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Los lectores de un solo libro son peligrosos
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Los lectores de un solo libro son peligrosos

En los momentos más álgidos de la moda de títulos del tipo “Las mujeres que leen son peligrosas”, me mantuve firme pensando que ninguna lectura es

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En los momentos más álgidos de la moda de títulos del tipo “Las mujeres que leen son peligrosas”, me mantuve firme pensando que ninguna lectura es peligrosa o, digamos, no más peligrosa que comercial…

Sin embargo, desde el miércoles, cuando unos mastuerzos entraron en la redacción de Charlie Hebdo y descerrajaron sus ametralladoras hasta matar a doce personas ilustres –doce inteligencias soberbias– y dejar malheridas a otras cuantas, he cambiado de opinión. Se ha escrito hoy sobre la necesidad de proteger nuestras libertades, y que sea necesario insistir en algo obvio ya resulta revelador respecto a la inexplicable confianza en nuestros valores para defenderse por sí solos.

Los terroristas nos han tocado el corazón a todos los europeos, pero cuando acabemos de enterrar a nuestros muertos, habrá que entrar en el fondo del asunto. Este no es otro que la peligrosidad o no de ciertas lecturas. Los yihadistas consideran peligrosa a la gente que lee Charlie Hebdo, porque se ríe de Mahoma. La risa no sólo es el estallido de la inteligencia; en la vida pública, la risa es, sobre todo, irreverencia. Se puede no estar presente en la vida pública para evitar ser objeto de burla, pero tener presencia –como sin duda quiere el islam, y todas las religiones– sin exponerse a la mofa, es reivindicar un privilegio. Se trata de una prebenda no menor, que ataca el corazón de la democracia europea, cuyo éxito se basa en un toma y daca de análisis y crítica intelectual, del que esperamos surjan las mejores opciones de convivencia.

Ellos dirán que el Corán prohíbe retratar a su profeta para evitar la idolatría, pero la verdad hoy día es justamente lo contrario. En nuestra cultura de la imagen, prohibir la representación es una manera de sacralizar la religión, valga la redundancia. En un mundo en el que nada es sagrado y todos somos susceptibles de ser grabados, fotografiados, compartidos y empaquetados, como una commodity más, dicho privilegio pasa, además, por imponer unas reglas privadas –las de los practicantes de la fe musulmana– al conjunto de la sociedad. En este punto la pretensión es radical, pues equivale a abolir la libertad de culto.

Lo peligroso es que hay personas no tan radicales –es decir, musulmanes moderados que condenan con vehemencia los atentados yihadistas– que comparten la pretensión de que su profeta no sea representado y así lo manifestaron durante la crisis de las caricaturas de Mahoma, allá por 2006. Me atrevo a decir que también muchos creyentes de otras religiones piensan que su fe merece un respetoextra bonus, por encima del que merecen las creencias políticas o literarias. ¿Podríamos los miembros del Club Russell exigir que nadie critique jamás a nuestro amado filósofo? ¿Por qué ciertas creencias reclaman para sí un estatus de privilegio sin sonrojo? Este es el nudo que deben resolver quienes se crean moderados pero acepten restricciones a la libertad de expresión en nombre de cualquier dios.

El secreto mayor lo desveló Coetzee en Contra la censura: los censores ansían el día en que puedan retirarse habiendo instalado en lo más íntimo de cada uno de nosotros –y especialmente de los periodistas y los dibujantes– un censor. Antes venía con manguitos y lápiz rojo y ahora se presenta con Kaláshnikov, pero de cualquier modo, todo censor aspira a esparcir la autocensura. Por eso debemos estar mucho más vigilantes en nuestros corazones que en las terminales de los aeropuertos. Y no ceder a las pretensiones de los moderados que llaman respeto a lo que no es sino miedo.

Al final, lo que diferencia a moderados de fanáticos son las lecturas, por eso no hay que dejar de ponerles a mano toda la crítica posible a su religión. No hay ningún libro amenazador. Los peligrosos de verdad son quienes leen un solo libro, pongamos el Corán, una y otra vez, mañana y tarde, año tras año. Esos son los que se niegan a aceptar las incertidumbres de nuestra sociedad abierta y siempre encontrarán motivos para indicarnos violentamente su camino correcto.

En los momentos más álgidos de la moda de títulos del tipo “Las mujeres que leen son peligrosas”, me mantuve firme pensando que ninguna lectura es peligrosa o, digamos, no más peligrosa que comercial…

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