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Jorge Dezcallar

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Los pelos de punta

No es alarmismo barato, la cobardía sería callar cuando se ven indicios de algo que puede acabar llevándonos de nuevo adonde ya estuvimos, con las consecuencias conocidas

Foto: Manifestantes ultraderechistas participan en una protesta en Chemnitz. (EFE)
Manifestantes ultraderechistas participan en una protesta en Chemnitz. (EFE)

No sé a ustedes, pero a mí se me ponen los pelos como escarpias cuando veo en la televisión a esos jóvenes (y no tan jóvenes) que se pasean en Chemnitz y en otros lugares de Europa con el brazo en alto y cara de cabreo lanzando a grito pelado eslóganes fascistoides contra los inmigrantes. Hace poco menos de un siglo el ambiente mostraba algunas similitudes y acabamos con todo un mundo y con 50 millones de muertos.

No es alarmismo barato, la cobardía sería callar cuando se ven indicios de algo que puede acabar llevándonos de nuevo adonde ya estuvimos, con las consecuencias conocidas.

Foto: Imagen de la marcha en Chemnitz (Mathhias Vollmer)

Marine Le Pen y Matteo Salvini se han reunido para calentar motores con vistas a las elecciones europeas del año próximo, con un discurso racista, antiinmigración y anti Unión Europea, a la que ven como causa de todos los males. Como todos los nacionalistas, necesitan un enemigo externo. Hablan de crear un 'frente de la libertad' como “alternativa para salvar a Europa” y les aplaude Steve Bannon, que quiere convertir nuestro continente en banco de pruebas para una revolución mundial reaccionaria.

Les aplauden también esos populistas nórdicos y centroeuropeos que no paran de escalar posiciones en las elecciones de Suecia, Holanda, Austria, Finlandia, Dinamarca y los mismos países de Visegrado, donde las cosas han llegado a tal punto que los tribunales e instituciones de la UE han tenido que tomar medidas para asegurar (?) la independencia de los jueces y de los medios de comunicación en lugares como Polonia y Hungría. Huele muy mal.

Foto: Víktor Orban (izquierda) y Matteo Salvini durante una reunión en Milán, en la que el húngaro llamó 'héroe' al líder de La Liga (EFE)
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Como apesta la victoria hace tres días del populista Jair Bolsonaro en las elecciones de Brasil tras una campaña teñida de violencia y de desinformación. Un individuo que tiene un discurso racista, homófono y xenófobo, que no hace ascos al golpe de Estado, que defiende la tortura y amenaza con encarcelar a sus adversarios políticos, y que quiere reformar la Constitución al margen de los procedimientos establecidos y dar barra libre a los excesos policiales. Aupado por el hartazgo popular de la corrupción del Partido de los Trabajadores, por las dificultades económicas y por una situación de rampante violencia, va a gobernar el sexto país más poblado del planeta.

Aunque sea especialmente grave, no es un caso único, pues ya lo hacen Duterte en Filipinas o Erdogan en Turquía. Y muchos otros, porque las tendencias autoritarias crecen en unos lugares y se confirman en otros como muestra el penoso espectáculo que nos ha proporcionado la monarquía saudí estas últimas semanas... y que al final se quedará en nada, para vergüenza de todos.

Foto: Camisetas del candidato ultraderechista Jair Bolsonaro a la venta en Brasilia, el 27 de octubre de 2018. (Reuters)

Que nadie piense que todo esto no nos afecta en España, porque por un lado formamos parte de esa Europa cuyos valores son discutidos y, por otro, se acaba de celebrar en Madrid, en la plaza de Vistalegre, el congreso de Vox que, con sus eslóganes xenófobos, homófonos e involutivos, con sus “100 medidas para la España viva”, muestra el resurgir de una extrema derecha que no estaba muerta entre nosotros, como queríamos creer, sino solo adormecida.

El sistema liberal que ha regido el mundo desde 1945 ha garantizado nuestra seguridad en un mundo que primero fue bipolar y luego dejó paso a una breve hegemonía norteamericana, que tocó a su fin con los atentados del 11-S. Hoy pasamos del multilateralismo enraizado en el Consenso de Washington a un multipolarismo que Donald Trump acelera y agrava con su desprecio de los tratados firmados (de París sobre el clima o nuclear con Irán) o de las organizaciones y pactos internacionales, desde la ONU a la OTAN.

Foto: Santiago Abascal. (Ilustración: Raúl Arias)

Trump ha llegado a la presidencia de los EEUU a caballo de mentiras, de provocaciones, de originalidades y sorpresas y del malestar de amplios sectores de población que ven degradarse su nivel de vida porque la globalización, que nos ha traído mayores cotas de bienestar, también ha dejado y sigue dejando a mucha gente por el camino, porque el mercado cuando se le deja actuar sin cortapisas toma buenas decisiones para el propio mercado y estas no lo son necesariamente para los ciudadanos.

Es esa combinación de liberalismo y globalización desregulada en un contexto dominado por las revoluciones tecnológica, demográfica y de la información lo que ha producido un aumento de las desigualdades que desemboca en el hundimiento de las clases medias y que hace que mientras los ricos son cada vez más ricos también aumenta el número de los pobres. Y esa es la razón por la que Freedom House constata que la democracia lleva varios años perdiendo atractivo mientras crecen los autoritarismos, y que la Fundación Bertelsmann constata que también baja la calidad democrática en muchos países, incluidos los propios Estados Unidos. Y esa es una receta muy mala que en 1939 nos acabó despeñando por un abismo que nadie vio venir y que nadie deseaba.

