Pesca de arrastre
Por
Demócratas, golpistas y la factura que no puede pagar la democracia
La exageración como método de hacer política y periodismo es el signo de los tiempos, sin que quepan distinciones entre derecha e izquierda
Golpe de Estado. Ambiente de guerra civil. Dictador de talante sudamericano. La derecha lo intentó en 1981 con la Guardia Civil y ahora con el Tribunal Constitucional. Subversión democrática. Alzamiento de togas. No pares, sigue, sigue. Así de cargaditas vienen las analogías de los últimos días desde la derecha y desde la izquierda para explicar el momento político e institucional español. Puede que algo haya de verdad en palabras y expresiones tan contundentes para describir lo que pasa si tanta gente ilustrada dice lo que dice y escribe lo que escribe. Aunque también podría ser que estemos, pese a tanta unanimidad, ante una hipérbole desmesurada.
La exageración como método de hacer política y periodismo es el signo de los tiempos, sin que quepan distinciones entre derecha e izquierda. Hay una obligación que nos hemos autoimpuesto: el mundo ha de acabarse varias veces al día y España y su democracia, a ser posible, unas cuantas más. Ni tan siquiera el espíritu navideño puede redimirnos. Hoy el Congreso o el Constitucional, mañana la sequía o un aguacero. En todo caso, no todos pueden llevar razón. O son golpistas —por seguir utilizando este despropósito semántico— los unos o los otros. Salvo que aceptemos como hipótesis la tesis del golpe y contragolpe. Quizá por ahí deberíamos escarbar.
Da igual la decisión que haya tomado el Constitucional. No desde el punto de vista práctico, pues tiene consecuencias inmediatas. Pero sí desde una mirada más a largo plazo. El alineamiento por bloques graníticos del Constitucional y el espectáculo declarativo por parte de los líderes políticos provocan un daño ya irreparable. Cuando las cosas llegan a este punto, ya solo cabe elegir entre lo malo y lo peor. Hay ganadores y perdedores, claro. Pero solo a corto plazo y sobre todo entre la nomenclatura. Al ciudadano común, crea lo que crea, se le aboca a la trinchera con un fusil imaginario entre las manos en un acto de irresponsabilidad extrema del Gobierno y de la oposición, con todas sus correas de transmisión también trabajando a destajo.
Desde el pleno del Congreso del jueves pasado se ha instalado en el Madrid político la convicción de que lo que está pasando ahora a nivel español es una repetición de lo vivido en Catalunya en 2017. Razones no faltan para la comparativa. Es cierto que ya habíamos escuchado antes el falaz argumento de que la única voluntad que debe tenerse en cuenta es la del pueblo expresada a través de las urnas. Y que cualquier otro poder que frene a un parlamento o a un gobierno está actuando forzosamente de un modo ilegítimo y antidemocrático. También oímos hace un lustro que la petición de amparo al Constitucional por parte de un partido político no es más que un intento de parar en los despachos de los jueces fachas lo que no se ha ganado en las urnas. Y también se repitió hasta la saciedad que en el Parlamento catalán la democracia solo operaba ya formalmente y no siempre, puesto que en realidad había sido engullida por el nacionalpopulismo de los partidos gubernamentales. Y por supuesto, como pidió ayer Podemos por boca del siempre dialectalmente fétido Pablo Echenique, se repitió hasta la saciedad que no cabía obedecer al Constitucional si sus decisiones eran a todas luces antidemocráticas o equivocadas. O sea, si no eran al gusto de quien debía acatarlas.
También, como ahora, los argumentos se seleccionaban en función del bando al que pertenecía quien emitía el juicio. El final de todo aquello es de sobras conocido. Pero es menos compartido el argumento incuestionable de que para llegar a ese punto de no retorno pasaron muchas cosas primero. La desaparición general del sentido crítico y el abrazo generalizado a la idea de hacer política como quien profesa una fe que traza una línea divisoria entre creyentes y no creyentes, fueron dos de las más importantes. Sí o no. Blanco o negro. Se evaporó en el proceso el colchón crítico que solo puede practicarse desde una sana y fría distancia, que no es lo mismo que no mojarse o no tener convicciones y opinión propia. La eliminación de los no alineados, o autocensurados voluntariamente para no arriesgar en demasía, dejó únicamente en el espacio público sitio para la lógica del amigo-enemigo. Es esto lo que en estos momentos admite una comparación más certera entre el momento político actual y el proceso independentista. El Madrid político y togado circula, efectivamente, sin frenos y a lo loco, como la Cataluña de 2017.
