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Ecoansiedad, el nuevo síndrome de los apocalípticos climáticos
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Josep Martí Blanch

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Ecoansiedad, el nuevo síndrome de los apocalípticos climáticos

Es un error tomarse a broma esta enfermedad. A poco que uno piense en ella, no puede sino verla como un malestar natural e inevitable derivado de la honestidad del sujeto que la sufre

Foto: COP26 en Glasgow. (Reuters/Hannah McKay)
COP26 en Glasgow. (Reuters/Hannah McKay)

Uno milita en el escepticismo y no hay pastillas ni brebajes que palíen este mal de la edad. Así que cuando el pasado fin de semana un reportaje de televisión presentaba a unos jóvenes como pacientes afectados por una nueva patología bautizada como 'ecoansiedad', la primera reacción fue la esperada en gente de mi calaña: ¡menuda idiotez!

Asistí con curiosidad de televidente a las explicaciones sobre la sintomatología de este nuevo mal. Por lo que parece, las personas que padecen ecoansiedad viven tremendamente angustiadas por los efectos del cambio climático. Les obsesiona particularmente la idea de estar viviendo la cuenta atrás que anticipa el fin de la vida en el planeta. Ven ya cabalgar ante sus ojos a los jinetes del hambre, la guerra y la muerte. Por eso no quieren tener hijos, desarrollan actitudes de ira y rabia contra su entorno más cercano por considerarlo poco concienciado sobre el Apocalipsis climático y pueden acabar padeciendo los síntomas propios de los estadios depresivos.

Adivinan perfectamente los comentarios que siguieron al visionado de la información. Pueden resumirse en: “Menos escucharse y más trabajar. Que les den un pico y una pala y los pongan a sudar ocho horas diarias cinco días a la semana y se les pasará la ecoansiedad”. Sean ahora generosos en su juicio con un servidor. Valoren el eximente de la confesión espontánea y también que todos tenemos derecho a liberar de vez en cuando —preferiblemente en privado— al cuñado que llevamos dentro.

La Climate Change Conference de Glasgow (COP26) ha vuelto a poner el mundo ante el espejo de sus contradicciones

Anoten también que con el paso de las horas he cambiado de opinión. Del menosprecio burlón he pasado a la plena empatía con esos jóvenes. Del desdén inicial a considerar que lo de la ecoansiedad es, a fin de cuentas, lo menos que puede padecer una persona si de verdad cree que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina, que vamos a contar los muertos por cientos de millones y que además todo es por su culpa y la de sus congéneres.

Mi conclusión rectificada es que es un error tomarse a broma esta nueva enfermedad. A poco que uno piense detenidamente en ella, no puede sino verla como un malestar natural e inevitable derivado de la honestidad del sujeto que la sufre. Sujeto que actúa en consecuencia con los discursos catastrofistas que viene escuchando y que él cree a pies juntillas. Dicho de otro modo, si usted da pábulo a los titulares ambientales que vienen reproduciéndose a diario —del tipo “El reloj del apocalipsis ya está en marcha”— y la angustia o la rabia no toman el mando de su cerebro, el problema quizás es suyo, no de la chiquillada que sufre ecoangustia. Otra cosa es que usted y yo formemos parte del multitudinario grupo de ciudadanos que dan por bueno todo lo que escuchan con la oreja derecha y a continuación lo dejan salir por la izquierda habiendo previamente concluido que no hay para tanto.

Foto: Michael Shellenberger. (EFE)

La Climate Change Conference de Glasgow (COP26) ha vuelto a poner el mundo ante el espejo de sus contradicciones. Por un lado, nos dicen, se acaba la vida en la tierra tal y como la conocemos, más mañana que pasado, y por el otro la política, la economía y la realidad toman decisiones decepcionantes e insuficientes para evitarlo, según afirman los abanderados más vehementes del catastrofismo ambiental. Malas noticias para los ecoangustiados y más motivos para darles la razón. Glasgow sí funciona como un reloj como lugar de encuentro de 'lobbies' y empresas participantes del negocio climático. Mientras la parte política decepciona, la vinculada al negocio ambiental —el congreso ferial— está perfectamente engrasada. No todo iba a ser frustración.

