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Nacionalizar y nuclearizar: 'Vive la France!'
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Josep Martí Blanch

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Nacionalizar y nuclearizar: 'Vive la France!'

Si a un antinuclear de los años 80 le hubiesen explicado por entonces que un día el Parlamento Europeo equipararía la energía producida en las plantas atómicas a las renovables habría muerto del disgusto

Foto: Foto: Reuters/Johanna Geron.
Foto: Reuters/Johanna Geron.
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Si a un liberal de finales del XX capaz de recitar de memoria pasajes enteros de ' Camino de servidumbre' y 'La acción humana' le hubiesen profetizado que en la tercera década del XXI se estaría hablando de nacionalizaciones, el enfado lo habría fulminado.

Que la energía nuclear era la mayor amenaza para el medio ambiente y que la única manera de asegurar un crecimiento económico duradero y estable eran las políticas de privatización y liberalización eran verdades absolutas e incuestionables.

Así funcionan el pensamiento colectivo y la mentalidad de rebaño. Basta con que una idea adquiera una posición de dominio sobre el resto para que, finalmente, convertida en hegemónica, resulte por un tiempo inmune al matiz, la crítica o el posicionamiento contrario. Solo que, aunque todas las ideas aspiran a la vida eterna, todas acaban también por hincar la rodilla ante el dios del tiempo y las nuevas circunstancias.

Foto: Foto: EC.

El anuncio del Gobierno francés de tomar el 100% de la eléctrica EDF —ya pregonado por Emmnauel Macron durante su campaña electoral y ayer oficializado por su primera ministra, Elisabeth Borne, en paralelo al posicionamiento del Parlamento Europeo de aceptar la nuclear como energía limpia— abre el debate sobre la nacionalización de empresas, algo considerado anatema hasta hace bien poco en nuestro mundo.

Una primera consideración es la de que quizá no hay que exagerar. El Estado francés no ha dejado de ser nunca un actor empresarial relevante en múltiples sectores —automoción sin ir más lejos— y, por lo que respecta a EDF, esta compañía ya era 'de facto' una empresa pública que actuaba al dictado del Gobierno vecino. Que el poder público francés pase de controlar el 84% del capital de EDF al 100% es un titular de impacto, pero, en realidad, no cambia apenas nada.

Y, aun así, tanto lo de Francia como lo del Parlamento Europeo con la energía nuclear, merecen atención. Básicamente, porque traen a primer plano la cuestión de cómo las verdades intocables dejan de serlo en el momento en el que la realidad, también en permanente cambio, impone nuevas reglas y condicionantes.

Foto: El presidente de Francia, Emmanuel Macron. (EFE/Mohammed Badra)

Francia le ha dicho al mundo con su decisión que su apuesta —pleno control de EDF y acelerón en la construcción de nuevos reactores nucleares— es la autosuficiencia energética y que el confort y las necesidades de los galos van por delante de cualquier otra consideración, ya sea de mercado o ambiental.

Las autoridades francesas también envían el mensaje de que el único actor en disposición de garantizar esta jerarquía de valores —primero Francia y los franceses— es el Estado. Lo mismo vale para el Parlamento Europeo y su decisión de aceptar la energía nuclear como animal de compañía verde. No vamos a suicidarnos —al menos no del todo— ante el nuevo escenario geopolítico internacional que deja los recursos naturales de los rusos fuera de nuestro alcance. Así que, si conviene convertir los reactores de fisión nuclear en primos hermanos de los molinos de viento, se hace, y aquí paz y después gloria.

La cumbre de la OTAN de hace una semana nos devolvió al mundo de bloques y a la militarización. Por tanto, a una amenaza explícita y creciente sobre la globalización tal y como la hemos entendido hasta hace bien poco. En estas circunstancias, no ha de resultarnos extraño que empecemos a revivir debates propios de los 70 y los 80 del XX.

Foto: El presidente francés, Emmanuel Macron, da su discurso en la fábrica de turbinas de Belfort. (Reuters/Jean-Francois Badias)
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Si el mundo vuelve a estar dividido entre buenos y malos —ese es el resumen—, toca protegerse de los segundos en un escenario futuro que ha dejado de ser falsamente previsible como llegamos a creernos. Y eso no pasa tan solo por la energía. El intervencionismo estatal tiene más campos sobre los que actuar. Francia ya vetó en su día la fusión entre Carrefour y Couche-Tard en nombre de la soberanía alimentaria, sin ir más lejos. España tiene blindadas a las empresas cotizadas españolas hasta 2023 al capital extranjero sin previa autorización y se han anunciado topes a las inversiones foráneas en renovables, también en nombre de la soberanía energética. O se ha nacionalizado Indra, por la puerta de atrás, sin nacionalizarla. 'Soberanía', 'control', 'seguridad', 'autosuficiencia' son las palabras que van conformando la agenda y de las que, guste o no guste escucharlo, Donald Trump fue un precursor. Zumbado, pero precursor.

Más allá de los grilletes ideológicos que cada uno se autoimpone y que lo invitan permanentemente a que todo encaje en sus prejuicios, la prueba del algodón de las ideas siempre debiera ser en principio la realidad. Y, ante nuevos escenarios por fuerza, son necesarios también nuevos ensayos, nuevos ajustes y nuevas maneras. De ahí la importancia de alterar las viejas mentalidades del blanco y negro —mercado bueno, Estado malo, o al revés— para acercarnos con flexibilidad a este nuevo mundo que ya venía anticipándose desde hace años, pero que la guerra ruso-ucraniana ha acelerado. ¿Cómo garantizamos nuestras necesidades energéticas y las de nuestra gente? ¿Cómo aseguramos nuestra soberanía alimentaria? ¿Podemos permitirnos la fantasía de las emisiones 0? ¿Qué papel debe jugar el Estado y hasta dónde debe llegar alterando abiertamente las reglas del mercado, incluyendo nacionalizaciones sin complejos o encubiertas? Preguntas viejas que vuelven a ser nuevas. Solo que, si la realidad ya no es la que era, tampoco pueden serlo las respuestas. Y en eso vamos estando.

Si a un liberal de finales del XX capaz de recitar de memoria pasajes enteros de ' Camino de servidumbre' y 'La acción humana' le hubiesen profetizado que en la tercera década del XXI se estaría hablando de nacionalizaciones, el enfado lo habría fulminado.

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