Pesca de arrastre
Por
Pegasus a la española
En democracia, espiar en beneficio del Estado exige, además del cumplimiento de la ley, también discreción, por supuesto. Pero jamás impunidad
“Una pregunta al viento: ¿tiene España un sistema Pegasus o similar? ¿Estamos controlando su uso?”. Así cerraba su artículo el vicepresidente del grupo popular europeo y recientemente incorporado al núcleo duro de la nueva dirección del PP, Esteban González Pons, en El Confidencial el pasado 25 de enero. La columna —imprescindible su lectura— explicitaba los riesgos del abuso —ya acreditados— por parte de los gobiernos democráticos de las nuevas herramientas tecnológicas de espionaje, con especial atención al caso de Polonia y del 'software' Pegasus. Poco más de dos meses después, el final del artículo de González Pons, amén de premonitorio, resulta más pertinente que nunca a raíz del caso de espionaje masivo e indiscriminado a través de este mismo programa que recién hemos conocido en España.
El listado provisional de los ciudadanos españoles espiados a través del sistema Pegasus asciende —provisionalmente— a 65. Políticos, periodista y abogados, principalmente. Estamos, pues, ante un caso de espionaje masivo que no puede ni debe despacharse con argumentos de barra de bar, en el peor de los casos, ni con argumentarios políticos de parte, en el mejor. La cuestión es ciertamente grave. A no ser que uno haya decidido ser un fervoroso demócrata por las mañanas y un esforzado aspirante a la ciudadanía china por la tarde. O un apasionado liberal los días pares y un militante de pretensiones caciquiles los impares.
El lenguaje político no es performativo, aunque lo pretenda. Las cosas no se convierten en ciertas al decirlas. Decir que en España solo se espía conforme a la ley, como insiste el Gobierno, tiene 'de facto' el mismo valor que una afirmación en mi boca expresando lo buena persona que soy. Eso puede ser así y puede no serlo. La diferencia entre un régimen autoritario o una república bananera y un Estado democrático radica, entre muchas otras cosas, en la no aceptación de los espacios de impunidad de los poderes públicos y en la asunción natural de que en algún momento pueden rebasarse ciertos límites, pero que hay mecanismos para corregirse y purgarse cuando esto sucede. En el caso que nos ocupa, investigar, clarificar y, en el caso de que las conclusiones así lo determinen, las inevitables responsabilidades políticas e incluso penales.
En democracia, espiar en beneficio del Estado exige, además del cumplimiento de la ley, también discreción, por supuesto. Pero jamás impunidad. Por eso argumentar que las cosas se hacen bien porque no pueden hacerse mal es una estafa intelectual de primer orden. Para quien tenga memoria, baste recordar que en 1995 —una España plenamente democrática en la que en teoría todo se hacía con arreglo a la ley— tuvieron que dimitir un vicepresidente —Narcís Serra— y un ministro de Defensa —Julián García Vargas— por el caso conocido como 'las escuchas del Cesid', la institución que con las mutaciones pertinentes acabó convirtiéndose en el más moderno y acorde a los tiempos CNI.
De momento no hay más que hipótesis encima de la mesa. Solo que uno advierte cierta aceptación por parte del Gobierno de Pedro Sánchez de que efectivamente el CNI es el responsable del asunto. El ministro del interior, Fernando Grande-Marlaska, tuvo mucho interés, nada más conocerse la noticia, en dejar claro que la cosa no iba ni con la Policía Nacional ni con la Guardia Civil, dejando abierta la puerta de la institución vinculada a la Inteligencia. De igual modo, la ministra de Defensa y responsable de la cosa, Margarita Robles, insistiendo en la legalidad de cualquier espionaje realizado y lamentando que no esté en funcionamiento la comisión de control de gastos reservados —que es donde se despachan los asuntos vinculados al CNI— para poder explicarse, ha apuntalado indirectamente esta teoría.
Si la hipótesis fuera cierta, incluso en el escenario más favorable para el Gobierno —que es la plena legalidad formal del espionaje realizado—, seguirían existiendo dudas más que razonables sobre la cuestión. El listado de personas espiadas es tan amplio y heterogéneo que cuesta imaginar, por poner solo un ejemplo, qué argumentos se hubieran podido dar ante el juez del Tribunal Supremo encargado de autorizar las operaciones de este tipo para poder acceder al teléfono del diputado del PDeCAT Ferran Bel.
Es solo un ejemplo —por no hacer ilegible el artículo— de los muchos casos del listado de ciudadanos espiados en los que cuesta imaginar un motivo solvente, vinculado a los objetivos que legítimamente persigue la Inteligencia del Estado, para autorizar judicialmente la intervención. Por cierto, a estas horas, la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ni tan siquiera ha tenido la cortesía de dirigirse a los diputados espiados —Ferran Bel, Albert Botrán, Jon Iñarritu— para brindarles el apoyo de la Cámara. Curiosa manera de cumplir, con el silencio y disimulo y a ver si escampa, con la obligación de defender a los diputados de la Cámara que preside.
A nadie escapa que hay una corriente de fondo que viene a apuntalar la idea de que, como se trata de independentistas y catalanistas, más algún vasco 'abertzale', pues bien está que se les espíe. Ya sea por lo que en nombre de su proyecto político se ha hecho en el pasado o por lo que sea que vaya a hacerse en el futuro. Cierto que el Estado tiene derecho a defenderse y que la Inteligencia es una herramienta principal para hacerlo. Pero ni la lista de los afectados —por heterogénea e indiscriminada— ni el momento en el que se produjo la invasión de algunos de sus terminales móviles permiten construir esta narrativa sin que a uno se le suban los colores.
Amén de que si lo que se pretende es defender, a tenor de lo que se lee en determinados análisis, la elaboración de una categoría de ciudadanos de segunda a los que no hace falta garantizar sus derechos por profesar una ideología determinada, estaríamos ante un escenario que no hace falta ni tan siquiera calificar.
Las democracias son un camino de perfección, a la manera de santa Teresa, y no pueden darse jamás por terminadas. Los indicios son lo suficientemente sólidos y preocupantes para que sea necesario un esfuerzo que permita el esclarecimiento de los hechos. Es la mejor manera que tiene una democracia de robustecerse. Lo que en el artículo de González Pons referenciado en la primera línea valía para Polonia, vale para cualquier otro país, también para España.
Por cierto, el independentismo realiza ingentes esfuerzos por desacreditar la democracia española en el ámbito internacional. Nadie puede dudar de ello. Dicho lo cual, lo que debiera preocupar con mayor motivo son aquellos casos en los que ese desprestigio es autoinfligido. Hacer frente al Pegasus patrio con silencio administrativo y la esperanza de que ya amainará en unos días, pertenece a esta segunda categoría de daño reputacional. A veces no hace falta que te lastimen, te bastas contigo mismo.
“Una pregunta al viento: ¿tiene España un sistema Pegasus o similar? ¿Estamos controlando su uso?”. Así cerraba su artículo el vicepresidente del grupo popular europeo y recientemente incorporado al núcleo duro de la nueva dirección del PP, Esteban González Pons, en El Confidencial el pasado 25 de enero. La columna —imprescindible su lectura— explicitaba los riesgos del abuso —ya acreditados— por parte de los gobiernos democráticos de las nuevas herramientas tecnológicas de espionaje, con especial atención al caso de Polonia y del 'software' Pegasus. Poco más de dos meses después, el final del artículo de González Pons, amén de premonitorio, resulta más pertinente que nunca a raíz del caso de espionaje masivo e indiscriminado a través de este mismo programa que recién hemos conocido en España.
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