Pesca de arrastre
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Europa tiene miedo y el utilitarismo proinmigración no sirve para aplacarlo
No pueden satisfacerse las demandas de partes cada vez mayores de nuestra sociedad en gestión de la inmigración con los valores de los que tan orgullosos -y con razón- nos sentimos
El Ejecutivo canario peleará jurídicamente lo que considera una dejadez de funciones del Gobierno de España en la gestión de la crisis migratoria. La decisión se ha tomado el mismo día en el que el Gobierno italiano de Giorgia Meloni ha puesto el dedo en el ojo de Pedro Sánchez vacilándole por haberle traspasado la patata caliente del problema migratorio de Lampedusa al archipiélago canario.
La rebelión canaria, salvando las diferencias, tiene en el fondo un guion similar aunque menos exagerado, que el que hemos visto en EEUU durante el mandato de Joe Biden con el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, declarando la guerra desde su Estado a la administración Biden por abandonar la frontera sur estadounidense a su suerte.
En todo Occidente se cuecen las mismas habas. El resultado de Alternativa para Alemania (AFD) en Turingia y Sajonia no por esperado es menos trascendente. Y más todavía si añadimos al porcentaje de voto que ha obtenido la ultraderecha, el alcanzado en la izquierda por BSW, la escisión de Die Linke que calca el discurso de la derecha radical en el ámbito migratorio.
De vuelta a lo más micro, sin abandonar la agenda noticiable de ayer, en Tossa de Mar (Gerona) el alcalde protestaba por la llegada de 200 subsaharianos traídos desde Canarias porque pueden arruinarle a su municipio la temporada turística del mes de septiembre. Cada día, todos los días, la inmigración forma parte de la dieta informativa. En general no para bien. Y va a seguir siendo así durante muchos años.
Ángel Villarino ha firmado en pocos días dos excelentes artículos de obligada lectura sobre esta cuestión en este periódico. Ambos textos abundan en matices y argumentos de racionalidad imbatible para enfriar la discusión y poder abordarla de un modo sereno y profundo. Solo que esa “conversación entre adultos”, a la que se refiere Villarino, se ha tornado ya imposible. No va a ser posible mantenerla.
Los argumentos utilitaristas proinmigración -necesitamos inmigrantes para pagar las pensiones, la economía exige mano de obra de terceros países para mantenerse en marcha, solo la inmigración puede evitar el envejecimiento y decadencia de nuestras sociedades por la baja natalidad, etc.- parten de un presupuesto equivocado.
Ese fallo de base es dar por hecho que la argumentación racional puede imponerse al miedo. Y que el hombre puede medirse únicamente por la profundidad de su bolsillo y sus necesidades materiales.
Olvida, toda esa amalgama de argumentos -ciertos, sin duda- que somos especialistas los de nuestra especie en querer sacar provecho de aquello que nos conviene sin querer pagar factura alguna asociada a ese beneficio obtenido. De la inmigración nos interesa la carne, pero despreciamos los huesos. ¿Cínico? ¿Egoísta? Sí. ¿Humano? Salta a la vista que también.
Pero hay algo todavía más profundo. Lo encontramos en los argumentos también de índole práctico que utilizan, en este caso, los que ya militan en el discurso antiinmigración.
La delincuencia asociada a la inmigración, la población reclusa de origen extranjero, la degradación de los servicios públicos en las zonas con mayor presión migratoria, etc. son la base más común del argumentario antiinmigración.
También este tipo de argumentario, que empuja la agenda ultraderechista y que va siendo naturalizado por buena parte del arco parlamentario, es parcialmente cierto. Pero no es más en el fondo que una espoleta para hacer explotar algo más sustancial: el miedo de cada vez más europeos a dejar de reconocer el paisaje urbano y social que consideran propio y que creían inmutable.
Este es el verdadero trasfondo de lo que estamos viviendo en estos momentos. Una rebelión ya nada acomplejada contra el riesgo de desaparición de algo que se consideraba eterno.
Es en ese miedo a dejar de ser lo que se ha sido, y en la necesidad sentida de defenderlo, donde se explica el empuje creciente de la ultraderecha y, como hemos visto en Alemania en estas elecciones, también de las opciones de izquierda que se atrevan a transitar por el mismo argumentario. El resto de las cuestiones -delincuencia, precariedad de servicios públicos, etc- están al servicio de este pánico a la gran sustitución, por utilizar la terminología de Éric Zemmour.
Va a seguir degradándose la conversación, como bien intuía Villarino en sus artículos. Estamos ante una cuestión que apela a lo más hondo de la naturaleza humana: el miedo a que el paisaje más cercano deje de ser reconocible. Y no es esperable, nunca lo ha sido, un acto de generosidad por parte de la política para abordar racionalmente el asunto.
Y por racional no entendemos aquí únicamente los argumentos imbatibles sobre la imposibilidad de frenar la presión migratoria o la necesidad de nuestras sociedades de contar con un flujo permanente de gente venida de fuera para asegurar el funcionamiento de algunos servicios básicos o el futuro de las pensiones.
Es igualmente racional no caer en la ensoñación de ver en nuestra naturaleza únicamente lo que nos gustaría ser, sino atrevernos con lo que la experiencia nos dice que somos. Y en esa naturaleza está el sentirse amenazado por el diferente cuando cuaja la convicción de que ya son muchos, que van a ser más y que eso pone en peligro la pervivencia del mundo conocido.
La paradoja europea reside en el hecho de que no pueden satisfacerse las demandas de partes cada vez mayores de nuestra sociedad en gestión de la inmigración con los valores de los que tan orgullosos -y con razón- nos sentimos.
Pero que es precisamente la inefectividad de las políticas basadas en esos valores lo que hará que el problema no deje de crecer.
Porque a estas alturas ya sabemos que la conversación entre adultos para abordar la cuestión no va a producirse. Parche tras parche. Hasta el roto final.
El Ejecutivo canario peleará jurídicamente lo que considera una dejadez de funciones del Gobierno de España en la gestión de la crisis migratoria. La decisión se ha tomado el mismo día en el que el Gobierno italiano de Giorgia Meloni ha puesto el dedo en el ojo de Pedro Sánchez vacilándole por haberle traspasado la patata caliente del problema migratorio de Lampedusa al archipiélago canario.
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