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La España que gobernará (o no) Feijóo
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Josep Martí Blanch

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La España que gobernará (o no) Feijóo

La España que gobernará (o no) Alberto Núñez Feijóo es, desde el punto de vista territorial, mucho mejor que la que legó Mariano Rajoy a Pedro Sánchez

Foto: El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Pedro Puente Hoyos)
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Pedro Puente Hoyos)
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Cinco años desde la declaración unilateral de independencia. Con el tiempo, todo, o casi todo, se pasa. También las emociones. Pero hay que recordar hasta dónde llegaron las cosas hace un quinquenio. España vivió su mayor crisis institucional desde el golpe de Estado de 1981. No fue una broma, aunque a posteriori lo pareciera. Cualquier cisne negro aparecido en escena esos días hubiera podido llevar las cosas a una dimensión desconocida. Lo que finalizó mal hubiese podido acabar mucho peor. Y no solo el independentismo salió trasquilado —y mucho— de su aventura. La reputación internacional de España —guste o no guste oírlo— se desfondó con la gestión de la crisis independentista y en Cataluña dos millones de personas rompieron emocionalmente —quién sabe si de manera irreversible— con el Estado. A veces conviene verse con los ojos de los demás. Si uno quiere mejorar, claro.

Hoy, las cosas están mejor. Salvo para los que trabajan para empeorar el escenario desde la convicción de que saldrán ganando si se impone la lógica del "cuanto peor, mejor". De estos los hay en el independentismo, que desconoce cómo es realmente la sociedad catalana del siglo XXI, y también en el constitucionalismo, que confunde España con una única manera de entenderla. Los empeoradores van a seguir ahí siempre. Su sueño es que su contrario deje de existir, y eso no es posible.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

La España que gobernará (o no) Alberto Núñez Feijóo es, desde el punto de vista territorial, mucho mejor que la que legó Mariano Rajoy a Pedro Sánchez. También la Cataluña que gobierna Pere Aragonès es mucho más convivencial que la heredada de Quim Torra, el legatario de Carles Puigdemont. Esto no es el paraíso, por supuesto. Pero decir que estamos mejor no es una opinión, es más bien la constatación de un hecho. Salvo para quienes militen en la fantasía de que el otro no existe o que solo se estará mejor de verdad cuando deje de hacerlo.

Ayer, el líder del PP forzó la máquina de confrontación con el PSOE a cuenta de la gestión del Suspensión del acuerdo para renovar el Consejo del Poder Judicial y promesa de que cuando llegue a la Moncloa, si lo hace, endurecerá las penas por rebelión y sedición. Además convocar un referéndum, faltaría más, será pecado mortal, si es que nunca ha dejado de serlo.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Ismael Herrero)

Basta el mínimo ejercicio de alteridad para entender el discurso de Feijóo cada vez que Cataluña salta a la agenda política nacional. Frenado ya en las encuestas, con Vox subido a la parra de nuevo gracias al efecto Meloni y una parte de su electorado más fiel poco o nada sensible desde siempre con la realidad de una España plurinacional, es de lo más normal que el líder popilar levante estas banderas que siempre funcionan. Además, no solo no le conviene decir otra cosa, es que probablemente tampoco quisiera decirlo aunque pudiese. Solo que ha ido esta vez demasiado lejos. Lo de devolver el acuerdo sobre el consejo es, en el fondo, es un para que se joda mi capitán no como rancho. Y España, tampoco.

Hará bien el señor Feijóo, firme candidato a convertirse en presidente del Gobierno, en ir pensando cuál es la España que quiere gobernar en el plano territorial. Si la que, poco a poco, se encamina de nuevo hacia la conllevancia orteguiana, consciente de que tiene un problema de resolución complicada o imposible y que intenta lidiarlo lo mejor que puede; o la que utiliza la propia complejidad de esa España para complicarla aún más a cambio de alcanzar réditos partidistas.

Foto: El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Andreu Dalmau)

Nadie en su sano juicio puede pedirle al PP que adopte la visión territorial de Unidas Podemos, ni tan siquiera la del PSOE más federalizante. Pero las lecciones de la última década sí permiten advertir a los populares de los riesgos de utilizar la agenda catalana pensando únicamente en el corto plazo y su propio beneficio. Por decirlo más claro, el anticatalanismo ha sido siempre una tentación para la derecha española. Estaría bien que ese error que acaba por perjudicar a todos quedara ya únicamente como un recordatorio de los tiempos pasados.

Si Feijóo acaba en la Moncloa, no todo estará en su mano. El antiespañolismo de una parte del independentismo suele activarse fácilmente con los gobiernos españoles de derechas. Pero hay que reconocer que a veces se lo ponen muy fácil. En todo caso, cada uno es responsable de sus actos, no de los que protagonizan otros. La responsabilidad de Feijóo empieza y acaba en no utilizar Cataluña como el saco de pulgas al que atizarle en campaña y precampaña por un puñado de votos. Es suficiente. Nadie puede exigirle que cambie la concepción territorial del Estado. Pero sí que sea prudente y sepa que sobre esta cuestión aún caminamos sobre cenizas calientes.

Foto: Manifestación en Barcelona para reclamar que el castellano también sea lengua vehicular en Cataluña. (EFE/Toni Albir) Opinión
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Opóngase a la reforma del Código Penal, a la reforma de la ley mordaza y a todo cuanto considere que colisiona con su modo de ver las cosas. Pero defiéndase de la tentación de caer en la trampa de prometer que, cuando gobierne, hará entrar a todo el mundo en cintura. Básicamente, porque eso ya está sucediendo. Y sobre todo deje de seguir pisoteando algo tan fundamental para la salud democrática de España como la renovación del órgano de gobierno de los jueces. Porque esto último, aunque dé y quite menos votos (ninguno, en realidad) que la reforma del delito de sedición, dice mucho más y más claro de cuál es la España que se quiere. Y a la vista está que no dice nada bueno. Más bien, da una vergüenza que echa para atrás.

Imagine el señor Feijóo que acaba sentado en el despacho de presidente. En esa tesitura, ¿estará mejor encarado el conflicto territorial cuando eso pase —si llega a pasar— que en 2017? No cabe duda de que sí. Pues aproveche esa ventaja en lugar de dejarla perder. Y céntrese en aquello —mucho— que encontrará peor. Que para esto se cambian los gobiernos. Para dar continuidad a lo que funciona y cambiar aquello que no lo hace. Para actuar así, basta con tener visión de Estado más allá del interés de partido. Tan fácil y tan difícil al mismo tiempo.

Cinco años desde la declaración unilateral de independencia. Con el tiempo, todo, o casi todo, se pasa. También las emociones. Pero hay que recordar hasta dónde llegaron las cosas hace un quinquenio. España vivió su mayor crisis institucional desde el golpe de Estado de 1981. No fue una broma, aunque a posteriori lo pareciera. Cualquier cisne negro aparecido en escena esos días hubiera podido llevar las cosas a una dimensión desconocida. Lo que finalizó mal hubiese podido acabar mucho peor. Y no solo el independentismo salió trasquilado —y mucho— de su aventura. La reputación internacional de España —guste o no guste oírlo— se desfondó con la gestión de la crisis independentista y en Cataluña dos millones de personas rompieron emocionalmente —quién sabe si de manera irreversible— con el Estado. A veces conviene verse con los ojos de los demás. Si uno quiere mejorar, claro.

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