Pesca de arrastre
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Espionaje político, ese es el nombre
Cuesta determinar qué motivos de seguridad nacional pueden justificar el espionaje de las conversaciones para formar Gobierno en el Consistorio barcelonés
Espionaje político. Aunque la mona se vista con seda de morera. Uno puede, según sus principios, estar a favor, en contra o simplemente ponerse de perfil. Pero es pertinente decir las cosas por su nombre. Al menos en aquellos casos, no todos, respecto a los cuales ya podemos afirmar sin necesidad de matizarnos que eso y no otra cosa es lo que ha habido. El último caso lo desveló 'La Vanguardia' el pasado fin de semana. Una de las autorizaciones del Tribunal Supremo a petición de la inteligencia del Estado para asaltar un teléfono móvil era la necesidad de poder seguir de cerca la evolución de las negociaciones para formar Gobierno en el Ayuntamiento de Barcelona tras la victoria de ERC. En concreto, el de una persona —no ha trascendido cuál— que intercedía para que ERC y En Comú Podem llegasen a un acuerdo de gobernabilidad. Si eso no es espionaje político, baje Dios y lo vea.
Por partes. Se entiende perfectamente el desasosiego del Estado ante la posibilidad de que los republicanos se alzasen con la alcaldía de la capital catalana. Barcelona es un altavoz potentísimo tanto en el ámbito doméstico como, sobre todo, en el internacional. Cuando se celebraron las últimas elecciones municipales, aún no habían pasado ni dos años de la declaración de independencia 'fake' de Carles Puigdemont, faltaban pocos meses para conocer la sentencia del proceso que debía dictar el Tribunal Supremo y que con toda seguridad iba a provocar un nuevo estado de ebullición entre los independentistas. Además, la Generalitat estaba presidida por Quim Torra, que no dejaba de insistir en la necesidad de buscar un nuevo 'momentum' para plantear un nuevo pulso al Estado similar al del 2017. Así que es de lo más natural, y ni los independentistas pueden sorprenderse de ello, que la agenda catalana no se diera por amortizada, que los servicios de espionaje estuvieran activos en este terreno, que se solicitasen autorizaciones de escuchas y que se viviera con preocupación la “caída” de Barcelona en manos de ERC.
És una catàstrofe -democràtica- que un Estat intervingui en un procés electoral per influir-hi. Ara, al govern de Barcelona.
— Ernest Maragall i Mira (@ernestmaragall) May 16, 2022
La ciutadania n'és la gran afectada.
Desclassificar-esclarir-depurar ha de ser la sortida de l'Estat si vol tornar a la ‘via democràtica’.#BarcelonaGate pic.twitter.com/pi22zi9TXH
Pero una cosa es entender ese marco y esa preocupación y otra distinta dar por bueno que una violación de las comunicaciones se justifique con el argumento de que es necesario seguir de cerca las negociaciones entre dos formaciones políticas —una independentista y la otra no— que tratan de alcanzar un acuerdo de gobernabilidad para formar un Gobierno municipal. A eso, aquí y en Pekín, se le llama simple y llanamente espionaje político. Y no parece muy razonable despachar el asunto con el consabido “circulen, que aquí no hay nada que ver”.
Había maneras de reventar el acceso de los republicanos a la alcaldía a través de mecanismos puramente políticos. Y se activaron. Fue lo que realmente funcionó para agrado de quienes valoraban como un riesgo excesivo que Barcelona tuviera un alcalde de ERC. Algunas cabezas pensantes se sacaron el talonario para comprarse un candidato que tenía ese único objetivo: Manuel Valls. El hombre hizo su trabajo sacando dos concejales en las elecciones, dio la alcaldía a Ada Colau y, pasado un tiempo prudencial, se marchó de nuevo a Francia para seguir con su especialidad, que es la de saltar de erario público a erario público y tiro porque me toca. Eso es política. Los que planearon la operación alcanzaron sus objetivos: Barcelona antes roja que separatista.
Pero cuesta determinar qué motivos de seguridad nacional, por mucho que el CNI tuviera el mandato del congreso de mantener sus antenas puestas en el independentismo porque todavía era un riesgo activo, pueden justificar el espionaje de las conversaciones para formar Gobierno en el Consistorio barcelonés, más allá de poder calibrar a diario qué posibilidades reales tenía Ernest Maragall, el candidato de ERC que había ganado las elecciones, de alcanzar la alcaldía.
El debate político expulsa los matices y obliga a posicionamientos extremos a favor y en contra de cualquier tema de actualidad. Pegasus no ha sido la excepción. Puede que no sea posible articular la conversación pública de otra manera. Pero eso no evita que el demonio siga viviendo en los detalles. Y estos son importantes para determinar los límites con los que debe conformarse el espionaje doméstico en un país democrático, particularmente en el de carácter político. En temas tan serios, la brocha gorda no es aceptable. Es una lástima que todos andemos con una entre las manos.
Espionaje político. Aunque la mona se vista con seda de morera. Uno puede, según sus principios, estar a favor, en contra o simplemente ponerse de perfil. Pero es pertinente decir las cosas por su nombre. Al menos en aquellos casos, no todos, respecto a los cuales ya podemos afirmar sin necesidad de matizarnos que eso y no otra cosa es lo que ha habido. El último caso lo desveló 'La Vanguardia' el pasado fin de semana. Una de las autorizaciones del Tribunal Supremo a petición de la inteligencia del Estado para asaltar un teléfono móvil era la necesidad de poder seguir de cerca la evolución de las negociaciones para formar Gobierno en el Ayuntamiento de Barcelona tras la victoria de ERC. En concreto, el de una persona —no ha trascendido cuál— que intercedía para que ERC y En Comú Podem llegasen a un acuerdo de gobernabilidad. Si eso no es espionaje político, baje Dios y lo vea.
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