Palabras en el Quicio
Por
Desangrados por la (mala) educación
La noticia espeluznante de la semana la dio el secretario general de la OCDE, Ángel Gurría: los titulados universitarios españoles tienen un nivel equivalente al de
La noticia espeluznante de la semana la dio el secretario general de la OCDE, Ángel Gurría: los titulados universitarios españoles tienen un nivel equivalente al de un estudiante de secundaria japonés. El titular debería haber tenido tratamiento de masacre, pues equivale a un bombardeo masivo del país. Sin embargo, al no verse en pantalla los cuerpos sanguinolentos y los miembros destazados, nadie se ha escandalizado. Ninguna televisión ha encontrado la imagen morbosa para ilustrar el varapalo. Todo ha seguido su curso, a pesar de que deberíamos estar de luto y en silencio, reflexionando: ¿nos enterramos definitivamente como país o hacemos un último intento de sacar la cabeza?
No sé qué nos puede obligar a reaccionar si no lo hacen noticias como éstas. Se nos desangran los cerebros, los talentos. Se nos desarbola el alma creativa, científica, innovadora. Y a nadie parece alarmarle. Ahora sí estamos completamente desnudos: no son sólo los informes PISA respecto a la enseñanza obligatoria; son también las universidades las que no dan el nivel. Apenas puede sorprender que uno de cada tres licenciados ocupe puestos por debajo de su cualificación. Esto frustra a cualquiera, pero además es un auténtico despilfarro de dinero público. Sencillamente no preparamos a la gente para enfrentarse al mundo en el que van a vivir, y esto es una de las más graves acusaciones que se pueden formular a quienes han gobernado el país los últimos 40 años. En realidad, podríamos hablar de los últimos 200, pero cuarenta bastan para invertir la inercia histórica y no se ha hecho.
El país retratado en ese informe de la OCDE tira a primitivo. Cuando éramos ricos y vivíamos los años felices del ladrillo, una tendía a creer que el conocimiento y la formación de la población aumentarían parejos al PIB. Pero en sabiduría ni siquiera tuvimos burbuja. No. Nada en absoluto: también entonces seguimos produciendo camareros y peones. Naturalmente, no tengo nada en contra de ellos, pero eso significa mano de obra con poco valor añadido, poca cualificación y sueldos bajos. También a ellos les beneficiaría que al fin alguien tuviera el sentido de Estado necesario para ponerse a trabajar en una profunda reforma educativa.
Para que dentro de quince o veinte años encontremos nuestro auténtico lugar –el que nos corresponde– entre los países desarrollados necesitamos, en primer lugar, dejar de pensar en las elecciones: nada se puede cambiar en la Educación si se piensa a cuatro años vista. En segundo lugar, nos haría falta también dejar de despilfarrar dinero en esos fondos de formación que han cebado la corrupción política, sindical y empresarial. ¿Se imaginan qué calidad tendría la Formación Profesional se le hubieran destinado esas ingentes sumas de dinero?
Seríamos otro país. Pero no quiero ponerme melancólica. En 10 años, China e India tendrán millones de titulados universitarios altamente cualificados. ¿Qué vamos a hacer? La palanca de la educación mueve al ser humano y mueve los países, pero sólo se puede activar desde el poder político. Exijámosle que lo haga. Se trata de arrancar a los gobernantes de su cortoplacismo letal e instarles a construir un sistema educativo que extraiga lo mejor de cada ciudadano y lo sitúe en condiciones de ofrecérselo a la sociedad. ¿No vale la pena intentarlo?
La noticia espeluznante de la semana la dio el secretario general de la OCDE, Ángel Gurría: los titulados universitarios españoles tienen un nivel equivalente al de un estudiante de secundaria japonés. El titular debería haber tenido tratamiento de masacre, pues equivale a un bombardeo masivo del país. Sin embargo, al no verse en pantalla los cuerpos sanguinolentos y los miembros destazados, nadie se ha escandalizado. Ninguna televisión ha encontrado la imagen morbosa para ilustrar el varapalo. Todo ha seguido su curso, a pesar de que deberíamos estar de luto y en silencio, reflexionando: ¿nos enterramos definitivamente como país o hacemos un último intento de sacar la cabeza?