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Una sociedad enferma de machismo, pero también de animalización
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Josep Martí Blanch

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Una sociedad enferma de machismo, pero también de animalización

La cultura de la animalización es la base de un modelo de ocio del exceso y de apología del mero instinto, al cual se accede a una edad cada vez más temprana

Foto: Manifestación contra la violencia machista. (EFE/Nacho Gallego)
Manifestación contra la violencia machista. (EFE/Nacho Gallego)
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Cuestionar la existencia de la pandemia de machismo es estúpido. Si los escépticos no lo quieren llamar violencia de género, llámenlo como les salga de las narices. Pero que nuestra sociedad está —sigue, más bien— enferma de machismo es una obviedad. Diciembre es una foto fija de un momento en el tiempo que ilustra esta obviedad. Una señora asesinada por alguien de su entorno —parejas o exparejas lo más común— cada tres días.

Solo puede escribirse sobre esta cuestión desde la frustración. Es imposible asimilar tanto desprecio por la vida ajena, tanta maldad en tantos hombres. Incluso haciendo un esforzado ejercicio de teorización sobre la dificultad extrema de las relaciones humanas o de la incapacidad de gestión de los sentimientos y de las frustraciones de muchas por parte de muchas personas, puede llegarse a una conclusión que no sea que nuestra sociedad está enferma de machismo.

Puede entenderse, eso sí, que haya diferentes visiones sobre la manera de reducir los efectos de esta pandemia que se traduce en asesinatos en el peor de los casos. Pueden también escucharse o compartir los argumentos que discuten la eficacia de la existencia de un ministerio de agitación feminista de última generación. Pero no pueden respetarse y hay que combatir las opiniones de quienes niegan la existencia del problema como lo que realmente es: una epidemia de machismo asesino a la que no sabemos cómo hacer frente y que, desde luego, no da signos de mejoría.

Foto: Protesta en Oviedo contra la violencia machista. (EFE/Eloy Alonso)
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Esta última afirmación debería también llevarnos a preguntarnos si las políticas públicas que vienen desarrollándose desde hace ya años son eficaces. Porque las cosas se miden, o así debería ser, por los resultados que se consiguen en la vida real y no por los titulares voluntariosos que proporcionan. Hay ahí una pregunta incómoda, pero que hay qué formularse. ¿Se están haciendo las cosas bien desde la Administración? ¿Los recursos son suficientes y están destinados a lo que realmente importa? Dejemos las respuestas para los expertos. Pero hay aseveraciones que pueden hacerse ya por evidentes. Una de ellas es la manifiesta incapacidad del Ministerio del Interior de garantizar la seguridad —la vida— de las señoras que se atreven a denunciar. A estas mujeres, después de insistirles, en especial los poderes públicos, de que se atrevan a denunciar, se las deja al albur del grado de brutalidad que anide en el cerebro de su maltratador y en demasiadas ocasiones futuro asesino.

Sabido es que no puede ponerse un policía en cada puerta las 24 horas del día y que tampoco sería razonable activar medidas extremadamente coercitivas para ciudadanos sobre la previsión de una futura culpabilidad de un delito todavía no cometido. Pero sin duda existe un gran margen de mejora en la asignación de recursos, en los plazos de la Justicia, en el aseguramiento del cumplimiento de las órdenes de alejamiento y en otras cuestiones que, sin llegar a ofrecer nunca una solución total al problema, podrían al menos ofrecernos a los ciudadanos el consuelo, limitado, pero consuelo al fin y al cabo, de que efectivamente se está haciendo todo lo que se debe y se puede y un poco más. No es esta la impresión que da la Administración en estos momentos. Y la reunión del comité de crisis del Gobierno para este asunto ayer mismo a toda prisa o la respuesta del propio ministro del Interior exigiendo a la Policía más esfuerzos dan buena prueba de ello.

Junto a la epidemia del machismo estamos viviendo también otra de distinto signo, la de la animalización. Y no es buena idea, ni es honesto, ponerlas ambas en el mismo cajón como si solo de una se tratara. Salvo que lo que se pretenda es provocar el efecto contrario y generar actitudes descreídas y negacionistas en torno a la epidemia machista que —insistimos— es tan cierta como gravísima.

