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No es nazismo, es peor
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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No es nazismo, es peor

Estuve en Auschwitz hace un mes. Vi los restos de las cámaras de gas, donde se ejecutaba la “solución final” acordada en la reunión de Wannsee.

Foto: Steven Sotloff, antes de ser asesinado (Reuters)
Steven Sotloff, antes de ser asesinado (Reuters)

Estuve en Auschwitz hace un mes. Vi los restos de las cámaras de gas, donde se ejecutaba la “solución final” acordada en la reunión de Wannsee. Aquellos asesinatos industriales permitían a las SS soslayar ciertos reparos morales que habían surgido entre sus agentes. Las ejecuciones de prisioneros a punta de pistola, el paredón, el tiro en la cabeza colocaban demasiado cerca al asesino y a la víctima. Cuando se fueron haciendo masivas y con la reiteración de los años, esas muertes empezaron a provocar ciertas incomodidades entre los agentes de las SS, que a veces derivaban en suicidios o alcoholismo.

Las cámaras de gas resultaban por tanto convenientes para mantener las distancias con los judíos y evitar cualquier reticencia de los verdugos: algo así como una orden de alejamiento que pide el asesino para resguardarse de su propio crimen. En Auschwitz, los prisioneros hacían un recorrido que se asemejaba a una revisión médica para acabar entrando ellos solos –apenas algún grupo se rebeló– en la cámara donde, según les habían explicado, tomarían una ducha. En seguida se liberaba el Zyklon-B y caían muertos.

Me vinieron a la memoria esos reparos de los agentes de las SS cuando hace unos días Manuel Martorell definía las prácticas del Estado Islámico (EI) como “nazismo islámico”. La denominación aún se queda corta para ese EI al que no abarcan las etiquetas de “grupo terrorista”, “grupo yihadista extremista”, “milicia armada”. Ningún sintagma ha conseguido aún encerrar con precisión esta barbarie. Pensábamos que ningún horror podía superar al nazismo y estamos descubriendo que los asesinos del EI todavía prefieren degollar a sus víctimas con sus manos. Marcan para la muerte a los infieles, los crucifican, violan a las mujeres. Están matando por cientos a los iraquíes y sirios que no se convierten a su versión del islam. Galvanizan a los niños para convencerlos de que se conviertan en yihadistas y mártires, como muestran algunos vídeos (terroríficos pero no escabrosos, por si los quieren ver). Convencidos del servicio que prestan a la limpieza religiosa del mundo, todo reparo humano queda disipado. Si el nazismo instauró la aniquilación industrial del diferente, el EI vuelve a la matanza artesanal, al criminal fieramente orgulloso de sentir los estertores del infiel.

Se trata de una crueldad que infunde terror a cinco mil kilómetros de distancia. Esas milicias integraban hace unos meses no más de 8.000 personas y hoy cuentan con 60.000. En pocas semanas han decapitado a dos periodistas freelance, James Foley y Steven Sotloff. Para los que no entienden anglicismos, en este contexto, freelance significa periodista precario, siempre entre la inseguridad y la quiebra cuya memoria no será reivindicada por ningún medio, caso de ser asesinado en el ejercicio autónomo de la profesión. A ambos les faltó esa pertenencia pero es obligado rendirles homenaje. La milicia salvaje del EI estremece al mundo decapitando ante nuestros ojos a los más libres de quienes ejercen una profesión fundamental para la libertad de todos los demás. Tiene sentido. El asesinato es aquí acción propagandística inequívoca: su enemigo es la libertad.

Estuve en Auschwitz hace un mes. Vi los restos de las cámaras de gas, donde se ejecutaba la “solución final” acordada en la reunión de Wannsee. Aquellos asesinatos industriales permitían a las SS soslayar ciertos reparos morales que habían surgido entre sus agentes. Las ejecuciones de prisioneros a punta de pistola, el paredón, el tiro en la cabeza colocaban demasiado cerca al asesino y a la víctima. Cuando se fueron haciendo masivas y con la reiteración de los años, esas muertes empezaron a provocar ciertas incomodidades entre los agentes de las SS, que a veces derivaban en suicidios o alcoholismo.