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Pesca de arrastre
Por
La revolución demográfica de la inmigración
España supera los 49 millones de habitantes gracias a los nacidos en el extranjero. ¿Son buenas noticias?
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España cuenta con más habitantes que nunca. Pero más allá del festejo por superar los cuarenta y nueve millones de habitantes, lo que hizo el Instituto Nacional de Estadística (INE) fue certificar de nuevo algo que ya sabemos desde hace tiempo: la revolución demográfica sigue su curso.
La mutación del paisaje humano y cultural no se detiene. En 2024 sumamos medio millón de habitantes más gracias a los nacidos en el extranjero. De los más de cuarenta y nueve millones de personas que vivimos en España en 2025, casi nueve son nacidas en otros países, más del 18% (2,5 millones ya nacionalizados).
Más allá de este porcentaje general, resulta ilustrativo atender a otras cifras que apuntan a segmentos concretos de población para aumentar el detalle de la foto de la sociedad española. La mayor concentración de los nacidos en el extranjero se da en las franjas de edad situadas entre los 25-29, 30-34 y 34-38 años (33%, 34% y 32% respectivamente).
Por arriba, entre los 40-44 y los 45-49 años los porcentajes son ya inferiores (28% y 25%); y también lo son por debajo en la horquilla que va entre los 20-24 (23%). De igual interés resulta la información que el INE facilita por provincias. En algunas, con un bajo número de habitantes, tal es el caso por ejemplo de Lleida, la población inmigrante se sitúa en las franjas de edad situadas entre los veinte y los treinta años en el 40%. Con estos números se entienden con facilidad otros. Como por ejemplo, que del medio millón de nuevos puestos de trabajo creados en España en 2024, el 40% fuera ocupado por personas nacidas en el extranjero, según datos de la Seguridad Social.
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La tendencia viene de lejos y va a continuar. Con más motivo si desde el Gobierno se empuja un discurso claramente favorable al mantenimiento de grandes flujos de inmigración. Un discurso que se sustenta tanto en argumentos puramente utilitaristas -¿quién pagará las pensiones futuras? ¿Quién trabajará en las ocupaciones que los españoles decidieron hace tiempo dejar de lado?- como ideológicos (Sánchez: “Los españoles somos hijos de la inmigración, no vamos a ser los padres de la xenofobia”).
Pero más allá de los argumentarios gubernamentales, lo cierto es que la inmigración figura ya de manera estructural entre los problemas percibidos como más importantes por los españoles. Así lo acreditan de manera recurrente el CIS y otros centros de opinión. Sin duda, la consolidación de Vox, así como la aparición de otros actores políticos con el mismo posicionamiento (tal es el caso de Aliança Catalana), ha sido clave en el mantenimiento en la conversación social de la inmigración como problema. En Catalunya, una comunidad históricamente dominada hasta hace poco por el discurso “queremos acoger”, son ya el 60% de los ciudadanos los que creen que hay demasiados inmigrantes, según el Centro de Estudios de Opinión (CEO).
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Al margen de la dinámica nacional, la hostilidad hacia la inmigración suma ahora enteros gracias también a la corriente mayoritaria que se ha impuesto definitivamente en el escenario internacional. Trump es el ejemplo más vistoso, puesto que la demonización del inmigrante por su parte tiene influencia planetaria. Pero es en todo el continente europeo donde se están velando desde hace tiempo las armas del “basta ya” en inmigración. Y se hace desde posiciones políticas que hace tiempo que dejaron de ser marginales. Da igual el país al que se mire. El próximo revelado: en 10 días en Alemania.
Viendo las cifras del INE, por un lado, y la tensión política creciente en todo el mundo vinculada a la inmigración, resultaría demasiado optimista pensar que los problemas no van a ir en aumento. En España, de hecho, la intensidad del problema está por debajo de la que nos correspondería en comparación con otros países, si atendiéramos únicamente a la variable del porcentaje de inmigrantes que viven aquí.
Esto es así porque la mirada sobre el inmigrante venido de Sudamérica es, por cuestiones culturales, religiosas y de hermanamiento histórico, más generosa que con el proveniente del mundo musulmán. La teoría de la gran sustitución aplica peor con quienes compartes lengua y referentes de muy diferente índole. Vox siempre será mucho más agresivo con el argelino o con el marroquí, que con el colombiano, el venezolano o el peruano. Pero el final del camino, como ni somos ni mejores ni peores que el resto de los países europeos, va a ser el mismo. Entre otras razones, porque no estamos haciendo nada diferente a lo que ya sabemos que no da resultado: cruzarse de brazos.
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Los porcentajes de población extranjera seguirán incrementándose, los servicios públicos en las áreas más tensionadas seguirán deteriorándose, la percepción (según las autoridades esta es la palabra) de inseguridad se mantendrá al alza. Y, sobre todo, el convencimiento de que la España conocida está condenada a desaparecer se extenderá cada vez más facilidad entre un número mayor de ciudadanos. Es lo que ha pasado en EEUU, en Europa y, con retraso, ha empezado a suceder en España.
Si de verdad la política pretendiera anticiparse a las grandes cuestiones, en España la inmigración ocuparía de manera transversal buena parte de la energía política del país. Es el asunto más merecedor de un pacto de estado por ser el que está transformando más radicalmente y a mayor velocidad nuestra sociedad.
Nada tienen que ver estas reflexiones con la demonización del inmigrante. Puesto que más bien, si hablan mal de alguien, es más bien de nosotros mismos. Pero la experiencia, la del pasado y la del presente -basta con levantar la vista para confirmarlo- nos advierte de que no hay sociedad que resista una transformación de tal calado sin resistirse fuertemente a partir del momento en el que se siente amenazada por la relevancia de la cifra de los venidos de fuera. El INE, año tras año, no hace más que recordarnos que caminamos hacia ese escenario -si no es que ya estamos en él- sin hacer absolutamente nada.
España cuenta con más habitantes que nunca. Pero más allá del festejo por superar los cuarenta y nueve millones de habitantes, lo que hizo el Instituto Nacional de Estadística (INE) fue certificar de nuevo algo que ya sabemos desde hace tiempo: la revolución demográfica sigue su curso.