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Josep Martí Blanch

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El Rey y Barcelona hacen las paces

La presencia del Rey en Cataluña ha ido normalizándose, primero parsimoniosamente y después ya de un modo acelerado a medida que va quedando más lejos el epicentro de la tormenta soberanista

Foto: Felipe VI, junto al alcalde de Barcelona, Jaume Collboni. (EFE/Toni Albir)
Felipe VI, junto al alcalde de Barcelona, Jaume Collboni. (EFE/Toni Albir)
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El permanente estado de excepción en que vive la política española no impide que en paralelo acontezcan episodios razonables, previsibles y que obedecen a la lógica de lo que debiera tenerse por más común. Aunque si bien es cierto que esa debería ser su catalogación, como lavarse los dientes después de las comidas, no hay más remedio que situarlos en el terreno de lo extraordinario, porque sencillamente habían dejado de suceder.

Felipe VI estuvo ayer en Barcelona y recibió en audiencia al alcalde de la ciudad, Jaume Collboni. Hasta aquí, todo parecería normal. Pero basta releer la crónica que ayer firmaba el periodista de esta casa Marcos Lamelas para advertir que no lo es. Ni mucho menos.

Foto: El rey Felipe VI junto al alcalde de Barcelona, Jaume Collboni. (EFE)

La última reunión protocolaria de un primer edil barcelonés con la Corona fue en 2006. La protagonizaron el alcalde de entonces, el también socialista Jordi Hereu, y Juan Carlos I. Desde esa fecha, ni Xavier Trías ni Ada Colau habían departido con el monarca en este formato. Ha llovido. Y a ratos, chuzos de punta.

La presencia del Rey en Cataluña ha ido normalizándose, primero parsimoniosamente y después ya de un modo acelerado a medida que va quedando más lejos el epicentro de la tormenta soberanista. De la máxima discreción los días y meses inmediatamente posteriores a los hechos de octubre de 2017 se pasó a un progresivo incremento de la actividad de la Casa Real en Cataluña. El impacto de las visitas también fue cambiando. La memoria es corta. Pero hay que recordar que durante mucho tiempo cada visita originaba un temporal político. ¿Quién le recibiría? ¿Quién le plantaría? ¿Cuántos manifestantes se acercarían a las inmediaciones del lugar donde se celebraba el acto presidido por el Rey para manifestarle su repulsa? Todo esto fue perdiendo fuelle. Hasta que la presencia del Rey en Cataluña, sin convertirse todavía en algo ordinario, acabó por normalizarse casi por completo. Pero faltaban, y faltan todavía, algunas piezas para recomponer el puzle en el plano institucional y la reunión de ayer entre el alcalde de la capital catalana y el monarca era una de ellas.

Que esto suceda precisamente en el momento en que desde los mentideros políticos de la capital se especula con un hipotético malestar de la Corona por el precio que marca la investidura de Pedro Sánchez tiene su aquel. Mientras crece la narrativa del peligro en que se adentra España si Sánchez es investido engullendo la exigencia de una amnistía, un alcalde socialista sirve en bandeja las imágenes de la plena normalidad de las relaciones entre el Rey, símbolo de la unidad y la permanencia del Estado según la Constitución, y la capital de Cataluña.

No hay que abusar de la hipérbole ni sacar conclusiones abusivas de este encuentro. No es más que una reunión entre un primer edil y el monarca. Pero los hechos son los que son. Y ha sido un alcalde socialista el que ha puesto fin a un paréntesis muy largo de anormalidad. Y si de verdad nos creemos lo que representan las instituciones, más allá de quienes están al frente de ellas de manera coyuntural, el Estado salió ayer claramente reforzado en Cataluña, como viene haciéndolo desde finales de 2017.

Ha sido un alcalde socialista el que ha puesto fin a un paréntesis muy largo de anormalidad

No le espera al lector una trampa argumental que haga de la normalización de las relaciones entre el Ayuntamiento de Barcelona y la Corona un aval para todo cuanto tenga a bien hacer el PSOE en el modo de abordar las relaciones con el independentismo y el sempiterno debate sobre el encaje territorial de Cataluña. Ya hemos apuntado en otro artículo los errores de bulto que se están cometiendo en relación con la hipotética amnistía. Aceptarla como una condición de investidura, el primero. Y no exigir a cambio un compromiso de renuncia a la unilateralidad por parte de Carles Puigdemont, el segundo. Aunque esto último ha empezado a virar este fin de semana con las declaraciones de Yolanda Díaz y las de ayer de Félix Bolaños.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Daniel González) Opinión

Pero dejemos la coyuntura al margen. Habrá que reconocerles a los socialistas, en lo que atañe a la presencia del Estado en Cataluña, que han sabido reforzarlo y que se supone que este es el objetivo final de los partidos constitucionalistas. Y lo han hecho de la manera que resulta más incontestable y eficaz: convirtiéndose en el primer partido en esta comunidad, llevando el independentismo al nivel más bajo de apoyo electoral de los últimos tiempos y copando un gran poder institucional del que solo escapa la Generalitat, a pesar de haber ganado los socialistas las elecciones autonómicas. Añadámosle la gestualidad. Como la practicada ayer por Jaume Collboni en presencia de Felipe VI, con el que estuvo departiendo en privado más de una hora.

Como son días de tremendismo, vale la pena dar a la foto del día de ayer en Cataluña el protagonismo que merece. Sin exagerar, decíamos. Pero tampoco sin menoscabar lo que representa. Para ello, es necesario tener memoria del pasado reciente y juzgar el presente por los hechos. Y lo cierto es que el Estado, al menos su símbolo de unidad y permanencia, va recuperando posiciones en Cataluña. Basta con observar la evolución de la agenda real en esta comunidad para confirmarlo.

El permanente estado de excepción en que vive la política española no impide que en paralelo acontezcan episodios razonables, previsibles y que obedecen a la lógica de lo que debiera tenerse por más común. Aunque si bien es cierto que esa debería ser su catalogación, como lavarse los dientes después de las comidas, no hay más remedio que situarlos en el terreno de lo extraordinario, porque sencillamente habían dejado de suceder.

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