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El catalán, la enfermera 'tiktokera' y el monopolio de la sobrerreacción
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Josep Martí Blanch

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El catalán, la enfermera 'tiktokera' y el monopolio de la sobrerreacción

La enfermera gaditana no merecía ser ni siquiera noticia. Allá ella con su pobre vocabulario en castellano, su no saber estar y su menosprecio por cualquier color del mundo que no sea el del suyo propio

Foto: Manifestación independentista en Barcelona. (EFE/Quique García)
Manifestación independentista en Barcelona. (EFE/Quique García)

La inteligencia es una lotería y la cultura, resultado del esfuerzo. Del tonto no debiéramos reírnos. Nació con malas cartas y sin ninguna culpa. No es más que una víctima inocente del azar con el que la naturaleza lo trajo al mundo. Del zafio sí puede hacerse mofa cuando su patanería obedece a su propia voluntad y actitud. Si además se empeña en enarbolar con orgullo la bandera de la ignorancia, pretendiendo que su estulticia sea vista como una virtud a celebrar, las risotadas deben ser de alcance. Ahí debiera acabar la cosa, con unas risas. Punto final.

Pero este es un mundo en el que las cajas de resonancia tienden a convertir al bobo, la nadería del cual hubieran disfrutado hace tan solo una década sus allegados, en objeto de veneración o persecución. Y ninguna de las dos cosas merece. Pero cualquiera escala hoy en día al terreno de la conversación pública. Juan Soto Ivars ha escrito ya en este periódico de la enfermera gaditana del Hospital de la Vall d’Hebron de Barcelona que colgó en TikTok un vídeo criticando, con ninguna educación y menos cultura, que para opositar a una plaza en el sistema público de salud de Cataluña se obligue a los aspirantes a tener un mínimo conocimiento del catalán. Como no es cuestión de escribir dos veces el mismo artículo, la segunda con menos gracia, ahí están sus argumentos para quien quiera releerlos que servidor firmaría también casi en su integridad. En su texto, se explica bien la sobrerreacción desde algunos entornos nacionalistas por lo que no es más que un vídeo zafio de una tardoadolescente.

Foto: Una manifestación en Barcelona a favor de la inmersión lingüística en catalán. (EFE/Quique García)

La vocación de esta columna también es señalar sobrerreacciones sobre el particular, solo que de otro signo de las que ya ha anotado Soto Ivars. Particularmente, una de largo recorrido que no afecta solo a Cataluña, ni se ciñe al episodio de la enfermera de la Vall d’Hebron. Porque una sobrerreacción es la campaña permanente y sistemática en contra de que valencianos, mallorquines y catalanes puedan dirigirse en catalán (añadan mallorquín y valenciano, si así lo desean por prurito ideológico, no filológico) a los profesionales sanitarios con la seguridad de que estos van a entenderlos porque tienen un mínimo conocimiento de ese idioma.

¿Para qué tanta obsesión enfermiza con la lengua, si el castellano es oficial en toda España y lo comprendemos y hablamos todos? Pues, permítaseme una obviedad, para garantizar una cuestión tan básica como que algo tan íntimo y muchas veces cargado de angustia como es el acto médico pueda desarrollarse en un marco de plena confortabilidad y seguridad para el paciente.

¿Para qué tanta obsesión enfermiza con la lengua, si el castellano es oficial en toda España y lo comprendemos y hablamos todos?

Para hacerse cargo de este argumento, hay que entender la diferencia entre la lengua materna y la lengua aprendida —por muy bien aprendida que esté— y hacerse cargo, ¿tanto cuesta?, de que para muchos españoles el castellano no es un idioma de cuna, sino un idioma aprendido con el que se manejan peor que con su lengua materna. Esto es así especialmente, al menos en Cataluña, en entornos rurales y también, independientemente del espacio físico en el que vivan, entre las personas de edad más avanzada y aquellas con sus capacidades cognitivas ya a la baja.