Gran revuelo por una felación de una adolescente menor de edad a un tardoadolescente de 19 años en medio de una pista de baile de una discoteca de Barcelona. Ella arrodillada en medio del local, él con los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos, y los demás —hombres y mujeres tan jóvenes como los protagonistas— grabando y jalonando la escena. Las imágenes del acto sexual y su posterior difusión en redes han servido para presentar el caso como una agresión sexual por los medios de comunicación tras la denuncia interpuesta por la mamá de la joven.

Más allá de lo que se determine en este caso puntual, aunque las imágenes son bastante elocuentes y cuesta creer que alguien pueda acabar determinando que se trata de una agresión, es una irresponsabilidad tratar los casos similares a este como una agresión sexual naturalizada por la “cultura de la violación”. Hasta que no se demuestre lo contrario, lo que ha sucedido en esa discoteca es que dos jóvenes —hombre y mujer, jóvenes ambos— han practicado en público y en un lugar poco apropiado para la reserva de su intimidad el sexo animalizado.

Foto: Carteles contra la violencia de género. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)

El modelo de ocio de Magaluf en Mallorca o en su día el de SalouFest en la Costa Dorada, por poner dos ejemplos, no es patrimonio exclusivo de los adolescentes ingleses. Tan cómodo que resulta, como hacemos en verano, atribuir estos comportamientos —coitos en las calles, encima de los coches en los parkings de las discotecas, en las pistas de baile— a los bárbaros ingleses que solo piensan en emborracharse y en comportarse como canes que han de satisfacer sus instintos donde sea que la pulsión se manifieste.

Pero va a ser que ese modelo de ocio también funciona entre nosotros y que nuestros jóvenes adolescentes participan con entusiasmo de ella. Y nada tiene que ver con la cultura de la violación, que viene siendo un cajón de sastre en el que se tiende a acumular cualquier comportamiento que nos desagrada.

Más bien, si es que hay que bautizarlo de algún modo, deberíamos hablar de la cultura de la animalización, que es la base de un modelo de ocio del exceso y de apología del mero instinto al cual se accede a una edad cada vez más temprana y de la que participan en condiciones de igualdad hombres y mujeres muy jóvenes. Una cultura de la animalización en la que la intimidad ha dejado de tener valor y en la que la aproximación al sexo es la propia del animal: con cualquiera, en cualquier lugar y de cualquier modo. Una cultura del ocio dirigida a la satisfacción del instinto primario, sin más.

Y ahí no hay machismo. Lo que hay es un preocupante empate a animalización entre hombres y mujeres. Se dirá, y con razón, que esta es la opinión de un boomer al que ya le quedan lejos los tiempos de sus excesos. Cierto. Y que los jóvenes tienen derecho a vivir su sexualidad como les plazca. Cierto también. Solo que hay cosas que son mejores que otras. Y desde luego la animalización y la prevalencia del instinto por encima de cualquier otra consideración son un bajar a toda prisa las escaleras de la civilización.

Y hasta esos jóvenes —hombres y mujeres— nos dan la razón a los que así pensamos cuando, al día siguiente de haber practicado en libertad su manera de manejarse con los instintos, un manto de vergüenza les cubre por su comportamiento cuando este se convierte en viral. Una viralidad de la que es imposible escapar si se hacen ciertas cosas en público y a la vista de cualquiera.

Naturalmente, nada de esto último es tan grave como la epidemia de machismo que se traduce en maltrato, violaciones y, llegados al final, asesinatos.

Pero la epidemia del machismo y la de la animalización no son lo mismo. Ni tienen las mismas causas, ni admiten el mismo tratamiento.

Cuestionar la existencia de la pandemia de machismo es estúpido. Si los escépticos no lo quieren llamar violencia de género, llámenlo como les salga de las narices. Pero que nuestra sociedad está —sigue, más bien— enferma de machismo es una obviedad. Diciembre es una foto fija de un momento en el tiempo que ilustra esta obviedad. Una señora asesinada por alguien de su entorno —parejas o exparejas lo más común— cada tres días.

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