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Sánchez revienta la campaña en la que se juega su futuro
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Josep Martí Blanch

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Sánchez revienta la campaña en la que se juega su futuro

Desde ayer las elecciones catalanas no son ya las de Illa, Puigdemont y Aragonès. Se convierten por decisión del presidente del Gobierno en un plebiscito sobre su persona

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (Europa Press/Jesús Hellín)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (Europa Press/Jesús Hellín)
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Pedro Sánchez no es el único responsable de la polarización y del ambiente fecal por el que deambula la política española. Y por supuesto, no es el primero en practicarla. Pero en tanto que presidente del Gobierno, sí es a él a quien más ha de exigírsele un esfuerzo por calmar los ánimos en lugar de azuzarlos. Lejos de eso, el presidente insiste una y otra vez en jugar al mismo juego del que dice renegar. Los tres folios que nos ha remitido a todos los españoles no son más que el penúltimo ejemplo de ello, porque el último siempre estará por llegar. Y eso no cambiaría, ni aun formalizando su dimisión el próximo lunes, una posibilidad que a cada minuto que pasa se paga peor en las casas de apuestas.

Tanto especular con la posibilidad de que Carles Puigdemont reventase la campaña electoral de las elecciones catalanas con un regreso anticipado para ser detenido y al final ha sido el presidente del Gobierno el que se ha subido al tanque de la teatralidad para bombardear y hacer trizas el tablero político en vísperas del inicio de la carrera electoral por la Generalitat.

No hay una sola lectura de la decisión del presidente que merezca una aproximación indulgente. El análisis más sencillo, el que se deriva únicamente de la literalidad de su texto sin atribuirle intenciones ocultas, conduce igualmente a un juicio severo. Exponer impúdicamente la amenaza del sacrificio por amor, el regurgitar emotivo, la espalda quebrada por la maldad de terceros dirigida hacia el ser amado; todo ello no es más que un empacho de yoísmo sentimentaloide impropio de la madurez que ha de acompañar a quien ostenta la presidencia del Gobierno.

Sánchez quizás merezca empatía por el dolor que dice sentir, pero haciendo de él un acto político -eso es la carta- la convierte en algo imposible de practicar por parte de cualquiera que entienda el poder -eso es lo que él representa y ejerce- como algo que siempre ha de estar sujeto a estricta vigilancia y fiscalización.

Con su espantada, el presidente ingresa con honores en el cuadro de honor de la política de cristal, construida a través de un ejercicio de falsa transparencia que incluye la alcoba y las emociones. Cristales transparentes que lejos de ayudarnos a conocer la verdad, lo que hacen es convertir la esfera privada en un entremés político que se sirve de una pretendida humanización del personaje de turno, presentándolo como un hombre corriente, que por su común e igual condición a la los demás ha de quedar a salvo de todo atisbo o posibilidad de crítica. Una trampa muy bien puesta.

La presidencia del Gobierno, si nos tomamos en serio las instituciones, trasciende a la propia persona y sus cuitas personales. El presidente puede marcharse a su casa por amor, por desfallecimiento o porque está hasta las narices. Pero a lo que no tiene derecho es a convertirnos en rehenes del deshojar de su margarita. Las crisis existenciales se dirimen en privado, o en los entornos de confianza, y se anuncia en público la determinación a la que se ha llegado. Lo de Sánchez es una rabieta, que puede incluso comprenderse, pero gestionada de manera irresponsable. No solo por el hecho de tener en vilo a una nación entera durante cinco días, sino porque son millones de conciudadanos los que afrontan cada día situaciones personales mucho peores. Y a ninguno, salvo por las cuestiones que contempla la normativa laboral, les es dada la posibilidad de abandonar el puesto de trabajo para meditar si vale o no la pena continuar en él.

Las otras interpretaciones, las metatextuales, resultan todavía menos favorecedoras para el presidente. No es de extrañar que del bloque de investidura haya sido Carles Puigdemont el más suspicaz a la hora de opinar sobre su movimiento, enseñándole el camino de la moción de confianza y dando por hecho que estamos ante una escenificación de clara motivación política.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados este miércoles. (Europa Press/Jesús Hellín)

No es raro, decimos, porque Puigdemont y Sánchez son actores que se manejan con el mismo manual. Si existiesen monedas de tres caras que representasen la política entendida como confrontación permanente más allá de lo razonable, ellos dos, junto a Isabel Díaz Ayuso, serían los perfiles candidatos a aparecer en el relieve de cada una de ellas. Especialistas en guerrear a través de la división y el señalamiento, no para sobrevivir, sino para engrandecerse hasta alcanzar un caudillaje ante el cual solo existen dos posibilidades: la adhesión servil o el ser contado como enemigo.

Situados en lo práctico, Sánchez se ha adueñado como mínimo de la primera semana de campaña de las elecciones catalanas. Como del resultado de estos comicios depende su futuro político, es imposible no manejar una hipótesis de causalidad entre la pega de carteles y el 'show' de la Moncloa. Los electores catalanes son nuevamente interpelados por el chantaje emocional, en este caso el del presidente del Gobierno. Una operación que, intencionada o no, es arriesgada. Desde ayer las elecciones catalanas no son ya las de Illa, Puigdemont y Aragonès. Se convierten por decisión del presidente del Gobierno en un plebiscito sobre su persona. Su órdago cesarista no permite otra lectura con independencia de lo que vaya a decidir de aquí al lunes.

Más allá de las elecciones catalanas, el movimiento de Sánchez viene a enfangar todavía más el terreno de juego de la democracia española. La suya no es una maniobra para resanar y purificar el ambiente, sino más bien lo contrario. Es una forma torticera de seguir apretando las tuercas de la polarización a través de la técnica del combatiente que aprovecha la agresión del contrario para devolverla con mayor fuerza. Sánchez nos invita a tomar partido acrítico por su persona o a oponernos a él. Que cada ciudadano elija trinchera sin posibilidad de matiz alguno. O conmigo o contra mí. O con la democracia que yo represento o con el facherío. Es lo mismo que hizo en su discurso de investidura. Al menos hay que reconocerle que avisar, avisó. Eso no podrá echársele jamás en cara.

Pedro Sánchez no es el único responsable de la polarización y del ambiente fecal por el que deambula la política española. Y por supuesto, no es el primero en practicarla. Pero en tanto que presidente del Gobierno, sí es a él a quien más ha de exigírsele un esfuerzo por calmar los ánimos en lugar de azuzarlos. Lejos de eso, el presidente insiste una y otra vez en jugar al mismo juego del que dice renegar. Los tres folios que nos ha remitido a todos los españoles no son más que el penúltimo ejemplo de ello, porque el último siempre estará por llegar. Y eso no cambiaría, ni aun formalizando su dimisión el próximo lunes, una posibilidad que a cada minuto que pasa se paga peor en las casas de apuestas.

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