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Latrocinio en Cataluña durante la pandemia
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Josep Martí Blanch

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Latrocinio en Cataluña durante la pandemia

Todo lo que se dijo de Madrid vale para Cataluña. Más si cabe, puesto que las comisiones resultan más escandalosas

Foto: Roger Parellada. (EC Diseño)
Roger Parellada. (EC Diseño)
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Para robar, no hace falta delinquir. Basta con actuar sin ningún freno moral y sin ninguna línea que delimite en términos absolutos lo que está bien y lo que está mal. Lo escribimos cuando se supo que los piratas de la mascarilla asaltaron las arcas públicas de Madrid y hay que volver a escribirlo ahora que las informaciones de este medio acreditan un caso corregido y aumentado en Cataluña.

Poca broma. De un contrato de 35 millones en material sanitario pandémico que la Generalitat adjudicó a una empresa sin actividad, sin empleados y sin previo historial conocido como proveedora del Departamento de Salud, un total de 24 millones se convirtieron en comisiones, según Marcos Lamelas, el periodista de este medio que firma la información. Y puede que a esta cifra deban añadirse seis millones más (para redondear la cifra en 30), ya que de momento sigue sin estar claro que el comisionista, Roger Parellada, y su entramado societario hayan liquidado el IVA de la operación que sí le abonó el Gobierno catalán. Es de esperar que la Administración, tan eficaz ella con todo hijo de vecino cuando se trata de recaudar, se encargará de confirmar este extremo y recuperar, llegado el caso, al menos esa parte del dinero.

Foto: Imagen: EC Diseño.
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Todo lo que se dijo de Madrid vale para Cataluña. Más si cabe, puesto que las comisiones resultan más escandalosas. Ojo, nadie pone en duda el valor que toda intermediación aporta a una operación empresarial. Comisiones las ha habido, las habrá y debe haberlas. El incentivo económico es un combustible eficaz para que los problemas y las soluciones se satisfagan con más celeridad y eficacia. Pero no estamos hablando de eso. Veinticuatro millones en comisiones sobre 35 en mascarillas y vestimenta para profesionales sanitarios tiene otro nombre: latrocinio.

En Cataluña, el asunto está pasando, de momento, con más pena que gloria informativa. Ni siquiera para reseñar la bajeza moral del robo legal en forma de comisión la cuestión ha cogido altura. Tampoco desde la política. La oposición —particularmente el socialismo— no ha demostrado ningún interés en que un saqueo de estas características se ventile en el ágora pública. Ayer reaccionaron a los titulares de El Confidencial Cs y el PP, que han pedido la comparecencia de la anterior consejera de Salud y actual vicepresidenta del Parlament de Cataluña, Alba Vergés. El PSC sigue sin decir esta boca es mía.

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La oficina antifraude de la Generalitat, por su parte, cerró en su día el expediente apuntando, eso sí, múltiples irregularidades; lo que quizás hubiera debido empujarla a investigar un poquito más en lugar de dar carpetazo al asunto. La comisión parlamentaria de marzo, en la que voluntariamente compareció el consejero de Salud, Josep Maria Argimon, para informar a los grupos políticos, se convirtió en un pasacalles gubernamental con argumentos tan ciertos —momento excepcional que obligaba a toma de decisiones rápidas, competencia brutal en el mercado por el producto, necesidad de arriesgar para proteger a los profesionales sanitarios, etc.— como a estas alturas insuficientes, dada la nueva información aportada por El Confidencial.

Entiéndase bien el fondo de la cuestión. También esto vale para Madrid, Cataluña o cualquier otra Administración. Puede hacerse un ejercicio de empatía con los poderes públicos y entender la gravedad de lo que estaba sucediendo. La presión del personal de los hospitales, centros de atención primaria, residencias, etc. para poder acceder a elementos de trabajo básicos para su seguridad y salud no entendía de garantías ni dilaciones de los procedimientos administrativos de contratación habituales. Eran momentos nunca vividos y la Administración se liberó de sus cinturones de seguridad, incrementando automáticamente el riesgo de corrupción, ya fuera esta simplemente moral o también de la que debe entender únicamente el Código Penal. Eso fue así. Y es comprensible y aceptable. Era lo que queríamos y todos —ciudadanos, medios, oposición— empujamos y exigimos decisiones en esa dirección.

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Lo que ya no merece ninguna comprensión es que, sabidos los detalles de algunas de esas operaciones, no se hagan esfuerzos de exigencia, de transparencia y fiscalización más sólidos y ambiciosos. Básicamente, para poder alejar cualquier suspicacia o sospecha sobre esos contratos que vaya más allá del juicio moral que ya hemos podido hacernos respecto a los comisionistas.

Los contribuyentes merecemos saber quién abrió la puerta de la Administración catalana a Parellada para que presentara sus ofertas, quién le avalaba —si es que alguien lo hacía— desde la política y cómo pudo ser que, incluso en un escenario de emergencia, la Generalitat no estuviese en condiciones de prever que estaba poniéndose en manos de un asalta diligencias. O más concretamente, por qué lo hizo a pesar de saberlo (como demuestra que llegara a denunciarle por estafa, aunque después retirase la denuncia).

Lo que por desgracia ya está acreditado es que en esta ocasión el expolio del dinero público en Cataluña en forma de comisiones merece menos oprobio que el que se ha producido en otras comunidades por escándalos de exacta matriz. Esta es una lectura incuestionable, a tenor de la respuesta que ha dado la clase política catalana —Gobierno y oposición— y también por la presión pública y mediática —hasta ahora casi inexistente— que está mereciendo esta rapiña.

Para robar, no hace falta delinquir. Basta con actuar sin ningún freno moral y sin ninguna línea que delimite en términos absolutos lo que está bien y lo que está mal. Lo escribimos cuando se supo que los piratas de la mascarilla asaltaron las arcas públicas de Madrid y hay que volver a escribirlo ahora que las informaciones de este medio acreditan un caso corregido y aumentado en Cataluña.

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