Pasa además que en estas comunidades, más allá del respeto y empatía que merezcan las circunstancias del paciente, hay dos lenguas oficiales, según dice la ley. Y, salvo que quiera abonarse la idea de que una de ellas es de primera división y la otra de segunda, lo deseable y normal, si además así lo fija la legislación, debiera ser que cualquier profesional público pueda acabar sirviendo a los ciudadanos en cualquiera de los dos idiomas.

Foto: Hospital Vall d'Hebron donde trabaja la enfermera.

Si a ello le añadimos que el catalán y el castellano guardan algo más que una cierta similitud (como dijo Raimon, todos hablamos un latín más o menos distinto), concluiremos que el esfuerzo requerido para adquirir el mínimo conocimiento que se exige es perfectamente asumible con un poco de buena voluntad que no equivale a un acto de heroísmo.

El consabido, "¿pero acaso no estamos en España y no hablamos todos español?", es una forma errónea de acercarse a la realidad de la propia España. Cada vez que se pronuncia esta pregunta para dar a entender que la respuesta solo puede ser que el requisito del catalán —aunque sea a precario— en hospitales y centros de atención primaria no es más que un absurdo capricho o una inexplicable imposición, España se está negando a sí misma, a su propia naturaleza y realidad.

La sobrerreacción, ya situados en el terreno del caso de la enfermera, es también encumbrar a una enfermera maleducada

La sobrerreacción, ya situados en el caso particular de la joven enfermera, es también encumbrarla como ejemplo de algo e incluso editorializar y abrir portadas con ella para convertirla en una Juana de Arco de la libertad frente a los abusos secesionistas. ¡Por favor! Nada tiene que ver aquí el independentismo. Mucho, en cambio, la mirada sobre las lenguas cooficiales como simpáticos pero anómalos patois que, más allá del ámbito privado y de una actitud voluntarista en lo público, pero que no debe reglarse, remiten a un folklorismo quizás antropológicamente interesante pero desdeñable desde el punto de vista pragmático.

Foto: Manifestación a favor de la inmersión lingüística en catalán. (EFE/Quique García)

La buena noticia en temas lingüísticos es, como siempre, que más o menos la mayoría de los ciudadanos nos manejamos sin ningún problema a base de generosidad y sentido común. Los catalanoparlantes, renunciando a diario a nuestros derechos formales en múltiples y variadas ocasiones, sin mayor problema a sabiendas de que la realidad es la que es. Y los que no lo hablan, o ni siquiera lo entienden todavía, respetando con naturalidad la peculiaridad de vivir en una comunidad con dos lenguas en la que es imposible hacerlo perfectamente integrado o desarrollar de la mejor manera posible una vocación de servicio comunitario sin el conocimiento de ambas. Porque, por mucho que se haya intentado, aún nos relacionamos sin tener en cuenta el idioma. Y por muchos años.

La enfermera gaditana no merecía ser ni siquiera noticia. Allá ella con su pobre vocabulario en castellano, su no saber estar y su menosprecio por cualquier color del mundo que no sea el del suyo propio. La han convertido en un asunto del que hablar las exageraciones y las gentes que siempre están dispuestas a iniciar un conflicto con cualquier sandez por anecdótica que resulte. Pero si hay que hablar de sobrerreacciones, no dejemos ninguna por señalar. Para no hacernos trampas, digo.

La inteligencia es una lotería y la cultura, resultado del esfuerzo. Del tonto no debiéramos reírnos. Nació con malas cartas y sin ninguna culpa. No es más que una víctima inocente del azar con el que la naturaleza lo trajo al mundo. Del zafio sí puede hacerse mofa cuando su patanería obedece a su propia voluntad y actitud. Si además se empeña en enarbolar con orgullo la bandera de la ignorancia, pretendiendo que su estulticia sea vista como una virtud a celebrar, las risotadas deben ser de alcance. Ahí debiera acabar la cosa, con unas risas. Punto final.

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