Ni Pedro Sánchez, ni Podemos desde el Gobierno, ni el PP, ni Vox en su papel de oposición, y por supuesto tampoco los hombres y mujeres que forman parte del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial están a la altura de lo que, formalmente, cabría esperar de ellos. Ha desaparecido del tablero el mínimo de buena fe que la acción política exige a todos los actores que participan de ella. Se ha esfumado igualmente el necesario ejercicio de concesión de legitimidad democrática al adversario. Sin estos ingredientes, el otro pasa a ser visto por su contrincante como un usurpador o un golpista. En esas estamos y no hay inocentes. A lo máximo, máculas más vistosas que otras.
Al Gobierno de Pedro Sánchez se le negó la legitimidad democrática desde el principio. La crítica legítima —por dura que fuera— se entremezcló de buen inicio con otras que le negaban prácticamente el derecho a gobernar en coalición con Unidas Podemos y a contar con el apoyo parlamentario de formaciones políticas independentistas y nacionalistas. La acusación de estar dispuesto a todo —destruir España o la democracia— con tal de seguir ocupando la Moncloa nació entonces, no ahora. Como tampoco es nada reciente el ejercicio gubernamental y parlamentario por parte de la izquierda de convertir a la derecha en un bloque homogéneo de energúmenos fascistas y antidemocráticos que están velando armas para protagonizar un alzamiento.
La alimentación permanente de esas dos narrativas, que ya viene de lejos, es el polvo que explica estos lodos. En el caso del Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial, hay que sumar el despropósito de que tantas personas de esas dos instancias hayan decidido participar del mismo juego con creciente indisimulo. Tampoco los medios, dando carta de naturalidad a este espectáculo pornográfico de obsesión por el control del mundo judicial y del TC por parte de unos u otros, limitando su papel en muchos casos a escoger bando, vienen estando a la altura.
En política, el error combatido con el error no hace más que multiplicar las equivocaciones
Todo lo que viene diciéndose de Pedro Sánchez y de su Gobierno es mayormente cierto, descontadas las exageraciones que rallan en algunos casos la ridiculez. Solo que también lo es, depuradas igualmente las hipérboles, aquello que se dice del PP en los ambientes contrarios. Y menos por menos, solo da más en matemáticas. En política, el error combatido con el error no hace más que multiplicar las equivocaciones. Seguir cavando hacia abajo. Eso es algo que sí debiéramos tener aprendido del proceso independentista.
La factura principal por actuar de este modo no está en la alteración y debilitamiento del buen funcionamiento democrático, por la modificación de leyes orgánicas por la puerta de atrás o por arrastrar al TC o al CGPJ al fango de nuevo —con la colaboración por activa o pasiva de sus integrantes— para que ambas instituciones pierdan el poco prestigio que les queda. Estas son facturas a la vista y el importe, aunque elevado, es pagadero. No lo es, en cambio, que se convierta en algo estructural y normalizado la división entre demócratas y golpistas. Que cada parte se vea a sí misma como adalid de la democracia y al otro como un peligro que viene a destruirlo todo manu militari. Si cuaja definitivamente esta manera de ver la realidad, que está cuajando, el desastre es inevitable. Porque ningún Gobierno podrá serlo ya de todos en el futuro, ni tendrá la aceptación del cuerpo social entero.
Caminamos, o peor aún, ya estamos metidos de lleno en un escenario de unos contra otros que va más allá de la intensidad propia de un periodo preelectoral o electoral. A degüello y exigiendo al ciudadano que escoja bando y vea al otro como un enemigo a eliminar y no como una opción política legítima de la que se discrepa. Y a ese importe sí que no puede hacérsele frente, porque la democracia no es solo formalidad, que también. Es un trato colectivo que pasa por la concesión de todos para con todos. Y eso es lo que Gobierno y oposición están haciendo trizas hasta que sea imposible reconstruirlo. No, no ha ganado la democracia. Y tampoco estamos ante golpe de Estado de ninguna clase, ni antes ni después de la decisión del TC. Lo que estamos viendo es más bien a la mayoría de la orla política española deslizándose con febril entusiasmo por el tobogán de la degradación institucional. ¡Ánimo, campeones!
Golpe de Estado. Ambiente de guerra civil. Dictador de talante sudamericano. La derecha lo intentó en 1981 con la Guardia Civil y ahora con el Tribunal Constitucional. Subversión democrática. Alzamiento de togas. No pares, sigue, sigue. Así de cargaditas vienen las analogías de los últimos días desde la derecha y desde la izquierda para explicar el momento político e institucional español. Puede que algo haya de verdad en palabras y expresiones tan contundentes para describir lo que pasa si tanta gente ilustrada dice lo que dice y escribe lo que escribe. Aunque también podría ser que estemos, pese a tanta unanimidad, ante una hipérbole desmesurada.
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