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Y si España tampoco fuera país para viejos
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Y si España tampoco fuera país para viejos

Hace menos de una semana, un hombre de 86 años mató a su mujer, de 83, y se suicidó. Ambos vivían en Asturias, o digamos mejor

Hace menos de una semana, un hombre de 86 años mató a su mujer, de 83, y se suicidó. Ambos vivían en Asturias, o digamos mejor que residían; vivir es algo más. Ella tenía síndrome de Alzheimer en fase terminal y él, desesperado, decidió que había llegado el momento de morir ambos, según apunta la investigación policial.

Una búsqueda somera en Google me lleva a otros cinco casos similares en los últimos tres años. En la localidad de Casa Nueva (Granada), en noviembre de 2012, un hombre de 78 años disparó a su mujer, de 77, y se suicidó a continuación. Ella tenía paralizado medio cuerpo a consecuencia de un ictus, él estaba a punto de ser operado. Unos meses antes un hombre de 74 años había disparado a su mujer de 65 en Vilardevós (Orense), y luego se había suicidado, aunque no sufrían enfermedad alguna. En Museros (Valencia), ocurrió en junio de 2011: un hombre de 79 años mató a su mujer de 82 y se quitó la vida con una pistola. Ese mismo año en Poble Sec (Barcelona) fue una mujer de 80 años la que estranguló a su marido, que sufría alzhéimer, pero no se suicidó, sin que las crónicas den muchos detalles. Tampoco lo hizo el hombre que en octubre de 2010, a sus 82 años, mató a su mujer de 80 en Málaga. Aunque lo intentó. "No he podido", explicó después, "hemos decidido no vivir más porque esto no es vida". Ella llevaba tres años postrada en cama; él necesitaba asistencia 24 horas al día.

No seríamos justos si quisiéramos simplificar o camuflar estas situaciones desesperadas, ni si las obviáramos para no enfrentarnos al siempre postergado debate sobre la eutanasia

La lista no es ni mucho menos exhaustiva. Estos casos han saltado a los medios de comunicación porque las muertes fueron violentas o incluso tuvieron implicaciones públicas, cuando el suicidio se produjo arrojándose al vacío. Me pregunto cuántos otros ocurren sin que siquiera nos enteremos. Me pregunto cómo quedan registrados para la estadística oficial cuando en las noticias tienden a asimilarse a la violencia de género, salpimentados a menudo con declaraciones de cargos públicos apuntando en esa dirección.

¿Y si todo fuera mucho más complejo? ¿Y si los formularios administrativos no dispusieran de la casilla adecuada para reflejar este fenómeno? ¿Y si ni siquiera dispusiéramos de una palabra para designar un homicidio-suicidio con reminiscencias de eutanasia?

El infierno adopta formas silenciosas en la vida cotidiana de las parejas. Gracias a la relevancia que como sociedad hemos dado a la violencia de género, ahora sabemos mucho más sobre ella. Cuenta con sus estadísticas y sus estudios; sus novelas y películas. Todo eso es positivo, pero no debería llevarnos al camino fácil de asimilar situaciones que en muchos casos no tienen nada en común, sólo porque sea el hombre quien, casi siempre, adopta el papel de homicida.

La película Amor, de Michael Haneke, describe también un infierno, pero de características muy diferentes. Nos cuenta todo aquello que no se ve en la vida de un matrimonio de ancianos. De algunos casos reales hemos tenido alguna información más. Los de Granada dejaron una nota manuscrita explicando que lo hacían de mutuo acuerdo porque no querían ser una carga para sus familiares. En otros casos, parece ser uno solo de los cónyuges el que decide sobre la vida de los dos: la realidad está llena de matices, pero una sociedad madura debe ser capaz de explicarse lo que le sucede con toda su complejidad. Pudiera ocurrir que muchas parejas ancianas estuvieran viviendo situaciones terribles que, como sociedad, debemos, antes de nada, identificar correctamente. Es la única forma de saber si se está haciendo todo lo posible para ahorrar sufrimiento a personas mayores que han trabajado toda su vida por los que vinimos después. No seríamos justos si quisiéramos simplificar o camuflar estas situaciones desesperadas, ni si las obviáramos para no enfrentarnos al siempre postergado debate sobre la eutanasia.

Hace menos de una semana, un hombre de 86 años mató a su mujer, de 83, y se suicidó. Ambos vivían en Asturias, o digamos mejor que residían; vivir es algo más. Ella tenía síndrome de Alzheimer en fase terminal y él, desesperado, decidió que había llegado el momento de morir ambos, según apunta la investigación policial.

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