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Pesca de arrastre
Por
Un golpe de Estado que solo ve el Gobierno
No lo dice un grupo marginal radical. Es lo que se desprende del peligrosísimo argumentario que utiliza el Gobierno para defender al fiscal general del Estado. El daño reputacional es irreparable y el enroque del ejecutivo lo acrecentará
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En España la democracia y la separación de poderes son historia. Esta es la tesis del Gobierno de Pedro Sánchez. Al menos es lo que ha de deducirse del argumentario que blande el ejecutivo para defender la continuidad en su puesto del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ahora que sabemos que deberá sentarse en el banquillo de los acusados.
No queda en pie un mínimo de pudor y respeto por las instituciones. Aquí se procesa al fiscal general del estado y lo que argumenta el ejecutivo es que los jueces se han alzado como verdadera y única oposición efectiva al Gobierno. Lo dicho, ministros avalando la tesis de un golpe de Estado de baja intensidad al servicio de la derecha. No hay modo más radical y efectivo de dañar el mínimo de confianza que necesita el engranaje institucional de un país y funcionar con algo de normalidad.
Pero hace ya tiempo que todo es imaginable y, en consecuencia, también posible. Incluso que sea el propio gobierno el que con más diligencia se aplique -ensañe, debiéramos decir- en el desguace del casco del buque democrático. Nada diferente a lo que hace Trump en Estados Unidos cada vez que la Justicia de ese país se cruza en su camino. Resulta increíble que para tantos sea tan fácil advertir la paja en el ojo yanqui mientras se pretende avalar la vista gorda en el ojo patrio. La Justicia sólo sirve si me sirve, ese es el mantra comparte con el trumpismo el Gobierno español en el caso de la Fiscalía.
Si no estuviéramos en quiebra moral y política, el fiscal general del Estado estaría en casa desde hace un año por el bien y la credibilidad de la institución que dirige. Lejos de eso, hemos asistido a un enroque de la sinrazón que alcanzó su cénit cuando descubrimos el borrado de mensajes y el cambio de terminales telefónicos para que la Justicia no pudiera acceder al histórico de comunicaciones de la Fiscalía. Cuestión que inevitablemente, por lo excepcional del procedimiento, había de situar a cualquier observador neutral ante la conclusión inevitable de que en realidad a lo que habíamos asistido era a un exitoso intento de eliminación de pruebas.
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No hay mejor ejemplo que ese para probar que el fiscal general debió dimitir o ser cesado hace tiempo. No sucedió, como tampoco parece que vaya a suceder ahora. Desde entonces, cada minuto mantenido en el cargo lo ha embrutecido a él mismo, a la institución y al Gobierno. Las cosas incluso fueron más lejos después de ese borrado. Recordemos que Pedro Sánchez se permitió incluso abroncar a cualquiera que se atreviera a señalar el sospechoso comportamiento del fiscal general y recomendara su remoción. ¿Quién le va a pedir perdón al fiscal general?, nos preguntó muy ofendido el presidente del gobierno. La respuesta es nadie. Es él quien les debe una disculpa a los ciudadanos de este país. No por ser culpable, que está por demostrar, pero sí al menos por poner trabas a la Justicia.
Junto a la idea de que la Justicia ha decidido cargarse al Ejecutivo, el Gobierno ofrece otro argumento igual de mezquino para defender su rocosa defensa del fiscal general. Entre fiscales y defraudadores confesos estamos con quien persigue delitos, señala el Ejecutivo. Como argumento para autoconsumo de idiotas no está mal el truco del falso dilema. Pero convengamos que no toda España se chupa el dedo. Muestra muy poco respeto el Gobierno por todos nosotros cuando pretende hacernos llegar a la conclusión de que cualquier irregularidad llevada a cabo por un fiscal general debe ser exonerada por el supuesto beneficio que persigue su acción. Como si un servidor público fuese él mismo la ley y no su servidor. Vendernos que el fiscal general es un Charles Bronson con gafas y oposiciones aprobadas es tomarnos por el pito del sereno.
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Una trampa para gañanes. Pero va a ser que no. Aún queda en España gente, aunque quizás menos de la que pensamos y ya veremos por cuánto tiempo, capaz de revolverse contra la simplificación maniquea que impone el interés partidario. Ciudadanos que tienen el mismo interés en que se persiga a los defraudadores o a un fiscal general que revele información secreta para dañar a un adversario político. Maldita España ésta en la que se pretende atrincherarnos y obligarnos a comportarnos como actores de parte ante una falsa elección dicotómica.
¿Tan difícil de entender es que pueda darnos asco un defraudador, cuando lo es, y que al mismo tiempo nos dé miedo un fiscal general sospechoso de usar su cargo en beneficio del Gobierno y del partido que le ha facilitado la prebenda? Ambas cuestiones, aunque pretendan servirse en el mismo plato, merecen ser tratadas con independencia la una de la otra. No se excluyen una a la otra, como pretende el Ejecutivo. Y a hora, de quien hablamos, es del fiscal general del Estado.
Nunca es tarde para rectificar. Debiera hacerlo el propio fiscal general a iniciativa propia o el Gobierno mostrándole la puerta de salida. Un servidor público ejemplar, tal y como ayer fue calificado Álvaro García Ortiz por sus leales defensores gubernamentales, es también aquel que sabe tomar conciencia de hasta qué punto su continuidad en el cargo daña irremediablemente la institución que representa. Aunque también es cierto que eso era así con las reglas de antes. Cuando no eran los propios Gobiernos quienes abonaban la tesis del golpe de Estado judicial y daban pábulo a la idea de que un fiscal general tiene derecho a jugar con la ley si es para perjudicar a un defraudador concreto y, muy especialmente, a su pareja.
En España la democracia y la separación de poderes son historia. Esta es la tesis del Gobierno de Pedro Sánchez. Al menos es lo que ha de deducirse del argumentario que blande el ejecutivo para defender la continuidad en su puesto del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ahora que sabemos que deberá sentarse en el banquillo de los acusados.