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La esfinge habla y designa
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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La esfinge habla y designa

Nadie mejor que Tuñón de Lara ha descrito cómo una sociedad puede llegar a interiorizar la corrupción. La población asumía la compraventa de votos con tal

Nadie mejor que Tuñón de Lara ha descrito cómo una sociedad puede llegar a interiorizar la corrupción. La población asumía la compraventa de votos con tal naturalidad en las primeras décadas del siglo XX, que en Zamora “el pueblo se amotinó, con mujeres en cabeza, en protesta porque, al no haber más que un candidato, se frustraban sus esperanzas de vender sus votos”. Algo hemos avanzado.

Extinguir la corrupción es como erradicar el asesinato, un imposible. Pero esa certeza no nos hace desistir de encarcelar a los asesinos. Siguiendo el razonamiento que Rajoy aplicó a la corrupción en el debate de investidura, no haríamos nada para prevenir el asesinato: como la mayoría de la gente no mata, clamar contra los criminales da alas a quienes insisten en ensuciar la reputación humana.

España no figura entre los países más corruptos de Europa; tampoco entre los más limpios. Nuestro gran problema no reside en que la proporción: hace dos años el fiscal general del Estado realizó un informe, según el cual el porcentaje de concejales y alcaldes inmersos en procesos judiciales por delitos relacionados con la corrupción no llegaba al 1%. ¿Debemos conformarnos? Si tomamos los números absolutos, claramente no: 594 procedimientos judiciales

son demasiados.

Con todo, lo peor no es la extensión de la corrupción, sino la impunidad que los partidos han mostrado con los corruptos. Aunque solemos apreciar la dimisión de un cargo público sorprendido en un escándalo; yo preferiría que alguna vez nos enteráramos primero de la dimisión y después del motivo, es decir, que los propios partidos tomaran medidas antes de que los casos lleguen a la prensa. Lo saben siempre antes.

Amparar la corrupción transmite a los ciudadanos la impresión de que los partidos son instituciones podridas por entero. Y sin embargo, no nos hallamos ante un problema de percepción, sino de cultura política. Los partidos la minimizan o la justifican, algo parecido a lo que hacen los medios. Son, en fin, numerosos los ciudadanos de a pie que en seguida se confiesan culpables: “Si yo tuviera el cargo lo haría”. Afirmaciones de ese tenor deberían abochornar a los políticos, por la incapacidad para influir en una cultura de tolerancia demasiado extendida.

Una ley de transparencia

A estas alturas, una ley de transparencia resulta inexcusable, para evitar la discrecionalidad en la decisión pública y para que los ciudadanos dispongan de información respecto a la que pedir cuentas a los gobernantes. Sin embargo, se seguirá quedando corta si no se hace pedagogía, si no se inculca en los ciudadanos la idea de que el corrupto es un ser antisocial, que detrae recursos públicos para sufragar intereses privados, ya sean personales o de partido.

No entiendo las dificultades de Rajoy –a quien The Economist llamó “la esfinge” hace poco más de un mes- en el debate de investidura para pronunciarse en ese sentido y el entusiasmo con que se entregó a nuevas justificaciones. Desperdició una ocasión de oro para hacer ese discurso público de repudio a la corrupción que tanto necesitamos y dio una respuesta imprevista, algo impropio de él. Menos mal que volvió a su ser con los nombramientos ministeriales: gente fiel y cercana; agradecimientos y reconocimientos; declaración a la prensa sin permitir preguntas. Una expectación inmensa, abonada por su propio silencio, que se desinfla en cinco minutos. Su más puro estilo. Les deseo mucha suerte.

Nadie mejor que Tuñón de Lara ha descrito cómo una sociedad puede llegar a interiorizar la corrupción. La población asumía la compraventa de votos con tal naturalidad en las primeras décadas del siglo XX, que en Zamora “el pueblo se amotinó, con mujeres en cabeza, en protesta porque, al no haber más que un candidato, se frustraban sus esperanzas de vender sus votos”. Algo hemos avanzado.