Foto: 'Fascismo nunca más', la pancarta en protesta por la entrada de los ultras en el Gobierno austríaco el pasado diciembre. (EFE)
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Entonces ocurrieron una serie de cosas que, salvando todas las distancias que separan estos 75 años, vuelven a verse ahora. No quiero parecer agorero, pero vean si no:

Umberto Eco, en 'El fascismo eterno', cita las siguientes señales del comportamiento fascista:

  • Culto a las tradiciones y a las raíces.
  • Abuso del miedo al que es diferente.
  • Un constante estado de amenaza.
  • Exaltación de la voluntad popular.
  • Oposición al análisis crítico.
  • Obsesión con las conspiraciones y culpables externos.
  • Proclamación de un líder que encarne “la voz del pueblo”.
  • Control y represión de la sexualidad (rechazo de LGTB).
  • Acción antes que razón.
  • Lenguaje limitado y repetitivo.
  • Apelación a una clase social frustrada.
  • Rechazo de las ideas modernas (cambio climático).

Piensen en qué medida se dan ya algunas de estas señales en nuestro entorno.

Por su parte, Oliver Stuenkel, alemán y comprensiblemente preocupado con lo que pasa en su país, ha recordado en un artículo reciente que en 1920 Hitler era un desconocido al que muy pocos tomaban en serio, un individuo con un discurso radical contrario a las minorías, las feministas, los gais, los inmigrantes o la Liga de Naciones. Y sin embargo en 1932 tuvo el 37% de los votos y el año siguiente se convirtió en canciller de Alemania a pesar de ser un demagogo patético y de no ofrecer propuestas concretas. En su opinión, esto pudo ocurrir porque:

  • Los alemanes habían perdido fe en el sistema político y buscaban una cara nueva que cambiara las cosas.
  • Hitler era políticamente incorrecto, pero cada discurso suyo era un espectáculo en el que difundía noticias falsas con mensajes simples.
  • Prometió una restauración de los valores tradicionales a quienes pensaban que el país sufría una crisis moral.
  • En el fondo nadie creía que llevaría a la práctica las amenazas de sus discursos sobre los judíos, homosexuales o comunistas.
  • Ofrecía soluciones simplistas que a primera vista eran atractivas: 'Renacimiento de Alemania'; 'Alemania sobre todo'; 'Un pueblo, una nación, un líder'.
  • Atrajo a las élites ofreciendo un régimen clientelista y cleptómano que les beneficiaba en términos muy concretos.
  • Sembró miedo para acallar protestas y voces disidentes. Los alemanes no eran todos nazis o antisemitas, sino que miraron para otro lado, no se atrevieron a denunciar sus excesos y cuando se dieron cuenta ya era tarde (como diría Bertold Brecht).

Y para que no falte nada, acaba de haber un sangriento atentado contra una sinagoga de Pittsburgh. Por mi parte, yo insistiría en los condicionantes socioeconómicos: tanto en 1930 como ahora ha habido una terrible crisis económica (peor entonces) que ha dañado especialmente a las clases medias y creado muchos nuevos pobres, mientras otros se enriquecen sin medida y la política; los políticos al uso están desprestigiados por problemas de corrupción y no parecen capaces de ofrecer soluciones en un contexto de progresivo desencanto con el sistema democrático.

Entre nosotros, por no ir más lejos, esta situación es el caldo de cultivo de populismos antisistema de derechas (Vox) o de izquierdas (Podemos) y de nacionalismos xenófobos como el de Cataluña. Unos quieren derribar la casa y otros aislar el segundo izquierda del resto del edificio, pero todos reflejan el miedo de quienes ven su calidad de vida en peligro y acusan al sistema liberal, a la globalización, a los inmigrantes y a la revolución tecnológica de sus males. Siempre la culpa la tienen los otros. Buscan protegerse con un cambio radical o levantando un muro que les permita gestionar mejor sus asuntos. Tienen razón en sus denuncias y pueden acertar parcialmente en el diagnóstico, pero yerran en el remedio propuesto porque no es con simplezas o en solitario como solucionaremos nuestros problemas.

Foto: Simpatizantes del partido Amanecer Dorado durante un mitin electoral en Atenas, en mayo de 2014. (Reuters)

Y eso nos lleva a la ruptura del pacto social que se instauró en Westfalia como base del Estado moderno, incapaz hoy de cumplir su parte y garantizar la seguridad y el empleo porque, simplemente, ya no controla la moneda o las fronteras y es incapaz con sus enfoques localistas de dar respuesta a problemas globales como clima, terrorismo o inmigración.

Por eso hay que reinventar la política para hacerla de nuevo atractiva: desde los partidos políticos, que deben acercarse a los ciudadanos a los que dicen servir en lugar de ser torres de marfil atentas únicamente a sus propios intereses y minados por constantes casos de corrupción, hasta la propia Unión Europea, necesitada de más integración, más redistribución y más rendición de cuentas. El otro día escribía el ministro Borrell que frente al populismo, Europa debe hacerse más popular, y estoy de acuerdo.

Y si eso no se hace, podemos volver a tropezar en la misma piedra. Los síntomas son preocupantes para el que no esté totalmente ciego.

No sé a ustedes, pero a mí se me ponen los pelos como escarpias cuando veo en la televisión a esos jóvenes (y no tan jóvenes) que se pasean en Chemnitz y en otros lugares de Europa con el brazo en alto y cara de cabreo lanzando a grito pelado eslóganes fascistoides contra los inmigrantes. Hace poco menos de un siglo el ambiente mostraba algunas similitudes y acabamos con todo un mundo y con 50 millones de muertos.

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