Un escrache contra un negocio en el barrio barcelonés de Gràcia por supuestamente discriminar el catalán reaviva el debate sobre la inmigración y el futuro de esta lengua
Banderas independentistas en Barcelona. (Europa Press/Lorena Sopena)
Helados calentitos. Una heladería del barrio barcelonés de Gràcia-Helados Dellaostia- amaneció el miércoles vandalizada. Pegatinas denunciando que el comercio en cuestión maltrata el catalán y pintadas acusando a la propiedad, un emprendedor argentino, de fascista y otras lindezas. En paralelo, el negocio ha sufrido una campaña de desprestigio a través de los comentarios de Google Maps. La movilización contra la heladería se activó tras denunciar en X un concejal de distrito de ERC que su pareja había sido humillada por pedir su consumición en catalán. De inmediato se activó en redes un escrache digital contra el negocio -también a favor- que acabó desembocando en la acción vandálica protagonizada por cuatro personas que sacaron pecho por su fechoría fotografiándose ante su obra y colgando la instantánea en redes para su viralización. A partir de ahí, medios de comunicación -entre ellos el periódico argentino Clarín- publicaron la información y se activaron las respuestas de los partidos políticos e influencers varios que escalaron la discusión hasta convertirla en uno de los temas de la semana.
La vandalización del negocio, que no sufrió destrozo alguno que imposibilitara su apertura con normalidad, es tan injustificable como lesiva para su propietario. No deja de ser una anécdota desagradable en una gran ciudad como Barcelona. Pero proporciona información valiosa sobre la situación lingüística en Catalunya y cómo es vivida por algunos segmentos de población de perfil activista. Que el negocio que ha sufrido el escrache sea propiedad de un emprendedor argentino también pone el acento en una de las cuestiones a las que el nacionalismo da más importancia en el presente: la idea de que la inmigración masiva es una condena de muerte del catalán y que, por tanto, hay que mostrarse más férreos que nunca en su defensa, apurando al máximo los derechos lingüísticos reconocidos por ley. Derechos a los que, insistamos en ellos, la mayoría de los catalanoparlantes vienen renunciando con naturalidad y sin aspavientos en favor de la comunicación efectiva y también de la convivencia.
Vandalizan una heladería de Barcelona tras una denuncia por discriminación del catalán
Hay, ¡qué duda cabe!, tics autoritarios y excluyentes en los vándalos que han actuado contra Helados Dellaostia. Con independencia de la actitud del negocio respecto a la lengua catalana, algo que deberá determinar la Generalitat dado que el concejal de ERC que inició la polémica ha presentado denuncia ante las autoridades de consumo, este tipo de señalamiento es inadmisible, censurable y perseguible judicialmente.
Pero más allá de lo desagradable del caso, que sin ser aislado no puede utilizarse para desvirtuar la ejemplarizante convivencia diaria que se da entre las dos lenguas en Cataluña, están las cuestiones de fondo, algunas de las cuales señalaba atinadamente Ramón González Férriz en su artículo del pasado mes de julio El procés murió. Los indepes lo han sustituido por la histeria lingüística.
Es cierto. Ha cuajado la idea de que el catalán puede desaparecer por el decreciente uso social de esta lengua y se culpa, en parte, a la inmigración masiva de ello. De ahí que se detecten algunas actitudes y comportamientos más agresivos, para nada mayoritarios ni generalizables, que se manifiestan con mayor intensidad ante el colectivo de inmigrantes sudamericanos. Pues estos son percibidos en muchos casos como agentes de españolización y poco o nada predispuestos, al llegar equipados con el castellano, a la plena integración lingüística. De ahí que sea en ámbitos como el sanitario o los servicios -particularmente en la hostelería-, sectores intensivos en la contratación de trabajadores sudamericanos, donde vienen detectándose mayormente estos conflictos de baja intensidad.
En realidad, no se trata de algo estrictamente nuevo. En los ochenta del siglo pasado, ¡ya ha llovido!, se daban igualmente casuísticas de este tipo con los venidos de otras partes de España. Sólo que sin las redes sociales era imposible que lo minoritario adquiriese peso alguno en la conversación a través de los medios de comunicación. Pero hay también diferencias de fondo entre el pasado y el presente. Mientras que en el siglo pasado existía un sentimiento de deuda respecto al catalán por parte de los castellanoparlantes por las vicisitudes políticas que le tocó vivir a esta lengua durante el franquismo; entre las generaciones presentes, y por supuesto entre los inmigrantes, esto ha dejado de existir. Más bien ha sucedido lo contrario. Un sentimiento positivo y de complicidad ha sido sustituido en muchos casospor uno negativo, en la medida en que el procés generó anticuerpos por ser la lengua identificada con el independentismo.
En el otro lado de la mesa, entre los catalanoparlantes, hay que sumar la frustración del procés que ahora se vehicula a través del pánico lingüístico (de vuelta al artículo de González Férriz). Pero también un legítimo y más que comprensible desánimo al ver decrecer año tras año el porcentaje de uso de la lengua catalana, realidad ésta que acentúa la necesidad sentida de mantenerse firme en su uso, haciendo valer los derechos lingüísticos que la legislación garantiza y, en consecuencia, incrementando las posibilidades de conflicto que en muchas ocasiones está plenamente justificado.
A estas alturas, aunque fuera por una simple cuestión de pragmatismo, el catalanoparlante debería ya saber que la defensa de su lengua es imposible a través de la coerción. Menos aún a través de la práctica del vandalismo y el señalamiento. Cualquier batalla que degrade la convivencia lingüística irá en su contra. Todo lo que no sea buscar el amparo de la Justicia cuando se violan sus derechos y utilizar con naturalidad su lengua, manteniéndola hasta donde permita la eficacia comunicativa, acabará volviéndosele en contra. No hay posibilidad alguna de poner puertas al campo de una realidad demográfica que no juega a su favor y que seguirá acentuándose. Y sí, es cierto también que el catalán tiene muchos enemigos. Entre ellos todos aquellos -y son muchos- que ven la diferencia como algo perturbador y problemático. Pero entre los enemigos más efectivos también están los idiotas que pretenden defenderlo librando estúpidas guerras del helado.
Helados calentitos. Una heladería del barrio barcelonés de Gràcia-Helados Dellaostia- amaneció el miércoles vandalizada. Pegatinas denunciando que el comercio en cuestión maltrata el catalán y pintadas acusando a la propiedad, un emprendedor argentino, de fascista y otras lindezas. En paralelo, el negocio ha sufrido una campaña de desprestigio a través de los comentarios de Google Maps. La movilización contra la heladería se activó tras denunciar en X un concejal de distrito de ERC que su pareja había sido humillada por pedir su consumición en catalán. De inmediato se activó en redes un escrache digital contra el negocio -también a favor- que acabó desembocando en la acción vandálica protagonizada por cuatro personas que sacaron pecho por su fechoría fotografiándose ante su obra y colgando la instantánea en redes para su viralización. A partir de ahí, medios de comunicación -entre ellos el periódico argentino Clarín- publicaron la información y se activaron las respuestas de los partidos políticos e influencers varios que escalaron la discusión hasta convertirla en uno de los temas de la semana.