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Vivir más, pero peor. No solo las pensiones han sacado a los franceses a la calle
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Josep Martí Blanch

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Vivir más, pero peor. No solo las pensiones han sacado a los franceses a la calle

Cualquiera puede entender que hay que trabajar hasta una edad más avanzada si vivimos más años. Lo que cuesta asumir resignadamente es que —jubilación al margen— se viva peor

Foto: Varios manifestantes sostienen pancartas con un retrato del presidente francés, Emmanuel Macron, durante una manifestación contra la reforma de las pensiones del Gobierno francés. (Reuters/Yves Herman)
Varios manifestantes sostienen pancartas con un retrato del presidente francés, Emmanuel Macron, durante una manifestación contra la reforma de las pensiones del Gobierno francés. (Reuters/Yves Herman)
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Francia, para consumo interno de los españoles. Para los filomonclovitas, la crisis social del vecino del norte es el mejor ejemplo de lo bien que el Gobierno de Pedro Sánchez ha manejado el delicado asunto de las pensiones. Para los monclófobos, en cambio, la reforma de Emmanuel Macron es la demostración de cómo debe gobernarse cuando quien ostenta el poder antepone la responsabilidad al clientelismo y al cortoplacismo. Puede que entre ambos posicionamientos exista una vía del medio en la que el mandatario se mantiene fiel a su diagnosis y compromiso (el presidente francés prometió en campaña situar la edad de jubilación en los 65 años) sin la necesidad de rehuir el debate parlamentario con el cañonazo del decreto. Pero para eso son necesarios gobiernos fuertes y Francia, a pesar de la pompa y circunstancia —también atribuciones— que embellecen la estela presidencial, no lo tiene en estos momentos.

Más allá de que la izquierda y la derecha españolas se aticen a cuenta de los desaguisados políticos de la Republique, la firmeza de la oposición social a la reforma impuesta por el macronismo (hoy de nuevo huelga general) y el recurrente uso de la violencia por una nada despreciable parte de los manifestantes son lo más sustancial de cuanto acontece al otro lado de los Pirineos. Cierto que también en España existe una derivada localista de estas cuestiones, muy particularmente entre la izquierda, que se resume así: ¡los franceses sí que saben defender sus derechos! Siempre habrá quien vea el tren de Lenin partiendo de Zúrich a San Petersburgo ante cualquier contenedor ardiendo. Pero lo cierto es que, por muchas hogueras que se hayan encendido en Francia en los últimos años, las reformas han ido abriéndose paso y con cada nueva colada se ha perdido una sábana (perdonen el catalanismo).

Foto: Manifestación contra la reforma de las pensiones en París. (EFE/Yoan Valat)
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La férrea contestación acompañada de violencia a la imposición de una medida impopular no es nada nuevo en Francia. Las imágenes son similares ante cualquier intento de reforma sustancial que emprende cualquier Gobierno. La lejana reforma laboral de François Hollande o el más reciente episodio de los chalecos amarillos son muestra de ello. También lo son los episodios de violencia y protesta no relacionados directamente con cuestiones económicas o derechos laborales, como los que se hacen visibles de manera periódica, con especial protagonismo de las banlieus.

Más allá de las particularidades de los franceses, el país es un espejo nada despreciable de las amenazas que en mayor o menor medida se ciernen sobre las naciones europeas y que en cada lugar se canalizan de modo diverso. Pero siempre con un sustrato que resulta reconocible: el permanente enfado de buena parte del cuerpo social y el creciente malestar de sus ciudadanos ante el progresivo deterioro de sus condiciones de vida y la sensación de que el pacto social que duró desde los cincuenta hasta la primera década del presente siglo lleva ya años resquebrajado.

