Pesca de arrastre
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Juzgar a Benedicto XVI sin saber lo que es un fuera de juego
Juzgar a Ratzinger sin fe es como intentar arbitrar un partido de fútbol sin conocer la regla del fuera de juego, precisamente la que más importancia tiene en el desarrollo del juego
La muerte de un papa es un acontecimiento social y mediático de primer orden. También en España, país en el que, según el CIS, el 53% de sus ciudadanos dice ser católico, entre los cuales hay un 18,6% de practicantes. Formalmente, el porcentaje sigue siendo muy elevado, pero nada comparable con el pasado, y muestra una marcada tendencia a la baja (-3,6% en relación con 2021 y un -37% desde 1978, cuando el porcentaje de creyentes era del 90%). Las cifras seguirán en descenso. Basta con observar la evolución en números de los sacramentos más populares. Solo uno de cada 10 matrimonios se celebra en la iglesia y el número de comuniones y bautizos también se ha desplomado en la última década. Otra variable para tener en cuenta es la referida a las pocas vocaciones sacerdotales que hacen de la tasa de reposición del envejecido clero español una utopía.
Aun así, la Iglesia católica sigue y seguirá siendo un actor social de lo más relevante. En una sociedad cada vez más fragmentada en múltiples identidades, el catolicismo sigue siendo numéricamente la organización con más seguidores y mayor capacidad de movilización diaria. Esta afirmación pasa desapercibida para la mayoría de los ciudadanos que vivimos alejados de la religión, pero es una realidad que no admite la más mínima duda.
Puesto que Benedicto XVI solo ejercía de emérito desde su revolucionaria renuncia al papado, el acontecimiento de estos días queda reducido únicamente a la parte luctuosa y a los consabidos balances del que fuera su papado, puesto que no hay que elegir sustituto. Y estos van desde el prácticamente unánime reconocimiento de su obra como teólogo y filósofo a los claroscuros de su obra ejecutiva al frente del Vaticano. Con opiniones y análisis que adjetivan su legado como conservador —los más generosos— o reaccionario —los menos—.
Si volvemos al primer párrafo, y jugamos a analizar la Iglesia católica como si fuese un partido político en competencia por el voto de los ciudadanos, a la fuerza concluimos que esta institución tiene un problema. Una de sus principales misiones es la evangelización, y con las cifras en la mano es evidente que sus objetivos no se están cumpliendo. La curva de fieles en España es descendente desde hace 40 años, y acelerándose entre las generaciones más jóvenes. Pero sucede que la Iglesia no es un partido político y que su mundo no acaba en Europa y mucho menos en España, puesto que su vocación es universal. Y si bien es cierto que su objetivo es llenar los templos de fieles, no puede hacerlo a través de una religión practicada y vivida a la carta con un oferta que pueda renovarse como si de un programa electoral se tratara.
Estos días de ajuste de cuentas con Benedicto XVI, una de las acusaciones que se practican —en especial, desde entornos no creyentes— es la de dibujarlo como un hombre que se empeñó en ampliar la brecha entre la sociedad y la Iglesia, haciendo más complicado a la gente el abrazo de la fe católica. En realidad, desde algunos de estos púlpitos lo que se adivina es un deseo de que la Iglesia deje de ser lo que es en lo sustancial para pasar a ser otra cosa. Aun a sabiendas de que lo que da sentido a la pertenencia en su seno es la fe. Y es desde lo sustancial que cabe calificar el trabajo de Ratzinger como extremadamente honesto y comprometido con lo que se espera de un hombre de la Iglesia. Renunciar a librar batalla en el terreno del relativismo —propio de la política— para centrarse en la fe y la verdad revelada, el material propio y exclusivo de la religión.
Ha habido también un interés en castigar la memoria y la obra de Benedicto XVI por su pasado adolescente en la Alemania nazi —como si de una libre elección se tratara—, por ser un encubridor de pederastas, por los negocios turbios del Vaticano y por el fomento de la islamofobia a raíz de un desafortunado tratamiento informativo —malintencionado y vergonzoso para un tipo determinado de medios, deberíamos decir— de una cita utilizada en su famosa conferencia de Ratisbona en 2006.
De estas cuatro cuestiones, solo la pederastia y el vaticanismo financiero merecen atención. Y sí, es cierto que la Iglesia, toda ella, no solo el papa, no ha estado a la altura con el gravísimo escándalo de los abusos sexuales —sin que pueda personalizarse la responsabilidad en Benedicto XVI, que hizo pasos en la dirección correcta—, y por eso su factura reputacional sigue creciendo todavía. Tampoco en la transparencia de sus finanzas la institución ha tratado a sus fieles, mantenedores de esta, con el respeto que merecen. Pero tampoco esto puede achacarse al papa fallecido.
A reforzar lo fundamental es a lo que Ratzinger dedicó su obra. Ello debiera servir para otorgarle a su papado el mérito que merece
En España, el número de fieles seguirá decreciendo. Es el signo de los tiempos en las sociedades europeas. Da igual cuán progre o conservador sea la figura que esté sentada en la silla de san Pedro. Este es un debate que alimenta discusiones acaloradas entre los propios católicos o que granjea al santo padre más o menos simpatías entre quienes practicamos ideologías terrenales. Pero el problema principal en la caída del número de católicos en las sociedades europeas, y en la española en particular, no radica en los debates de superficie. Atañe a lo más hondo y sustancial del hecho religioso, que es la fe, o más bien la falta de ella. Y a eso, a reforzar lo fundamental, es a lo que Ratzinger dedicó su obra. Ello debiera servir para otorgarle a su papado el mérito que merece.
Pero por eso mismo es tan difícil de entender su legado por todos aquellos que vivimos al margen de la fe o incluso por parte de los católicos que lo son únicamente por tradición y aderezo. Porque juzgar a Ratzinger sin fe es como intentar arbitrar un partido de fútbol sin conocer la regla del fuera de juego, precisamente la que más importancia tiene en el desarrollo del juego.
La muerte de un papa es un acontecimiento social y mediático de primer orden. También en España, país en el que, según el CIS, el 53% de sus ciudadanos dice ser católico, entre los cuales hay un 18,6% de practicantes. Formalmente, el porcentaje sigue siendo muy elevado, pero nada comparable con el pasado, y muestra una marcada tendencia a la baja (-3,6% en relación con 2021 y un -37% desde 1978, cuando el porcentaje de creyentes era del 90%). Las cifras seguirán en descenso. Basta con observar la evolución en números de los sacramentos más populares. Solo uno de cada 10 matrimonios se celebra en la iglesia y el número de comuniones y bautizos también se ha desplomado en la última década. Otra variable para tener en cuenta es la referida a las pocas vocaciones sacerdotales que hacen de la tasa de reposición del envejecido clero español una utopía.
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