Pesca de arrastre
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Feijóo apuesta por la Restauración borbónica: ¡recuperemos también las cesantías de Galdós!
Ya puestos, seamos más ambiciosos que el plan que ha presentado el PP. Resucitemos el turnismo de la Restauración borbónica y recuperemos también la figura del cesante que inmortalizó Pérez Galdós
A Alberto Núñez Feijóo le ha faltado recordarnos, en forma de apostilla a su Plan de Calidad Institucional, que la política institucional en España es un condominio cerrado ante notario en el que solo figuran como propietarios legítimos las siglas del PSOE y del PP. Los demás partidos fueron una anomalía soportable mientras su papel se limitaba a aportar unas notas de color, sobre todo a través de los nacionalismos periféricos, sin alterar la naturaleza cromática del conjunto que era y debe seguir siendo bicolor.
Pero ahora que llevamos ya siete años de multipartidismo real, ha llegado el momento, por lo que le oímos a Núñez Feijóo estos días, de poner remedio a este disparate. ¿Qué es esta majadería de que cualquier partido se crea con derecho, gracias a los votos obtenidos en las elecciones, a incidir, influir o participar directamente en un Gobierno que por ley natural solo puede ser cosa de socialistas y populares? Ya puestos, y si estas dos formaciones son las únicas que pueden gobernar, seamos más ambiciosos que el plan que ha presentado el PP. Ahorrémonos las elecciones, resucitemos el turnismo de la Restauración borbónica y recuperemos también la figura del cesante que inmortalizó Pérez Galdós.
En las últimas elecciones generales votaron 24,5 millones de personas, de las cuales 11,8 millones se decantaron por dar su apoyo a socialistas y populares. Entre votos nulos y blancos, sumaron 466.000 papeletas. Hagan números y podrán adjudicar el número de sufragios que alcanzaron el resto de los partidos políticos: 12, 2 millones de apoyos. Dejando a un lado todo aquello que parece no tener ninguna importancia para el señor Núñez Feijóo —que nuestra circunscripción electoral sea la provincia y no España entera, que en su día consagramos un sistema político que apostaba por la pluralidad y la proporcionalidad, que no votamos ni a un presidente y tampoco un Gobierno, sino a nuestros representantes a Cortes Generales, etc.—, parece poco o nada serio salir a ofrecer como medida estrella en el Plan de Calidad Institucional que el Gobierno sea el botín automático del partido que saque un voto más. Si de lo que se trata, como se ha dicho, es de evitar el populismo —hay que recordar que en el debate político los populistas siempre son los otros—, cerremos también el Parlamento para evitarnos el ruido y la furia de algunas sesiones y tener que escuchar aquello que nos desagrada.
Algunas medidas del Plan de Calidad Institucional que plantea el líder del PP son razonables, no vamos a decir que no. Pero esta en concreto, que es la que explícitamente se vende como medida estrella, no es más que, incluso queriendo ser cariñosos en la apreciación, una tomadura de pelo. Pura táctica electoral para remarcar la ventaja en las encuestas del PP y autorretratarse como caballo ganador de los próximos comicios. Táctica también para señalar que la no aceptación de esta oferta por parte del PSOE deja claro que este último está dispuesto a seguir pactando con los enemigos de España. Y, por último, táctica para dejar dicho que el PP no tiene ninguna intención de pactar con Vox, salvo que las circunstancias obliguen a ello, lo que puede suceder si no prospera esta propuesta de que gobierne el partido más votado.
Así pues, como acción de marketing electoral es correcta y probablemente beneficiosa para los populares. Para asentar un debate serio sobre la calidad institucional de España, es simplemente un chiste. Con más motivo, cuando es sabido que no hay ninguna posibilidad de reformar la ley electoral en vísperas de un ciclo electoral completo —municipales, autonómicas y generales en 2023 y europeas en 2024—.
Un poco de seriedad, señores. Si lo que se pretende es rebajar el riesgo de la pulsión populista en España, todas las formaciones políticas tienen deberes por hacer. Y los más importantes no pasan por modificar ley alguna, sino por cambiar la percepción política que cada uno de los combatientes en el ruedo político tiene de su adversario. Lo que caracteriza de raíz al populismo no son sus promesas o sus propuestas legislativas, por radicales que estas sean o puedan parecer a sus opositores, sino la negación de legitimidad del adversario para oponerse a las mismas —si está en la oposición— o para llevar a cabo políticas de diferente signo, si está en el Gobierno.
El populismo es el señalamiento del otro como un enemigo del interés general, la negación de la presunción de bondad de las propuestas políticas de los adversarios, el hostigamiento al rival —previamente convertido en enemigo— a través de acusaciones como vendedor de la patria, traidor, fascista, involucionista, antidemocrático o cualquier otro insulto que deje claro que su legitimidad para actuar es inexistente. Populismo es llamar traidor a Pedro Sánchez, populismo es llamar fascista a Feijóo, populismo es utilizar la palabra terrorista en vano, populismo es ensuciar el tablero político con el único objetivo de sacar rédito partidario. Populismo es no entender que el otro tiene razones. Populismo es negar que el pacto y la cesión forman parte del juego político. Populismo, en definitiva, es creer que la democracia solo lo es de verdad cuando gobiernan los tuyos y que si lo hacen otros debe ser con tus ideas.
Naturalmente, un cambio de actitud de esta índole es, a estas alturas, como pedirle peras al olmo. Pero ya que el PP ha decidido poner en la agenda la cuestión de la calidad institucional, resulta obligado señalar que cambiar esta manera de hacer es el equivalente a la primera dosis, de las varias que habría que pincharse, para vacunarse de manera más o menos efectiva, imposible el riesgo cero, contra el populismo.
Lo demás, incluida la machacona insistencia sobre lo bueno que sería dejar gobernar a la lista más votada, no es más, en el mejor de los casos, que un placebo bien vendido de nula eficacia. ¿Quieren luchar contra el populismo? Asuman que España ya no es un país bipartidista y entiendan qué es lo que eso significa, dejen de referirse al chantaje para referirse a cualquier concesión realizada para alcanzar acuerdos necesarios entre diferentes, no prometan soluciones fáciles y absolutas a problemas complejos y siempre irresolubles al 100%, vuelvan a ver en el otro a un adversario legítimo y no a un okupa de las instituciones.
Fíjense si tienen deberes los rojos, azules, morados, naranjas, verdes, estelados y el arcoíris parlamentario al completo. Antes de cambiar las reglas del juego que fijan las leyes electorales, prueben a cambiar ustedes un poquito. Aunque si lo primero es difícil, casi imposible; lo segundo es, al menos de momento, un escenario puramente utópico.
A Alberto Núñez Feijóo le ha faltado recordarnos, en forma de apostilla a su Plan de Calidad Institucional, que la política institucional en España es un condominio cerrado ante notario en el que solo figuran como propietarios legítimos las siglas del PSOE y del PP. Los demás partidos fueron una anomalía soportable mientras su papel se limitaba a aportar unas notas de color, sobre todo a través de los nacionalismos periféricos, sin alterar la naturaleza cromática del conjunto que era y debe seguir siendo bicolor.
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