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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Co-co-co corrupción

Pese a las apariencias, la preocupación del presidente por la corrupción es en sí misma fraudulenta. Ayer se puso circunspecto y fingiendo sentido de la responsabilidad

Foto: El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (Reuters)
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (Reuters)

Pese a las apariencias, la preocupación del presidente por la corrupción es en sí misma fraudulenta. Ayer se puso circunspecto y, fingiendo sentido de la responsabilidad, afirmó en el Congreso: “La corrupción es un hecho”. Entre ese Rajoy y el de la investidura –“Yo no puedo aceptar de ninguna de las maneras que aquí haya una corrupción política generalizada”– median tres años. No tres años cualesquiera, sino los tres años en que los ciudadanos han quedado “ahítos de vino malo”, como decía el poeta. Ahítos de corrupción e impunidad.

Rajoy sólo consiguió hacer un inmenso ejercicio de cinismo, por dos motivos:

El primero era Ana Mato, el fantasma sobrevolando el hemiciclo, la ausencia hecha presencia, la dimisionaria que guardará siempre en un cajón su última nota exculpatoria, no hecha pública. Si el juez Ruz hubiera dado a conocer su auto tres días más tarde, ella seguiría siendo ministra. La dificultad que le planteaba Mato a Rajoy anteayer no estaba relacionada con el confeti. Se trataba de un problema escénico: Rajoy no podía subirse a la tribuna con ese lastre al cuello, aunque tres días después se lo hubiera echado a la espalda, allí donde lleva clavado el embargo de la sede de su partido, los 15 imputados peperos de la Púnica, la alcaldesa de Alicante, etcétera, etcétera, etcétera. Esta es la primera cuestión: ahora que Rajoy ha comprendido que “la corrupción es un hecho” cree que es un hecho estético y no político, ni mucho menos ético.

El segundo hecho que hizo obvio su cinismo fue él mismo. Se presentó ante la oposición fingiendo traer bajo el brazo una propuesta de acuerdo amplio para acabar con la corrupción, y empezó a desgranar la farfolla habitual, que si entre todos hemos de terminar con esta lacra, que si nos azota, que si nos incomoda mucho a la gente honrada, que si yo soy de Pontevedra y bla, bla, bla. Una simple pregunta restauró la realidad: si Ana Mato ha dimitido porque el juez Ruz la considera “partícipe a título lucrativo”, y el PP también ha sido calificado como “partícipe a título lucrativo” de la misma trama, ¿por qué Rajoy no dimite también? Él es presidente de su partido y, por tanto, responsable político.

No tenía la menor intención de llegar a ningún acuerdo, y lo sé con certeza porque UPyD le escribió una carta hace un mes proponiéndole más de 20 medidas contra la corrupción y ni siquiera se dignó a contestar. Un presidente con modales contestaría. Un presidente serio, además, hubiera respondido afirmativamente. Entre esas medidas figuraba una reforma constitucional para eliminar el aforamiento de diputados, senadores y miembros del Gobierno. Constituiría una clara señal para los ciudadanos de que se empezaba a erradicar la impunidad. Una segunda medida urgente consistiría en garantizar la independencia de la justicia cambiando el sistema de elección del CGPJ. Ambas se podrían aprobar en pocas semanas con voluntad política. Rajoy prefirió fingir que ataja el problema de la corrupción, mientras deja que los jueces le hagan las crisis de Gobierno. Entró buscando complicidad con la oposición, salió sabiendo que sólo hallará cómplices en su propio partido.

Pese a las apariencias, la preocupación del presidente por la corrupción es en sí misma fraudulenta. Ayer se puso circunspecto y, fingiendo sentido de la responsabilidad, afirmó en el Congreso: “La corrupción es un hecho”. Entre ese Rajoy y el de la investidura –“Yo no puedo aceptar de ninguna de las maneras que aquí haya una corrupción política generalizada”– median tres años. No tres años cualesquiera, sino los tres años en que los ciudadanos han quedado “ahítos de vino malo”, como decía el poeta. Ahítos de corrupción e impunidad.

Mariano Rajoy