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Felipe VI y Carles Puigdemont, en Barcelona
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Josep Martí Blanch

Pesca de arrastre

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Felipe VI y Carles Puigdemont, en Barcelona

No es que de pronto se haya desatado una fiebre monárquica de nuevo cuño. Sencillamente, se ha pasado de la animadversión combativa por parte del independentismo a la indiferencia

Foto: Felipe VI interviene en el acto de celebración del 250 aniversario de Foment del Treball. (EFE/Quique García)
Felipe VI interviene en el acto de celebración del 250 aniversario de Foment del Treball. (EFE/Quique García)
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Jornada de trabajo de mañana y tarde de Felipe VI ayer en Cataluña. Entrega de despachos de manos del monarca a la LXX promoción de la carrera judicial tras el desayuno y conmemoración del 250 aniversario de la patronal Foment del Treball por la tarde. Justicia y dinero en la agenda de su majestad. Se acabaron los días en los que la visita del Rey a Cataluña era noticia por las vehementes manifestaciones de rechazo institucional y callejero.

Va pasando el tiempo y la normalidad es la nueva tendencia. No es que de pronto se haya desatado una fiebre monárquica de nuevo cuño. Sencillamente, se ha pasado de la animadversión combativa por parte del independentismo a la indiferencia. En el plano de la cortesía y el respeto institucional, la jornada trajo una de cal y otra de arena. Por la mañana, plantón del Govern de la Generalitat al monarca por tratarse, el de los jueces, de un acto cuya organización dependía en gran medida de la Casa Real. Por la tarde, asistencia del presidente Pere Aragonès, junto a Felipe VI, con la coartada de tratarse de un acto privado de la patronal catalana.

Hace un año, Pedro Sánchez consideró que no era conveniente que Felipe VI presidiera la entrega de nuevos despachos a los jueces en Barcelona porque la situación política lo desaconsejaba y se temía la respuesta popular. Basta este recordatorio para advertir cómo ha cambiado el cuento desde entonces. Lo sorprendente es que haya quien siga viendo España más amenazada ahora que hace 12 meses. Aceptemos, desde la buena fe, que la realidad tiene tantas caras como gafas se paran a observarla para entender tanta disonancia en el análisis y la observancia de los mismos hechos.

Todo esto sucede mientras la 'realpolitik' sigue tejiendo una telaraña que va asegurando la vuelta de Cataluña —lenta, pero también inexorablemente— a la normalidad institucional y política, mientras el independentismo no para de desinflarse, no en votos, pero sí en objetivos.

ERC apuntalando el Gobierno de Pedro Sánchez a un precio políticamente asumible, los republicanos aprobando las cuentas de la Generalitat con los comunes y garantizando a cambio los presupuestos de Ada Colau en Barcelona, los socialistas negociando con ERC y JxCAT la renovación de los cargos institucionales de la televisión pública catalana y un largo etcétera de organismos cuyos miembros están no caducados, sino más bien lo siguiente. Política normal. La de siempre y con las reglas de siempre.

Entre tanta normalidad —queda un largo trecho todavía, pero es bueno celebrar cada yarda conquistada—, la anomalía y la amenaza siguen llamándose Carles Puigdemont. Y en estas, el Tribunal General de la Unión Europea ha centrado un balón de gol al juez Pablo Llarena para que remate sin portero para que incluso esta cuestión, sin quedar ni mucho menos resuelta, sí pueda dar un paso para empezar a encauzarse.

Foto: El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE/Andreu Dalmau)

La paradoja es fenomenal. El órgano judicial europeo ha negado la devolución de la inmunidad parlamentaria a Carles Puigdemont y a sus dos exconsejeros Clara Ponsatí y Toni Comín. Pero, para justificar su decisión, ha dicho que las euroórdenes de Pablo Llarena no están en vigor hasta que no se resuelvan en instancia europea las cuestiones prejudiciales que el propio magistrado del Supremo planteó y que, por tanto, no hay riesgo de detención. Así que, en el terreno práctico, hasta nueva orden, el tribunal general garantiza la plena libertad de movimientos de los parlamentarios independentistas por toda la UE. Tendría todo el sentido que esto incluyera también a España.

Más allá de lo que decida Pablo Llarena sobre las órdenes de detención si pisan suelo español, lo cierto es que, desde el punto de vista político, la vuelta de Carles Puigdemont representaría en estos momentos una buena oportunidad para acabar de encarrilar la política catalana en las vías de la plena normalidad. La fuerza desestabilizadora del expresidente de la Generalitat radica precisamente en su lejanía y en unas amenazas etéreas e impracticables sobre un teórico nuevo pulso al Estado que es imposible que se haga realidad y que, por supuesto, no contaría en esta ocasión ni con el apoyo de ERC ni tampoco con el mayoritario de JxCAT.

Foto: Carles Puigdemont. (Reuters/Guglielmo Mangiapane)

Ver pasear a Carles Puigdemont por Barcelona, Madrid, Bilbao o Valladolid provocaría la apertura de úlceras cerradas y la aparición de otras nuevas en muchos estómagos. No hay duda al respecto y es entendible. También promovería tensiones en el Gobierno catalán y dentro de su propio partido. Incluso habría efectos sísmicos y marejada en la política nacional. Pero solo de entrada.

Porque lo que permitiría observar —y esto es lo importante— es hasta qué punto la ficción narrativa que sigue manteniendo Puigdemont sobre la república ganada en 2017 solo existe en su cabeza y en la de sus más fieles acólitos, que son cada vez menos y menos influyentes. Su discurso pronunciado en la Cataluña de 2021 en lugar de en Bélgica se escucharía igual que el de un extraterrestre.

La vuelta de Carles Puigdemont tensionaría, pero sin daños de mayor alcance

En la línea de lo que apuntaba José Antonio Zarzalejos en su columna “Jaume Giró y la generación amortizada de 2017”, los políticos catalanes que protagonizaron el desastre de 2017 pueden seguir manteniendo una aura de credibilidad solo —y solo si— pueden evitar enfrentarse en primera persona a la realidad catalana del momento, que camina en dirección contraria a sus postulados.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. (Reuters/Guglielmo Mangiapane)

La vuelta de Carles Puigdemont tensionaría, pero sin daños de mayor alcance. Daría para una colección de fotos que serían un trágala de difícil digestión para muchos. Pero, pasada la novedad, su regreso no daría para nada más que para seguir esperando la resolución por parte del tribunal europeo de las prejudiciales de Llarena. Normalidad. Como la jornada de ayer de Felipe VI en Barcelona.

Claro que esto es una lectura política y los jueces no juegan, en teoría, a este juego. Y añadan también que, en realidad, nadie quiere que vuelva. No ahora. Ni ERC ni tampoco los suyos.

Jornada de trabajo de mañana y tarde de Felipe VI ayer en Cataluña. Entrega de despachos de manos del monarca a la LXX promoción de la carrera judicial tras el desayuno y conmemoración del 250 aniversario de la patronal Foment del Treball por la tarde. Justicia y dinero en la agenda de su majestad. Se acabaron los días en los que la visita del Rey a Cataluña era noticia por las vehementes manifestaciones de rechazo institucional y callejero.

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