Pesca de arrastre
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Harris vs. Trump: no confundir deseo y realidad. Todavía no hay ganador
Las presidenciales son el mejor espectáculo político del planeta. Nada es comparable a la industria electoral que ellos han desarrollado, imbatible en el plano efectivo y también en el efectista
No hemos contado dos meses desde que Joe Biden hizo evidente ante los estadounidenses que ya no estaba capacitado ni física ni mentalmente para soportar la presión y carga de trabajo de una campaña presidencial. Y menos aún para un segundo mandato al frente de la todavía primera potencia mundial. Sin embargo, parece que desde aquel día haya pasado una eternidad.
El shock que produjo el debate televisado con Trump fue generalizado. Todavía no se habían apagado las cámaras de ese enfrentamiento dialéctico y la operación para cargarse a Biden estaba ya en marcha en el campo demócrata. Los medios de comunicación más favorables con su agenda le enseñaron la puerta de inmediato. Los mismos que venían disimulando su insalvable decrepitud no tuvieron más remedio que pasarle la quilla por encima. Ya no podía negarse la evidencia. Y a partir de ahí lo que se sucedió fue una avalancha.
En pocos días ya casi nadie apoyaba su continuidad, más allá de su círculo de confianza. La puntilla definitiva, en una secuencia perfectamente programada, se la dio Obama, mostrándole también el camino de salida. Eso sí, con buenas palabras. Finalmente, Biden tiraba la toalla. No sin antes poner su granito de arena para armar la estrategia que debía permitir al Partido Demócrata evitar cualquier debate ideológico y programático en el camino para buscar sustituto. Había que coronar por la vía rápida a la heredera, Kamala Harris. El 22 de julio, Biden se borraba definitivamente de la carrera presidencial al tiempo que empezaba a forjarse el mito de Kamala. El cénit se vivió durante la convención demócrata de la semana pasada. De ahí a la natural euforia: ¡Los demócratas van a ganar las elecciones!
En el mismo periodo de tiempo, Trump vapuleaba a Biden en el debate para ser después víctima de un intento fallido de magnicidio. Daba respuesta al asesinato frustrado como un verdadero héroe americano. Gritaba enfurecido a sus seguidores, sin atisbo de miedo en su rostro, que siguieran luchando mientras la sangre todavía era visible en su oreja derecha por el rasguño del balazo que tenía como destino su cerebro. De ahí a la convención republicana y a la elección de J.D Vance como vicepresidente en caso de gobernar. Tras la convención demócrata, el apoyo del candidato independiente Robert Kennedy para pescar votantes entre los progresistas. Dependiendo del día: ¡Los republicanos van a ganar las elecciones!
Pero de momento, las elecciones no las ha ganado nadie todavía. Las presidenciales son el mejor espectáculo político del planeta. Nada es comparable a la industria electoral que ellos han desarrollado, imbatible en el plano efectivo y también en el efectista.
Eso, y que lo que sucede en EEUU acaba afectando a todo el planeta, hacen de sus votaciones un show imperdible. Y para que merezca la pena y pueda mantenerse la tensión en lo más alto durante seis meses los giros en el guion son imprescindibles. Y aunque es cierto que en esta ocasión la realidad se ha encargado de proporcionar sobrados y vistosos acontecimientos, no tengan ninguna duda de que todavía nos queda mucho por ver, oír y leer hasta el 5 de noviembre. Vamos a seguir pasando por todas las convicciones y por todos los estados de ánimo hasta entonces.
Hasta llegar a esa fecha viviremos dos meses intentando adivinar el vencedor. Procurando además que nuestros vaticinios coincidan con nuestros deseos. Pero lo único cierto a estas horas en el terreno de la prospectiva es que estamos ante un desenlace incierto. Cualquiera puede ganar las elecciones. Dirán que para hacer una proyección como esta no hacía falta irse a los EEUU y pasearse por 20 estados. Llevan razón. Así que arriesgaré un poco más: Trump será presidente. Y si no, lo será Harris. Un poco de humor veraniego.
De lo primero que hay que tomar nota, con independencia del deseo de cada uno, es que todo el aparato mediático estadounidense es militante ante estas elecciones. De manera chabacana, al estilo trumpista -por decirlo de algún modo-, o de una manera más ortodoxa y refinada. Pero hay un espectro influyente de medios que -quizás legítimamente dado el pasado presidencial de Trump y su pérdida de credenciales democráticas en 2020- harán lo posible para que este no gane las elecciones. La entronización acrítica de Kamala Harris responde a esta realidad. Naturalmente, Trump cuenta también con sus antenas de influencia clásicas y otras de cuño más moderno -el apoyo de Elon Musk y la plataforma X el más novedoso-, como las tuvo en 2016 y 2020. Cuando desde España se intenta atisbar por donde pasa exactamente el balón en EEUU hay que tomar nota de quien está construyendo una narrativa o la contraria.