El diluvio de informaciones asociadas a la COP26 y el propio desarrollo de la cumbre ponen encima de la mesa varias lecciones que guardan relación con la ecoangustia, en el campo de los ciudadanos concienciados, y con el descreimiento progresivo por parte de aquellos que lo están menos o que militan directamente en el escepticismo sobre la cuestión.

No es la primera vez. De la COP21 en París¡los famosos acuerdos históricos! a la COP26 —Glasgow— hemos pasado por Marrakech, Bonn, Katowice y Madrid. Hay una liturgia narrativa que se repite. Siempre estamos ante la última oportunidad de salvar el planeta. No todas las cumbres generan las mismas expectativas ni están sometidas a la misma presión. Pero siempre, si atendemos al relato, la cumbre es la última oportunidad de redención y salvación. Es exigible un punto de mesura en los discursos y en los titulares que se reproducen acríticamente. El asunto es de por sí lo suficientemente grave para que no sea necesario añadirle ni dramatismo ni tremendismo. Son balsámicas lecturas como el libro 'No hay apocalipsis', del activista climático Michael Shellenberger, donde no se niega el problema ambiental, pero tampoco se esconden los avances que vienen produciéndose para hacerle frente. Menos carnaza es más credibilidad a la larga. Menos gasolina para los afectados de ecoangustia y menos argumentos para los escépticos o directamente negacionistas.

Foto: El experto en geopolítica y futurista Parag Khanna, durante una conferencia. (Alamy)

Una segunda cuestión sobre la que también convendría más claridad son los costes derivados de las medidas que van decidiéndose y las que deban implementarse en el futuro. No porque no deban tomarse —doctores tiene la Iglesia—, sino para que podamos ser conscientes del esfuerzo económico que a cada uno va a suponernos y cuán diferente debemos vivir para cumplir con los objetivos que se persiguen. Y, más importante todavía, para que no acaben pagando los más débiles económicamente. Sirva como ejemplo, uno de tantos, que en la información que publicaba ayer El confidencial sobre el futuro plan de peajes del Gobierno en las vías rápidas, se plantean bonificaciones para los nuevos vehículos menos contaminantes, aquellos a los que no pueden acceder por no poder pagarlos las personas con menos ingresos. Eso sin contar con las tensiones inflacionistas derivadas de la rapidez con que quiere implementarse la transición energética. Después, basta un incremento de los recibos domésticos de la energía para que los gobiernos entren en pánico. Menos dramatismo, más claridad sobre los costes y su reparto y más realismo.

Hay que expulsar también la dimensión religiosa del debate climático. Lo que sea que deba hacerse es única y exclusivamente para que vivamos lo mejor posible los humanos —nosotros y los del futuro—. Y no porque estemos en deuda con la madre naturaleza o porque ella ahora haya decidido vengarse —no tiene voluntad— y la única forma de serenarla sea volver a un equilibrio natural que nunca ha existido. La naturaleza es un caos y somos nosotros quienes venimos ordenándola. Los cambios que debamos protagonizar son única y exclusivamente en nuestro beneficio. Hay que reivindicar que deje de tratarse en el discurso ambientalista a los humanos como un estorbo. También esto ayudaría a los ecoangustiados y añadiría dificultades a los negacionistas a la hora de justificar su cerrazón mental.

No obstante, las cumbres —y lo que de ellas se deriva— siempre van en sentido contrario. Tremendismo, ocultación de costes y exceso de espiritualidad y animismo. Por eso la percepción acaba siendo siempre de fracaso. Porque se inauguran anunciando el Armagedón para ya mismo y se clausuran con un hasta la próxima.

Uno milita en el escepticismo y no hay pastillas ni brebajes que palíen este mal de la edad. Así que cuando el pasado fin de semana un reportaje de televisión presentaba a unos jóvenes como pacientes afectados por una nueva patología bautizada como 'ecoansiedad', la primera reacción fue la esperada en gente de mi calaña: ¡menuda idiotez!

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