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Crítica de la razón cínica
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Crítica de la razón cínica

Tecnócratas, aristócratas, plutócratas, oligarcas… Existen múltiples maneras de llamar a los gobernantes dependiendo de lo que prime en su caracterización. Pero, ¿y si la historia estuviera

Tecnócratas, aristócratas, plutócratas, oligarcas… Existen múltiples maneras de llamar a los gobernantes dependiendo de lo que prime en su caracterización. Pero, ¿y si la historia estuviera dando un giro y aún no tuviéramos acuñada la palabra precisa para designar lo que estamos viviendo? Entonces sería urgente designar –y por tanto identificar- una forma de Gobierno fundada en un cinismo radicalmente desacomplejado, en una estrategia de engaño compleja que desborda la mera fabricación de embustes. No estaríamos hablando de alguien que manipulara la realidad, tratara de edulcorarla o camuflarla, pues estas operaciones, al fin y al cabo, tienen en común el considerar la realidad como algo primordial: la materia prima sobre la que elaborar la tergiversación. Lo que estamos viendo –y no es la primera vez- va un paso más allá: se trata de un discurso cuya pretensión pasa por suplantar la realidad, crear un relato alternativo que ha prescindido de todo anclaje con el mundo, en el que ya las palabras no son el vínculo que une nuestra conciencia con el mundo real, sino las muñidoras de una realidad paralela.

Si sospecháramos que todo esto puede estar ocurriendo, resultaría de vital importancia advertirlo, pues a pesar de las muchas formas que adopta la mentira, todas ellas se relacionan con la opacidad, la desconfianza, la irresponsabilidad y, en última instancia, la impunidad, rasgos verdaderamente peligrosos en un gobernante. La verdad, por el contrario, con todos sus matices y hasta su merma ocasional, se relaciona con la transparencia, la confianza y la rendición de cuentas. Pese a la inexistencia de los Reyes Magos, se trata, sin duda, de virtudes muy recomendables para la cosa pública.

Lo que estamos viendo –y no es la primera vez- va un paso más allá: se trata de un discurso cuya pretensión pasa por suplantar la realidad, crear un relato alternativo que ha prescindido de todo anclaje con el mundo, en el que ya las palabras no son el vínculo que une nuestra conciencia con el mundo real, sino las muñidoras de una realidad paralela

Esa suplantación de la realidad se asemeja a hacernos luz de gas a los ciudadanos. Se trataría de llevar a la gente hasta el límite de su cordura, no para hacerla dudar de sus convicciones o dejarla paralizada por su ignorancia frente a problemas complejos. Se trataría de abolir los procesos lógicos elementales que realiza la mente humana. Sería el caso de un ministro de Hacienda afirmando que estos son los “presupuestos más sociales de la historia”; un ministro de Justicia aseverando que sube las tasas para garantizar la “justicia gratuita”; una ministra de Trabajo que dicta la pérdida de poder adquisitivo de las pensiones con un decreto “de medidas de consolidación y garantía del sistema de la Seguridad Social”; una ministra de Sanidad que defiende la sanidad universal mientras la entierra; y un presidente del Gobierno que asegura: “Todo lo que hacemos es para crear empleo”, sin dejar de destruirlo, o que trae al Congreso un decreto tras otro mientras asegura: “Quiero promover el diálogo político”.

En suma, sería un Gobierno que nos interpela cada día a la manera de Groucho Marx: “¿Va usted a creerme a mí o lo que ven sus ojos?”. Ante el cinismo superlativo, el ciudadano se pregunta si la negación de la realidad es también una mentira, es decir, una calculada estrategia que desplegar ante los ciudadanos o si realmente el gobernante vive en el engaño que pretende extender. Peter Sloterdijk, en su célebre Crítica de la razón cínica, nos daba una pista al describir a los cínicos: “Una cierta amargura elegante matiza su actuación, pues los cínicos no son tontos y más de una vez se dan cuenta total y absolutamente de la nada a que todo conduce. Su aparato anímico se ha hecho, entretanto, lo suficientemente elástico como para incorporar la duda permanente a su propio mecanismo como factor de supervivencia. Saben lo que hacen, pero lo hacen porque las presiones de las cosas y el instinto de autoconservación a corto plazo hablan su mismo lenguaje y les dicen que así tiene que ser. De lo contrario, otros lo harían en su lugar y quizá peor”. Saben lo que hacen y lo que dicen. Vayamos, pues, pensando en un nombre. 

Tecnócratas, aristócratas, plutócratas, oligarcas… Existen múltiples maneras de llamar a los gobernantes dependiendo de lo que prime en su caracterización. Pero, ¿y si la historia estuviera dando un giro y aún no tuviéramos acuñada la palabra precisa para designar lo que estamos viviendo? Entonces sería urgente designar –y por tanto identificar- una forma de Gobierno fundada en un cinismo radicalmente desacomplejado, en una estrategia de engaño compleja que desborda la mera fabricación de embustes. No estaríamos hablando de alguien que manipulara la realidad, tratara de edulcorarla o camuflarla, pues estas operaciones, al fin y al cabo, tienen en común el considerar la realidad como algo primordial: la materia prima sobre la que elaborar la tergiversación. Lo que estamos viendo –y no es la primera vez- va un paso más allá: se trata de un discurso cuya pretensión pasa por suplantar la realidad, crear un relato alternativo que ha prescindido de todo anclaje con el mundo, en el que ya las palabras no son el vínculo que une nuestra conciencia con el mundo real, sino las muñidoras de una realidad paralela.