Pesca de arrastre
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Los rusos, que se queden en Rusia
Las justificaciones que se ponen encima de la mesa en este momento parten de un eurocentrismo que poco tiene que ver con la realidad del mundo que nos rodea
Vacaciones en un destino que adoran los rusos. La costa licia, en Turquía, está salpicada de fronteras invisibles y curiosas. En algunos sitios, la presencia rusa es abrumadora. En otros, uno tiene la impresión de haber aterrizado en un resort para ingleses de avanzada edad que aun así siguen bebiendo cerveza a mares, aunque con menos vigor que los que viajan a España. Si los profesionales de la restauración y los museos turcos dicen la verdad, este año han faltado los ucranianos, pero no los rusos. Hay ahí quizás alguna conclusión a sacar sobre cómo viven las clases medias de los dos países en guerra el conflicto. No estamos hablando de yates con tripulación y restaurantes y hoteles de lujo, sino de gente que pregunta precios y revisa las cuentas antes de pagarlas. Clases medias. A las preguntas políticas, todo tipo de respuestas. Putin fans, Putin críticos y Putin ni fu ni fa.
De vuelta a casa, toma forma el debate sobre si hay que suspender los visados de turismo a los ciudadanos rusos en los países de la Unión Europea. Una medida que azuzan con especial empeño los países europeos más próximos físicamente a la Federación rusa. Queda para más adelante, todo llegará, la cuestión de si debemos encerrar en campos de concentración a los rusos que ya viven entre nosotros, subastar sus pisos y propiedades y supervisar sus bibliotecas para determinar qué libros salvamos y cuáles echamos a la pira. Por supuesto, si en uno de esos registros se encontrase algún volumen de Alexander Dugin, sus propietarios deberían sufrir algún tipo de castigo añadido y por supuesto más severo. Aunque es difícil que eso suceda. En nuestro imaginario de fantasía, los rusos son catetos que solo van por el mundo a gastar dinero sucio en frívolas aficiones de lo más mundano y de mal gusto.
Por lo que se ve, hasta ahora estábamos en guerra con Putin, no con los rusos. El problema era el sátrapa y no sus ciudadanos, a excepción hecha del entramado gubernamental y los oligarcas. Pero la lista se nos queda corta y ahora hay que ampliar la definición de enemigo al país entero, a todos sus ciudadanos. ¿Es usted ruso? Prohibido pisar la Unión Europea.
Uno estaría dispuesto a escuchar, si los hubiera, argumentos relacionados con la seguridad para justificar una decisión del calibre que exigen Finlandia, los países bálticos o la República Checa. Pero las justificaciones que se ponen encima de la mesa en este momento parten de un eurocentrismo que poco tiene que ver con la realidad del mundo que nos rodea. Pensar que impedir a los rusos de clase media —insistamos en que no todos los que viajan son ricos— pasearse por Venecia, París, Berlín y Roma les supondrá un coste insoportable en calidad de vida que les empujará a situarse en posiciones abiertamente críticas con su Gobierno es una ensoñación. El nacionalismo, el ruso o cualquier otro, funciona al revés. Cuanto más fácil es acusar al enemigo exterior, más fácil resulta amasar al gusto a la opinión pública interior. Además de que el mundo no se acaba en la Europa comunitaria y seguirán teniendo otros destinos a los que acudir, donde serán recibidos con los brazos y las cajas registradoras abiertos.
Estamos, en realidad, ante un debate casi teórico. El turismo ruso ya ha desaparecido o es puramente testimonial. Al menos en España. La Costa Dorada (Tarragona) recibía, según datos de la Asociación Hotelera Salou-Cambrils-La Pineda, un total de 613.000 pernoctaciones de ciudadanos rusos antes de la pandemia, cifra que se ha reducido en un 98% en este verano normalizado desde el punto de vista epidemiológico. No hay aviones, no hay turistas. Es fácil de decir que en otros destinos de nuestro país la caída no sea más o menos la misma. No son buenas noticias para el sector turístico, pero convengamos que son migajas si las comparamos con el impacto económico de la guerra en nuestra economía y en la del conjunto de Europa y que ese no puede ser el fondo del asunto.
No estamos ante un debate económico y tampoco, a tenor de los argumentos que se utilizan, de seguridad. Sencillamente, se trata de hacer difícil la vida de los rusos, haciendo que les resulte imposible —¡en teoría, porque ya han desaparecido!— tomarse unas cañas en Barcelona o visitar el paseo del Prado en Madrid. ¡Mirad lo que os perdéis! ¡Os hemos cerrado las puertas del paraíso!
No acaba de entenderse que si, como apuntaba el domingo Carlos Sánchez en un interesantísimo artículo, no habiendo funcionado como se esperaba las sanciones de calibre mucho mayor que este, la eliminación de los visados turísticos vaya a suponer un antes y un después para el devenir de la guerra. Lo que denota esta nueva medida, que deberá estudiarse en el próximo Consejo de Europa y ante la que España guarda silencio de momento, es más bien una profunda frustración. Una frustración que hay que digerir con inteligencia. Y azuzar la rusofobia indiscriminada —eso es lo que se hace con una medida de este tipo, que señala a toda la población sin discriminación alguna— no es muy inteligente. Tampoco en tiempos de guerra si lo que se pretende es —de verdad— que en algún momento nos acerquemos a una paz posible.
Vacaciones en un destino que adoran los rusos. La costa licia, en Turquía, está salpicada de fronteras invisibles y curiosas. En algunos sitios, la presencia rusa es abrumadora. En otros, uno tiene la impresión de haber aterrizado en un resort para ingleses de avanzada edad que aun así siguen bebiendo cerveza a mares, aunque con menos vigor que los que viajan a España. Si los profesionales de la restauración y los museos turcos dicen la verdad, este año han faltado los ucranianos, pero no los rusos. Hay ahí quizás alguna conclusión a sacar sobre cómo viven las clases medias de los dos países en guerra el conflicto. No estamos hablando de yates con tripulación y restaurantes y hoteles de lujo, sino de gente que pregunta precios y revisa las cuentas antes de pagarlas. Clases medias. A las preguntas políticas, todo tipo de respuestas. Putin fans, Putin críticos y Putin ni fu ni fa.
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