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Nemesio Fernández-Cuesta

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Cambiar la financiación, no tocar la Constitución

La única ventaja de la crisis catalana ha sido hacernos patente que en el ámbito constitucional no hay nada que ceder porque no hay nada que ganar

Foto: Aspecto de los escaños del PPC, con banderas de España y de Cataluña y un ejemplar con la Constitución española. (EFE)
Aspecto de los escaños del PPC, con banderas de España y de Cataluña y un ejemplar con la Constitución española. (EFE)

Nos guste o no, el pacto de la Constitución del 78 establecía autonomías de primera y segunda clase: distinguía entre nacionalidades y regiones y no solo cobijaba el autogobierno de unas y otras bajo distintos artículos (151 y 143), sino que les atribuía distintas competencias. Era un precario equilibrio entre el exigido 'hecho diferencial' de nacionalistas vascos y catalanes y la necesaria igualdad entre españoles propia de cualquier sistema democrático.

El diseño teórico saltó pronto por los aires con el referéndum andaluz, que tuvo no solo el efecto de introducir Andalucía entre las autonomías 'de primera', sino el de generalizar el proceso autonómico, con parlamentos, banderas, himnos y demás parafernalia en un diseño geográfico al que ya estamos habituados pero que no dejó de ser peculiar, con una original mezcolanza de criterios históricos, geográficos, políticos y de oportunidad. La existencia de las llamadas 'autonomías uniprovinciales' es una buena prueba.

En todo caso, la generalización del proceso supuso, desde el punto de vista de los partidos nacionalistas, la devaluación de sus 'autonomías' y la imposible materialización del 'hecho diferencial' dentro del Estado autonómico. La evolución posterior de los hechos agravó el problema. En 1996 se transfirieron a aquellas comunidades autónomas que aún no las ejercían las competencias en materia de educación y sanidad, dos pilares básicos del Estado de bienestar y, por consiguiente, elementos esenciales a la hora de garantizar la igualdad de derechos entre todos los españoles. Algún tiempo después, comenzó la revisión de los estatutos de autonomía, que obviamente tenían por objeto elevar los techos competenciales autonómicos. En algún caso, se llegó a introducir una cláusula propia de los tratados comerciales internacionales, la cláusula de 'nación más favorecida', es decir, “lo que des a otros estás obligado a dármelo a mí también”.

Autodeterminación o 'derecho a decidir', su pretensión choca directamente con el concepto de soberanía nacional expresado en la Constitución

Este proceso de ampliación de las competencias autonómicas, desordenado, generador de ineficiencias y desigualdades, ha propiciado que los defensores del 'hecho diferencial', los nacionalismos vasco y catalán en sus diferentes versiones, hayan tendido —en la búsqueda de su especificidad diferencial— a explorar y desbordar los límites de nuestro sistema constitucional.

Llámese autodeterminación o 'derecho a decidir', su pretensión choca directamente con el concepto de soberanía nacional expresado en la Constitución del 78. Ahora comienza a hablarse de una aproximación más sutil a partir del concepto de 'bilateralidad', es decir, yo no soy parte de España, negocio con España y, en su caso, me asocio con ella. El corolario de dicha construcción teórica es una España 'federal' con la que se 'confederan' País Vasco y Cataluña. En otras palabras, el 'pacto del 78' estirado hasta lo insostenible y de nuevo la dilución del concepto de soberanía nacional encima de la mesa. La tercera aproximación es modificar la Constitución en aquellos aspectos necesarios para que encajen el Estatuto catalán de 2010 y el Estatuto vasco en preparación, que, al menos con las propuestas nacionalistas en la ponencia, amenaza con desbordar todos los límites constitucionales.

Foto: Representantes de Bildu en la Ponencia de Autogobierno pasan por detrás de los de Podemos. (EFE)

Ninguna de estas aproximaciones a la reforma constitucional tiene sentido: en primer lugar, el 'hecho diferencial' en que se asientan es inexistente. A estas alturas del siglo XXI, ninguna diferencia de lengua, raza, género o de cualquier otro tipo justifica diferencias en nuestras obligaciones o derechos como ciudadanos. Si hay que discutir de Historia, discutimos sin problema alguno. En segundo lugar, cualquier negociación exige que ambas partes se comprometan a ser leales con el pacto que en su caso se alcance. Pero para los partidos nacionalistas, por definición, cualquier acuerdo es solo una etapa más en su viaje interminable. Por último, el problema y atractivo de las ciencias sociales es que, por lo general, carecen de evidencia empírica. En este caso, por el contrario, nos consta que 40 años de experiencia autonómica no han contribuido a solucionar el problema de fondo y han propiciado ineficiencias y, sobre todo, desigualdades entre españoles.

