Pesca de arrastre
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Lula no ha ganado las elecciones en Brasil
Lo que tiene Lula por delante es una tarea extremadamente difícil. En el Congreso, los bolsonaristas tienen mayoría y los estados más ricos del país también están en manos de la derecha extrema
Tarjeta roja para Bolsonaro. El Donald Trump de marca blanca para Sudamérica ha repetido la historia de su hermano político estadounidense. Un mandato y a casa. La reelección, de lo más común en los regímenes presidencialistas, se le negó al primero y ahora al segundo. En Brasil no había pasado nunca. Es la primera vez que a un presidente se le desaloja sin concederle un segundo mandato. Por algo será. Y ese algo no es más que el exceso. Es tan divisoria la política ultra, es igual de qué signo, que obliga a todo los ciudadanos a tomar partido. Y, en ese tomar partido, los resultados se dilucidan en el alambre. En USA la moneda cayó cara, igual que ahora en Brasil. O cruz, según quién sea el observador. Pero, en ambas giganaciones, hubiese podido acontecer lo contrario dado lo apretado de los recuentos. Hay vencedor y perdedor. Pero son naciones divididas, polarizadas hasta el extremo. Con presidentes ilegítimos para la mitad del censo electoral. Hasta tal punto que algunos politólogos teorizan sobre un futuro conflicto armado en Estados Unidos. Siguiendo esa línea, lo mismo podría decirse de Brasil, un estado con estructuras institucionales más precarias y menos tradición democrática.
Abundan los mapas para explicar el resultado de las elecciones brasileñas. Algunos pintan el continente de rojo para destacar que la agenda izquierdista ha empapado prácticamente a toda Sudamérica. Otros señalan que en realidad ese mapa lo que refleja no es ideología derecha-izquierda, sino que pone de manifiesto que en ese continente se está convirtiendo en tradición que los ciudadanos voten a la oposición, sea cual sea su color. Se trata de desalojar a quien esté mandando porque se impone el sentimiento de enfado, rabia y frustración contra quien sea que esté al mando cuando se convocan los comicios. Atendiéndonos a los hechos, estos son los que son. Y lo que dicen es que Brasil se ha decantado por un estrechísimo margen porque sea Lula da Silva quien lo presida. Lula, dicho sea de paso, es un gigante político. Será el primer mandatario que regirá el destino de su país durante tres mandatos, después de haber tocado fondo y pasado por la cárcel.
Solo que el Lula da Silva que ha ganado las elecciones no es el que los europeos tenemos en la cabeza por sus dos primeros mandatos. Para superar en votos a Bolsonaro, el que será nuevo presidente ha tenido que forjar una amplísima coalición de intereses en forma de una alianza de partidos de lo más variopinta. Abrazando todo el arco izquierdista, pero llegando también al centroderecha más moderado. El rojo Lula ha sido repintado por la fuerza del pragmatismo político con un color más tenue y menos vistoso, cuya tonalidad final está por descubrir. Pero que lo aleja de las propuestas más radicales y transformadoras que podría haber tomado en el caso de ir sobrado electoralmente. Si al rojo aguado por necesidad le sumamos que en el Senado y en el Congreso los bolsonaristas tienen mayoría y que, además, los estados más ricos del país también están en manos de la derecha extrema, lo que tiene Lula da Silva por delante es una tarea extremadamente difícil. Añadan que los programas sociales que puso en marcha en sus primeros dos mandatos pudieron pagarse gracias al crecimiento de la economía brasileña, que marcaba récords en esa época. Y ese milagro económico era en realidad una herencia de su predecesor, Fernando Henrique Cardoso. Cierto que Lula aprovechó bien los excedentes para reducir la pobreza.
El discurso de la noche electoral del futuro presidente fue el que se espera de un hombre consciente de que su país está trinchado y partido por la mitad. Brasil es uno, no dos, afirmó. Y prometió, como marca el libro de estilo del gobernante democrático previsible, que su mandato sería en favor de toda la nación y no únicamente al servicio de los que le han votado. Bolsonaro, por su parte, guarda silencio y todavía no ha reconocido la victoria de su contrincante. Es esta también una manera de hablar y de decir mucho. Su silencio alimenta las sospechas de fraude. Y, aunque acabe reconociendo el triunfo de Lula, socavará desde buen inicio la legitimidad que su oponente se ha ganado en las urnas, aunque sea por los pelos. Esperemos que las cosas no lleguen al extremo que lo hicieron en Estados Unidos. Pero no hace falta un asalto al Congreso para saber ya a ciencia cierta que Brasil seguirá igual de dividido que antes de las elecciones. Un clima guerracivilista de muy difícil manejo. Para más del 49% del censo electoral de la nación Lula será un presidente ilegítimo.
El combate Bolsonaro-Lula es una fotografía más a añadir al álbum de la sinrazón que viene impregnando desde hace más de una década el debate político democrático y que seguirá acentuándose en el futuro. Ha ganado Lula sí, igual que ganó Biden. Pero siguen en la habitación los elefantes —cada país los suyos propios— que hicieron posible a Trump y a Bolsonaro. Y van a volver. Con el mismo apellido o con otro distinto. Tenemos guerra para muchos años. Vivimos en medio de un gran apagón de la razón, como bien señala el filósofo y político Manuel Cruz en su último libro (El gran Apagón, Galaxia Gutembereg, 2022). Y nadie parece muy interesado en darle al interruptor para hacer de nuevo habitable la esfera pública. Demasiada gente, a derecha e izquierda, manejándose mejor en el odio que en la empatía y los comunes denominadores. Y no hay que viajar a países lejanos como Brasil o Estados Unidos para dar validez a esta afirmación. Hay días que no hace falta ni salir de casa. Nos basta con el noticiero doméstico.
Tarjeta roja para Bolsonaro. El Donald Trump de marca blanca para Sudamérica ha repetido la historia de su hermano político estadounidense. Un mandato y a casa. La reelección, de lo más común en los regímenes presidencialistas, se le negó al primero y ahora al segundo. En Brasil no había pasado nunca. Es la primera vez que a un presidente se le desaloja sin concederle un segundo mandato. Por algo será. Y ese algo no es más que el exceso. Es tan divisoria la política ultra, es igual de qué signo, que obliga a todo los ciudadanos a tomar partido. Y, en ese tomar partido, los resultados se dilucidan en el alambre. En USA la moneda cayó cara, igual que ahora en Brasil. O cruz, según quién sea el observador. Pero, en ambas giganaciones, hubiese podido acontecer lo contrario dado lo apretado de los recuentos. Hay vencedor y perdedor. Pero son naciones divididas, polarizadas hasta el extremo. Con presidentes ilegítimos para la mitad del censo electoral. Hasta tal punto que algunos politólogos teorizan sobre un futuro conflicto armado en Estados Unidos. Siguiendo esa línea, lo mismo podría decirse de Brasil, un estado con estructuras institucionales más precarias y menos tradición democrática.
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