Foto: Protestas tras aprobar el Gobierno la reforma de las pensiones sin votación parlamentaria. (EFE/Yoan Valat)

Macron, el hombre que prometió despertar Francia de su letargo, vive amenazado por la extrema izquierda y la extrema derecha, los dos partidos con más interés en que su liderazgo quede definitivamente reducido a cenizas. Desde la derecha alternativa, Marine Le Pen prometió en su campaña una jubilación a los 60 años y, tras las elecciones legislativas, se comprometió a hacer lo posible para abortar las reformas macronistas. A su vez, Jean-Luc Mélenchon, al frente del conglomerado izquierdista NUPES, también prometió que los franceses dejarían de trabajar cumplidos los 60. Ambos partidos, izquierda y derecha radical, en especial la segunda según los sondeos, son los grandes beneficiarios de la ola de protestas de estos días.

Hay un análisis, puramente coyuntural, centrado en el razonable incremento de la edad de jubilación de los 62 a los 64 años en una sociedad cuya pirámide social y esperanza de vida nada tienen que ver con aquella en la que se implantaron esas condiciones. En España, más pobres, ya hemos pasado antes por eso sin gran escándalo, a pesar de que lo nuestro fuera peor. Pero hay también una mirada estructural que es igualmente pertinente. Una visión más relacionada con la continuada exigencia de sacrificios a los ciudadanos en nombre de un mundo que en la praxis diaria les amenaza desde todos los frentes.

Foto: Manifestación en Francia contra la reforma de pensiones (Reuters/Benoit Tessier)

La convicción de que las sofisticadas finanzas del capitalismo globalizado de última generación han convertido los gobiernos en un quiero y no puedoahora todos pendientes de Deutsche Bank— y que algunos buenos propósitos de la agenda 2030 son, llevados a la práctica con excesivo entusiasmo, un despropósito que añade mayor dificultad a la vida de las clases medias y populares también forma parte del malestar francés y explica las protestas de estos días. Si a ello se suman un presidente debilitado, unos sindicatos desacomplejados y una oposición que sabe cabalgar a lomos del populismo de derechas y de izquierdas, el resultado es a la fuerza la plena ebullición de la calle. Y un beneficio neto para quienes prometen que no hay que resignarse, aunque eso signifique pellizcar a la UE, predicar el necesario fortalecimiento del Estado-nación como medida de todas las cosas o exigir el sometimiento del beneficio individual al colectivo frente a los desmanes del liberalismo.

El problema de los reformistas, en todas partes, es la incapacidad para explicar, más allá de los argumentos ortodoxos de siempre, y sin entrar en consideraciones sobre su validez, los motivos por los cuales el coste de los cambios que la sostenibilidad y competitividad de un país exige viene cargándose con mayor insistencia sobre las mismas capas de la población. Ello va más allá del debate sobre las pensiones y enlaza con la crisis financiera que puso el punto final a la era del optimismo y que desde entonces viene sometiendo las clases medias —las reales y las así autodefinidas, como escribiría Esteban Hernández— a una prueba de estrés inacabable que cada día deja gente atrás.

Cualquiera puede entender —aunque se defienda como gato panza arriba cuando van a lesionarle sus intereses— que hay que trabajar hasta una edad más avanzada si vivimos más años. Lo que cuesta asumir resignadamente es que —jubilación al margen— se viva peor. Este y no otro es el humus que alimenta el descontento y que acaba convirtiendo las reformas —también las necesarias y razonables— en el alimento más nutritivo de los radicalismos.

Francia, para consumo interno de los españoles. Para los filomonclovitas, la crisis social del vecino del norte es el mejor ejemplo de lo bien que el Gobierno de Pedro Sánchez ha manejado el delicado asunto de las pensiones. Para los monclófobos, en cambio, la reforma de Emmanuel Macron es la demostración de cómo debe gobernarse cuando quien ostenta el poder antepone la responsabilidad al clientelismo y al cortoplacismo. Puede que entre ambos posicionamientos exista una vía del medio en la que el mandatario se mantiene fiel a su diagnosis y compromiso (el presidente francés prometió en campaña situar la edad de jubilación en los 65 años) sin la necesidad de rehuir el debate parlamentario con el cañonazo del decreto. Pero para eso son necesarios gobiernos fuertes y Francia, a pesar de la pompa y circunstancia —también atribuciones— que embellecen la estela presidencial, no lo tiene en estos momentos.

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