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Graciano Palomo

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Resople churchilliano en la España de hoy

Hay dos modos de enfrentarse a las grandes crisis del momento. La primera con la rendición pura y dura, aceptando sin más el devenir que implanten los acontecimientos

Foto: Una estatua de Winston Churchill. (Reuters)
Una estatua de Winston Churchill. (Reuters)

Hay una desesperanza más que descriptible en amplísimas capas de la sociedad española. Un pesimismo profundo, que ni siquiera las interminables charlas en modo “aló, presidente” pueden desinflar.

No había visto en mi país tal desazón nunca. Nadie puede poner en cuestión que España es una gran nación, con un pueblo extraordinaria, sufrido, pagano y en no pocas ocasiones humillado por sus dirigentes. Y porque somos un gran pueblo no podemos aceptar que se nos intente vender lo que ahora mismo no somos.
Un primer ministro que se precie tiene que dirigirse a la nación no para tirar confetis, ni dar gato por liebre, ni intentar engañar. Para decirle a ese pueblo la verdad de lo que hay, contarle sin tapujos la situación en la que se encuentra.

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“Lucharemos en las playas, en las colinas, en las pistas de aterrizaje, defenderemos nuestra forma de vivir por tierra, mar y aire, en defensa de la libertad y jamás nos rendiremos… ¡No nos rendiremos jamás!, gritó Winston Churchill en Wenminster cuando algunos de sus ministros plantearon la rendición ante el nazismo. Claro, que antes, cuando las bombas de la Lüftwaffe destruían Londres, solo prometió lo que podía: sangre, sudor y lágrimas.

Hay dos modos de enfrentarse a las grandes crisis del momento. La primera con la rendición pura y dura, aceptando sin más el devenir que implanten los acontecimientos. La otra, con la gallardía que se presume en el primer Ejecutivo del país, diciendo la verdad y convocando sin falsedades, ni trapacerías, al esfuerzo colectivo en busca de la esperanza.

Se la ganó durante los últimos cuarenta años con el olvido del pasado cainita, la generosidad y esfuerzo colectivo

Para ello es necesario que al frente haya un líder al que se le pueda creer, honrado en sus proclamas y lo más alejado posible de cualquier vuelo gallináceo. El pueblo español se merece esa esperanza. Se la ganó durante los últimos cuarenta años con el olvido del pasado cainita, la generosidad y esfuerzo colectivo.

No olvido, sin embargo, que nadie puede dar lo que no tiene.

Hay una desesperanza más que descriptible en amplísimas capas de la sociedad española. Un pesimismo profundo, que ni siquiera las interminables charlas en modo “aló, presidente” pueden desinflar.

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