Tampoco se trata de volver atrás y deshacer el camino. No tiene sentido ni es posible borrar 40 años de historia y desarrollo constitucional. Nuestra pertenencia a la Unión Europea nos garantiza que las mayores extravagancias normativas serán, antes o después, acotadas de forma razonable. Se trata de no empezar de nuevo a recorrer un camino que no conduce a ningún sitio. Si se quiere negociar, la Constitución es el marco en el que hay que desenvolverse. Si no se quiere negociar, la Constitución es la realidad a la que hay que ceñirse.

Si se quiere negociar, la Constitución es el marco en el que hay que desenvolverse. Si no se quiere negociar, es la realidad a la que hay que ceñirse

Se nos habla de reforma constitucional y se nos dice que no es posible abordar la financiación autonómica, cuando una acción decidida en este ámbito constituye una oportunidad única para dotar de sentido y presencia al Estado en tanto que garante de nuestros derechos constitucionales, en tanto que promotor de nuestra libertad e igualdad como ciudadanos.

La financiación autonómica se articula a través de la cesión por el Estado de determinados impuestos, de la cesión parcial de la recaudación de otros y de la posibilidad de crear impuestos propios. En los impuestos propios y en los cedidos, incluido el tramo autonómico del IRPF, las comunidades tienen competencia legislativa, es decir, pueden variar los tipos y algunos otros elementos determinantes de la cuota a pagar. Por consiguiente, se materializa la desigualdad entre españoles: pagamos impuestos de forma diferente, y, como consecuencia, mantenemos abierta la espita de la competencia fiscal entre comunidades.

El problema de la desigualdad plantea su arista más afilada cuando constatamos que los tres pilares básicos del Estado de bienestar, Sanidad, Educación y Justicia, se financian de forma desigual según las comunidades. No hay más que dividir los ingresos autonómicos entre el número de ciudadanos de cada autonomía y atender a la llamada financiación per cápita.

Foto: La ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (EFE)

El principio básico de un reformado sistema de financiación autonómica debería ser que para financiar Educación, Sanidad y Justicia, el Estado responsable de la recaudación fiscal efectuara transferencias a las comunidades, en función de variables de gasto y no de ingreso, es decir, de acuerdo con el volumen de la población que es necesario atender y sus características objetivas (envejecimiento y dispersión). Un importe anual por estudiante de Primaria, de ESO, de Bachillerato y universitario para los gastos educativos. Un importe anual por habitante en función de los diferentes tramos de edad para los gastos sanitarios. Se garantizaría la igualdad entre españoles y se incentivaría la eficiencia de los diferentes servicios públicos autonómicos. Los que ofrezcan peores resultados no podrán escudarse detrás de una financiación específicamente deficiente.

Las demás competencias autonómicas podrían financiarse con cesión de impuestos indirectos, más representativos del gasto, en lugar de directos, sobre los que en principio recae la función redistributiva inherente a cualquier estructura fiscal moderna.

La única ventaja de la crisis catalana ha sido hacernos patente que en el ámbito constitucional no hay nada que ceder porque no hay nada que ganar. El camino debe ser otro: garantizar que el Estado cumple cada vez mejor su función básica de garantizar a sus ciudadanos libertad e igualdad en sus derechos y obligaciones.

Nos guste o no, el pacto de la Constitución del 78 establecía autonomías de primera y segunda clase: distinguía entre nacionalidades y regiones y no solo cobijaba el autogobierno de unas y otras bajo distintos artículos (151 y 143), sino que les atribuía distintas competencias. Era un precario equilibrio entre el exigido 'hecho diferencial' de nacionalistas vascos y catalanes y la necesaria igualdad entre españoles propia de cualquier sistema democrático.

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