el 25% del comercio... y el 50% del gasto social del planeta.

Es trágico que con estas bazas no logremos hacernos oír con una voz única por carecer de política exterior común y de músculo militar para defender nuestros intereses políticos y económicos. Hoy Europa está aprisionada entre sus altos costes sociales, una energía más barata en los EEUU y unos salarios más bajos en Asia. Los defectos de la apresurada construcción de su imaginativa arquitectura institucional se han puesto de relieve con la reciente crisis griega y como a perro flaco todo son pulgas han resurgido las insolidaridades, la renacionalización de políticas, la discusión –y a veces suspensión– del sistema de Schengen y la proliferación de partidos nacionalistas y xenófobos. Como consecuencia nuestra influencia global disminuye, como recoge el último informe del Real Instituto Elcano. Por eso se ha dicho que el mundo nos ve como un simpático herbívoro bonachón que nadie considera una amenaza aunque está rodeado de lobos desde Rusia al Mediterráneo. A corto plazo enfrenta en 2017 riesgos mayores que el de Grecia con el referéndum sobre la continuidad británica en la UE o la posibilidad de que Marie LePen y su Front National lleguen al Elíseo.

El centro de la actividad económica mundial se traslada al Pacífico donde China no teme ya mostrar su músculo militar

El tercer elemento es la aparición de nuevos actores, los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), que representan el 50% del PIB mundial, están llenos de problemas y de no menor ambición. Son países con pujantes clases medias que no comparten los valores en que se basa nuestra tradición judeo-cristiana en cuestiones como el género o el valor del individuo frente al colectivo, y que acusan de falta de democracia, de representatividad y de transparencia a las instituciones políticas y económicas surgidas en 1945 de las Conferencias de San Francisco (ONU), Bretton Woods (BM, FMI) y otras que no reflejan su creciente poder e influencia. Arguyen que no tiene sentido que Francia o el Reino Unido sean miembros permanentes del Consejo de Seguridad y no lo sea la India, o que Italia tenga el mismo número de votos que China en el Banco Mundial. Si no lo cambiamos desde dentro se cambiará desde fuera con la creación –ya iniciada– de organismos paralelos controlados por ellos.

Entre todos estos nuevos actores destaca China, refundada por Deng Xiao Ping con una dirección colegiada (que evitara un nuevo Mao), una liberalización económica sometida a la dictadura del Partido Comunista ("un país con dos sistemas") y la obsesión de no despertar recelos en sus vecinos con una política exterior muy cautelosa. Todo esto está cambiando muy deprisa mientras se frena su vertiginoso crecimiento económico. Sea como fuere, el centro de la actividad económica mundial se traslada al Pacífico donde China no teme ya mostrar su músculo militar con el consiguiente nerviosismo de sus vecinos desde Corea a Filipinas o Vietnam y, en especial, Japón. El Mar de China es hoy uno de los lugares más calientes del planeta y donde en cualquier momento puede saltar la chispa.

Otro actor muy importante es Rusia, empujada por el nacionalismo de Putin, que amenaza con hacer saltar por los aires las fronteras heredadas de la Segunda Guerra Mundial mientras busca romper con una aproximación a China su progresivo aislamiento de Occidente.

Estos actores operan sobre un trasfondo en el que juegan un papel determinante factores como la población que crece en unos lugares mientras disminuye en otros, el impacto de la tecnología que nos hace a la vez más libres y más controlables, el creciente predominio de la economía que arrebata grandes decisiones al debate democrático y la creciente pérdida de atractivo de las formas democráticas de gobierno, como muestra el último informe de Freedom House.

Como consecuencia, una vez abandonadas la bipolaridad de la Guerra Fría y la corta hegemonía norteamericana, el mundo parece dirigirse hacia un esquema multipolar caracterizado por la competencia entre estados y bloques de estados mientras perviven, aunque debilitados, los viejos mecanismos de gestión de crisis. Por desgracia el mundo no parece todavía preparado para el deseable multilateralismo donde los países colaboran entre sí y existen instituciones internacionales fuertes para la resolución de conflictos y que se adaptan progresivamente para reflejar la nueva relación de fuerzas de la escena internacional.

Vivimos una aceleración del tempo histórico. Julio César o Cleopatra están más cerca del momento actual que de la inauguración de la Gran Pirámide de Keops y si usted, lector, tiene 50 años, ha visto doblarse la población mundial durante su vida (3.500 millones en 1970 y algo más de 7.000 millones hoy). La humanidad ha pasado milenios navegando a vela pero solo ha necesitado 66 años desde que los hermanos Wright volaran unos pocos metros en 1903 hasta que Amstrong llegó a la luna en 1969. Los cambios son tan acelerados que nos resulta difícil adaptarnos a ellos y lo mismo ocurre en el mundo de las relaciones internacionales.

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