También conviene no proyectar sobre la realidad de los EEUU la propia sombra. A los votantes republicanos -a los ya convencidos- les importa un pepino el historial judicial de Donald Trump. Pero es que entre los electores indecisos o que pueden cambiar de voto, tampoco estas cuestiones les quitan una hora de sueño. Ha cuajado, por voluntad de los dos partidos en liza, la idea de que el país está en una encrucijada histórica. Los demócratas empujan la convicción de que una victoria de Trump aboca al país a una regresión democrática que derivará en autoritarismo. Los republicanos, a su vez, alimentan el discurso de que un nuevo mandato para los republicanos deslizará a los EEUU por la pendiente del comunismo y las pulsiones liberticidas se acentuarán hasta acabar con los valores fundamentales de la nación. El elector está puesto contra la pared, obligado a escoger papeleta en un ficcionado escenario de conflicto civil entre partes. Fijado este marco, no hay motivos para no votar a Trump, como no los hay tampoco para no hacer lo propio con Harris. Cada uno pretende salvar a media nación.
Más allá de las guerras culturales, la inmigración, la seguridad ciudadana, el pasado de Trump y sus tics autoritarios, el alineamiento mediático, y todas las cuestiones que arriban a Europa para informarnos de la campaña estadounidense, conviene también tener en cuenta que siguen siendo importantes las cuestiones referidas a las condiciones materiales de vida.
La inflación no ha diferenciado entre votantes demócratas, republicanos, independientes o indecisos. Y la opinión transversal entre los estadounidenses es que, desde el punto de vista material, y digan lo que digan los indicadores de empleo y crecimiento, viven peor ahora que hace cuatro años.
La herida inflacionaria del 2021 y 2022 sigue sangrando. Y aunque los sueldos han ido incrementándose, sin alcanzar la inflación acumulada en el mandato de Biden, la cesta de la compra, los combustibles, el alquiler o el precio de las hipotecas, han generado, con razón, esa convicción. Preguntando a la gente en los supermercados se advierte claramente que esta es una cuestión principal. Y se entiende el motivo por el cual el debate Biden-Trump empezó con la inflación, que Kamala Harris haya improvisado un plan contra la inflación como primera medida o que el principal eje de campaña de Trump, junto a la inmigración y la seguridad ciudadana, sea la promesa de hacer que el sueño americano vuelva a tener un precio asequible para la mayoría.
En las cuestiones que adoptan en precampaña y campaña un tono más guerra civilista (control de la frontera, empoderamiento de la policía, aborto y otros derechos, políticas de género, políticas raciales, etc.) es fácil tomar partido. Y quien hace de alguna de estas cuestiones el motor de decisión principal ya sabe a quién va a votar.
Pero en la cuestión económica la campaña se antoja decisiva. Para ganar, los republicanos necesitan mantener en el imaginario colectivo que lo ya ha experimentado -la pérdida de poder adquisitivo- va a continuar con un segundo mandato demócrata. Y los demócratas, a su turno, han de conseguir que, aun habiendo estado en el gobierno en los últimos cuatro años- su responsabilidad no es tal en el capítulo inflacionario y que saben lo que hay que hacer para que la mejora de la economía se traslade a los domicilios particulares. En esta lucha de argumentos puede estar el resultado electoral del 5 de noviembre.
La elección de los candidatos a vicepresidente, Tim Walz del lado demócrata y J.D Vance del lado republicano, tiene mucho que ver con esta cuestión, amén de la importancia de los estados clave ubicados en el área geográfica de la que ambos provienen. Los dos perfiles, uno izquierdista, el otro conservador -ultraconservador según la nueva narrativa puesta en marcha para desprestigiarlo y limitar su aportación a la campaña- intentan convencer al ciudadano común de que tanto Kamala Harris como Donald Trump van acompañados de candidatos a vicepresidente que no han olvidado lo dura que es la vida porque se han mantenido con los pies en el suelo y no han dejado de ser, en el fondo, gente corriente consciente de las dificultades de llegar a final de mes.
La narrativa de fin de mes es menos espectacular desde el punto de vista mediático que la referida a una invasión de inmigrantes o a una epidemia de seguridad ciudadana, los otros clavos que martillea el trumpismo. Pero es la cuestión más transversal y la menos teórica. Quien se imponga en este campo tiene muchas posibilidades de ganar las elecciones. ¿Harris o Trump? Lo dicho, uno de los dos. Por mucho que nos esforcemos, todavía no hay ganador. Lo que sí hemos tenido, tenemos y continuaremos teniendo hasta el día de las elecciones son burbujas de entusiasmo o depresión. Los buenos espectáculos obligan a experimentar todas las emociones hasta que cae el telón. Y en eso estamos ahora mismo
No hemos contado dos meses desde que Joe Biden hizo evidente ante los estadounidenses que ya no estaba capacitado ni física ni mentalmente para soportar la presión y carga de trabajo de una campaña presidencial. Y menos aún para un segundo mandato al frente de la todavía primera potencia mundial. Sin embargo, parece que desde aquel día haya pasado una eternidad.
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